Victoria, sin victoria.

1708 Words
Los siguientes minutos fueron una secuencia borrosa para Sandra. Ambulancia, llantos, sirenas, luces parpadeando sobre su rostro pálido mientras sostenía a Victoria entre los brazos, sin saber si aún estaba allí o si ya se le había escapado del mundo. A su lado, su mejor amiga Nicole apareció como un ángel de carne y hueso, irrumpiendo entre la confusión con los ojos bañados en lágrimas pero con una firmeza que desafiaba el miedo. La ayudó a subir a la ambulancia y le sujetó la mano con fuerza, como si con ese gesto pudiera sostenerla en la tierra. —Aquí estoy, no te suelto —murmuraba Nicole una y otra vez, como si esas palabras fueran un conjuro contra el horror—. Vamos, Vicky. Vamos, pequeña guerrera... Pero nada calmaba el torbellino que se había desatado dentro de Sandra, ese que parecía llevarse todo consigo, incluso el aire. Cuando llegaron al hospital, el tiempo se convirtió en una tortura hecha de segundos interminables. Sandra pasó tres horas sentada frente a la sala de urgencias, con el corazón hecho cenizas. Cada pisada que resonaba en el pasillo y cada puerta que se abría la hacía incorporarse con el alma suspendida en un hilo invisible, pero ninguna de esas veces era para ella. No importaba si Mateo no venía ni si el mundo ardía, lo único que deseaba era que su hija viviera. Solo eso. Nicole no se separó de su lado ni por un segundo, le sujetaba la mano con una mezcla de cariño y determinación que solo una verdadera amiga podía ofrecer. Estaban juntas, sentadas en un pasillo frío de hospital, rodeadas por el murmullo lejano de monitores y puertas que iban y venían. Nicole trataba de ser una llama en medio de la oscuridad, un refugio cálido en esa noche interminable. —Va a salir bien, Sandy… yo lo sé. Es fuerte, como su mamá —susurró, acariciándole el rostro con una servilleta arrugada—. ¿Recuerdas aquella vez en el hospital cuando creíamos que no iba a despertar? Y lo hizo. Ella lucha y tú también. No se acaba hasta que se acaba. Sandra apenas podía responder, pues tenía la garganta cerrada por el dolor, los labios partidos, los ojos secos de tanto llorar, solo podía mirar el reloj, observar las puertas y rezar en silencio. Entonces, como si el cielo le ofreciera una tregua, una figura con bata blanca se acercó. Era un doctor de rostro grave pero con un brillo resuelto en la mirada. Se detuvo frente a ellas y habló con firmeza. —Señora Vega, acabamos de recibir una noticia inesperada. Apareció un riñón compatible de último minuto, un caso extraordinario, casi como un milagro Estamos preparando a su hija para llevarla a cirugía de trasplante de emergencia. El cuadro sigue siendo muy delicado, pero tenemos una oportunidad. Sandra se levantó tan rápido que por poco pierde el equilibrio, las piernas le temblaban y sus ojos se llenaron de lágrimas nuevas, esta vez cargadas de esperanza. —Por favor, doctor… —balbuceó, aferrándose a su brazo como si dependiera de él seguir respirando—. Sálvela. Haré lo que sea. Lo que tenga que pagar, lo haré sin dudar, pero por favor, no la deje morir. Es todo lo que tengo, es todo lo que soy. El doctor asintió con un gesto solemne, comprendiendo el peso de cada palabra. —Haremos todo lo posible, Sra. Vega. Le prometo que daremos cada paso como si fuera nuestra hija. Y se alejó, cruzando las puertas dobles con la vida de Victoria entre sus manos. Sandra se dejó caer nuevamente en la silla, con el corazón golpeándole las sienes. Nicole se arrodilló frente a ella, tomándola del rostro con ambas manos, obligándola a mirar. —¡Lo ves, Sandra! ¡Lo ves! ¡Apareció ese riñón! ¡Dios no se olvidó de ustedes! Es la señal que esperábamos. Todo va a salir bien, ¿me oyes? ¡Victoria va a vivir! —exclamó Nicole con la voz quebrada de emoción, apretándole las manos con fuerza como si quisiera transmitirle toda la esperanza que temblaba dentro de ella. Sandra dejó escapar un sollozo que le desgarró el pecho, cerró los ojos y permitió que las lágrimas finalmente fluyeran, mojando su rostro helado. Se limpió con la manga del abrigo y trató de calmarse. —No puedo perderla, Nicole… no puedo. No después de todo —murmuró, con una voz que apenas se sostenía, mientras sus ojos suplicaban auxilio en medio de la tormenta. Su cuerpo temblaba ligeramente, aferrado al borde del asiento como si soltarlo significara dejar ir a su hija. —Y no la vas a perder, eso no va a pasar —le respondió Nicole con ternura, sin apartar sus ojos brillosos de los de Sandra mientras le apretaba suavemente la mano—. Porque tú no viniste hasta aquí para rendirte, porque Victoria tiene a una madre que ha luchado cada segundo desde que nació, y ese doctor dice que hay una posibilidad. A