Me acerqué al tocador, tomé un poco de pintura de labios. Cuando me los iba a pintar noté el mordisco. Lo toqué con la yema del dedo. —¡Ay! —me quejé con ternura—. ¡Waooo, sí que me mordió duro ese salvaje! Se me veía un poco morado. ¿Cómo se me olvidó que soy delicada? Suspiré. Nada que un poco de maquillaje café no pudiera disimular. Con cuidado me puse un toque, hasta que quedó decente. Tomé mi bolso, le eché perfume al cuello y muñecas, le hablé al reflejo: —Vamos al teatro, muñeca. Y esta función se llama “Familia en ruinas”. Salí de la habitación con paso firme y bajé las escaleras. Justo cuando llegué al final, vi a mi madre aparecer en bata de seda color vino tinto. Con cara de reina cansada. Y detrás de ella, mi hermano, con el cabello peinado como si fueran las diez de la ma

