Aquella noche
Olivia corrió al baño por cuarta vez en la mañana, apenas alcanzando a sujetarse del lavabo antes de arrodillarse frente al inodoro. El olor a comida que venía de la cocina del apartamento vecino había sido suficiente para provocarle otro ataque de náuseas. Su rostro estaba pálido, y sus manos temblaban mientras el sudor frío le perlaba la frente.
—Esto ya no es normal… —susurró para sí misma, respirando con dificultad.
Había estado así por días. Al principio pensó que era una gripe, el estrés o tal vez el insomnio que la había acompañado desde aquella noche. Pero algo en su cuerpo había cambiado, y ya no podía negarlo. Sin perder más tiempo, había pedido cita con una ginecóloga esa misma tarde.
Sentada en la camilla, con las piernas colgando y la mirada fija en una mancha del suelo, Olivia sintió que el tiempo se congelaba cuando la doctora volvió con el sobre del examen de sangre en las manos.
—Felicitaciones, Olivia. Estás embarazada —dijo con una sonrisa amable.
El mundo se detuvo.
—¿Qué…? —fue todo lo que pudo responder.
Su voz salió baja, rasposa, como si no perteneciera a ella. Un zumbido llenó sus oídos mientras su mente intentaba procesar las palabras. No era posible. No podía ser.
Pero entonces, la memoria, como un martillazo repentino, la golpeó.
La noche de hace dos meses.
Había llovido, como casi siempre en Miami. Después de una discusión violenta con Kingsley por teléfono, había corrido al apartamento de su mejor amiga, Michelle, buscando consuelo. Pero lo que encontró la dejó marcada para siempre.
La puerta estaba entreabierta. Al empujarla, escuchó los gemidos. Los vio. Juntos. En la cama.
Kingsley y Michelle.
Su novio y su mejor amiga.
La traición fue tan brutal que no pudo ni gritar. Se dio la vuelta, salió corriendo, sin rumbo, sin pensar, hasta terminar en un bar del centro, sola, despeinada, temblando. El alcohol fue su única compañía esa noche.
Y el resto… era un borrón.
Recordaba los tragos, los ojos oscuros de un desconocido. Luego, la cama de un cuarto de hotel. Gemidos. El sabor de la desesperación. Y después… oscuridad.
Despertó al día siguiente desnuda, entre sábanas blancas de lujo, con la habitación vacía. Su cuerpo le dolía. En especial entre sus piernas. No había ninguna nota. Ningún nombre. Solo un silencio abrumador y el eco de una noche que jamás planeó tener.
Y ahora, estaba embarazada.
Olivia se levantó de la camilla con las manos temblorosas. No sabía quién era el padre. No quería saberlo. Solo sabía una cosa con certeza: no estaba lista para ser madre… y no quería tener ese bebé.
Pero aún no sabía que decidirlo no iba a ser tan fácil.
Sin embargo, aquel niño no era un regalo.
No era una bendición inesperada, ni una señal del destino.
Era una humillación. Un recordatorio doloroso de todo lo que Olivia quería enterrar para siempre.
Cada vez que pensaba en él, el nudo en su estómago se apretaba más. No quería ver en su rostro el reflejo de un desconocido. No quería recordar la noche que intentaba borrar, ni la traición de Kingsley y Michelle, que la había arrojado al abismo. No quería un vínculo permanente con el peor momento de su vida.
¿Cómo podría criar a un niño cuando lo que sentía por dentro era puro rechazo?
Vagó por los pasillos del hospital como un alma en pena, ignorando las miradas de las enfermeras, las madres sonrientes, los anuncios de maternidad en las paredes. Todo parecía estar diseñado para aplastarla, para recordarle que algo crecía dentro de ella sin su permiso.
Las palabras de la doctora retumbaban en su cabeza:
“Estás embarazada.”
Pero era su voz interior la que más la torturaba:
“Ese bebé es tu culpa.”
Al borde de un colapso, giró en seco y regresó a la consulta de la doctora. Abrió la puerta de golpe, con los ojos rojos y el cuerpo entero temblando.
—Doctora… —su voz apenas era un susurro—. Yo... yo no quiero al niño.
La doctora, que estaba acomodando unos papeles, se volvió lentamente. Su sonrisa se congeló al instante. La miró con una mezcla de sorpresa y juicio, como si no pudiera concebir lo que acababa de escuchar.
—¿Qué? —preguntó, aunque había oído perfectamente.
Olivia bajó la mirada, pero no retrocedió. Dio un paso más, aferrándose con fuerza al respaldo de la silla, como si eso pudiera mantenerla en pie.
—No quiero al niño… —repitió, con la voz rota, ahogando las lágrimas que amenazaban con desbordarse.
El silencio volvió a apoderarse del consultorio, pesado, incómodo. La doctora, una mujer de rostro maduro y gesto estricto, bajó lentamente los papeles que tenía en las manos. Luego se cruzó de brazos y miró a Olivia con cierta dureza, aunque sin desprecio.
—Como médico, respetaré la elección de mi paciente —dijo finalmente—. Pero aún así debo advertirle que no se arrepienta de las consecuencias de su decisión.
Su voz era firme, profesional, pero sus ojos juzgaban. Se preguntaba, como muchos otros de su generación, por qué los jóvenes de hoy en día eran tan irresponsables, tan impulsivos con decisiones que cambiarían sus vidas para siempre.
Olivia levantó la mirada, tragando saliva con dificultad. Las lágrimas aún brillaban en sus pestañas, pero había algo nuevo en sus ojos: determinación.
—Doctora… lo he pensado bien. —Inspiró profundamente—. Mi decisión de abortar al niño no cambiará.
Sus ojos estaban hinchados de tanto llorar, pero firmes.
La doctora asintió en silencio, aunque su expresión dejaba claro lo que opinaba sobre la decisión. Mientras preparaban todo para el procedimiento, Olivia fue llevada a la sala de operaciones. Estaba sola, con una bata fina cubriendo su cuerpo y el corazón latiendo con fuerza desbocada. Por un momento, al recostarse en la camilla, sus manos temblaron.
Bajó lentamente la mirada hacia su abdomen. Tan plano, tan inofensivo… pero dentro de él crecía una vida que ella no había buscado.
—Lo siento… pequeño bebé —susurró en voz baja, acariciando con una mano temblorosa la tela que cubría su vientre—. No pedí esto. No pedí nada de esto…
Sus palabras se perdieron en el silencio helado del quirófano.
La doctora estaba a punto de comenzar cuando, de repente, un estruendo sacudió la tranquilidad de la sala.
La puerta fue pateada con fuerza, y un grupo de hombres vestidos con trajes negros irrumpió en el quirófano. La tensión se hizo espesa en el aire como una nube venenosa. Las enfermeras gritaron.
—¿Q-qué… quiénes son ustedes? —exclamó la doctora, dando un paso atrás con los ojos desorbitados.
Todo ocurrió demasiado rápido.
Uno de los hombres, alto, de rostro imperturbable y movimientos certeros, se dirigió directamente hacia Olivia. Ella apenas tuvo tiempo de gritar antes de que una aguja atravesara la piel de su cuello. Sintió el ardor del líquido recorrer sus venas y luego… oscuridad.
—¡Deténganse! ¡Esto es un hospital! —gritó una enfermera.
Pero sus palabras se perdieron en el caos. El último de los hombres en entrar —claramente el líder del grupo— sacó un fajo de billetes gruesos del interior de su chaqueta. Sin una palabra más, lo arrojó hacia la doctora.
—Esta mujer nunca vino aquí. ¿Entendido? —dijo con una frialdad escalofriante.
El dinero cayó al suelo con un golpe seco, esparciéndose como una sentencia. Nadie se movió. Nadie protestó.
Y mientras los trajes negros desaparecían tan rápido como habían llegado, llevándose a Olivia con ellos, un escalofrío recorrió la espalda de todos los presentes.
Nadie sabía quién era ella.
Pero alguien con mucho poder… sí lo sabía.