veces, eso es todo lo que se necesita. Una posibilidad. —Su voz era un susurro firme que buscaba anclar a su amiga a la esperanza, aun en medio del abismo. —Solo quiero que Victoria vuelva conmigo —dijo Sandra en un susurro ronco, bajando la mirada mientras sus dedos se entrelazaban con torpeza sobre su regazo. Durante unos segundos, el silencio volvió a adueñarse del pasillo, solo interrumpido por el zumbido constante de las luces. Nicole frunció el ceño y preguntó, casi en un susurro. —¿Y Mateo? ¿Ya le avisaste? ¿Sabe que Victoria está aquí? Sandra bajó la mirada, y cuando habló, su voz arrastraba una amargura antigua, de esas que se enraízan en los huesos y solo brotan cuando el alma ya no puede sostener más el peso de lo callado. —No. Está en la clínica privada con Miranda. Me escribió para avisar que ella tuvo una recaída y que no podía llevar a Vicky al mar, ni estar con ella en su cumpleaños. Ni siquiera sabe que la niña recayó… y, sinceramente, ya no me importa. Nicole se puso de pie de un salto, como si las palabras de Sandra hubieran sido un latigazo directo al alma. Sus ojos, antes empañados por la tristeza, se encendieron con una furia visceral, tan intensa que parecía capaz de incendiar el aire. Apretó los puños y su pecho subía y bajaba con fuerza, como si el dolor ajeno le quemara por dentro. —¡Hijo de su chingada madre! —estalló—. ¿Cómo puede hacer eso? ¡Es su hija, Sandra! ¡Su hija! ¡Y la deja sola en su cumpleaños! ¡Sabiendo lo delicada que está! Comenzó a caminar de un lado a otro, como una tormenta a punto de estallar, murmurando insultos entre dientes, casi como si los dijera para sí misma, mientras lanzaba reproches al aire, no solo contra Mateo, sino contra la injusticia que acababa de escuchar. —¿Y tú no le avisaste que se puso grave? —No —respondió Sandra con un tono firme—. Él tiene otras prioridades. No voy a mendigar su atención y mucho menos va a volver a herir a Victoria. Ella no se merece esto, Nicole. Es solo una niña, una niña con el corazón roto… y ahora con la vida pendiendo de un hilo. Nicole se detuvo de golpe, se giró hacia ella con los ojos centelleando de indignación y asintió con rabia contenida, como si cada fibra de su cuerpo necesitara confirmar que lo entendía, que estaba de acuerdo, que también lo repudiaba. —Ya no más. Ahora lo único que importa es ella, Victoria y tú. Él puede quedarse toda la vida cuidando a su amante enferma, abrazando su ego y su ausencia. Porque tú estás aquí, Sandra, porque tú eres quien nunca se fue. Y eso vale más que cualquier promesa rota. Sandra dejó escapar un suspiro pesado, de esos que arrastran años de dolor. —Tal vez esto es el precio que estoy pagando por haberlo obligado a casarse conmigo —confesó, con la mirada fija en el suelo—. Por creer que podía construir un hogar a partir de una obligación. Por pensar que el amor podía imponerse con un intercambio. Me costó lágrimas de sangre entender que después de que Miranda apareció, él nunca volvió a ser mío. Solo aceptó porque yo tenía algo que él necesitaba. Se limpió una lágrima con la yema de los dedos, sintiendo cómo esa gota caliente le quemaba la piel más que el invierno en su pecho. Tragó saliva con dificultad, como si cada trago le arrancara un pedazo de dignidad, y aun así, obligó a su voz a salir, aunque por dentro se sintiera hecha pedazos. —Ahora solo quiero que mi hija viva, nada más. Lo dejaré libre para que haga su vida con la mujer que ama, con quien siempre estuvo en su corazón. No lo quiero cerca por obligación, ni como esposo, ni como padre. No más. Solo quiero que Victoria abra los ojos y me llame "mamá" una vez más. Pero cuando el reloj marcó las once con catorce, el sonido de pasos firmes interrumpió la escena. Una doctora joven, con bata blanca, rostro exhausto y una expresión grave, se detuvo frente a ellas. —¿Es usted la madre de Victoria Cifuentes? Sandra se levantó lentamente, como si cada músculo de su cuerpo pesara una tonelada, y con ese movimiento, sintió cómo el aire le abandonaba el cuerpo por la ansiedad de saber cómo estaba su hija después de largas horas de espera. —Sí… soy yo. —Lo siento mucho, hicimos todo lo posible. El riñón que estábamos esperando fue redirigido a otra paciente. No se pudo hacer nada más. Su hija entró en fallo multisistémico… y… su corazón no resistió. Sandra parpadeó una vez, luego otra, pero el mundo ya no se movía. El sonido se apagó, como si alguien hubiera bajado el volumen de la realidad hasta dejarla en un silencio absoluto. El pasillo desapareció, se desdibujó ante sus ojos como una pintura diluida por lágrimas invisibles. —Vic… Vicky… ¿mi hija murió?
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD