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Mi exesposo despiadado ahora me suplica.

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Blurb

Sandra Vega entregó todo por amor… incluso su cuerpo.

Se casó con Mateo Cifuentes, el hombre que amó desde siempre, pero que nunca la amó de vuelta, tomando la decisión desesperada de donarle un riñón a Miranda, su amante enferma, a cambio de un matrimonio que creía bastaría para alejarla de él.

Pensó que, al salvarla del borde de la muerte, también se ganaría el derecho a ser amada.

Pero el amor no se compra… y el karma cobra con intereses.

Años después, su hija fue diagnosticada con la misma enfermedad renal. Y Sandra ya no podía salvarla, ya lo había dado todo a la persona que menos lo merecía.

El precio de su sacrificio lo pagó una niña inocente que solo soñaba con conocer el mar… y a un padre que nunca llegó en su cumpleaños.

Sandra pidió el divorcio, y desapareció, dejando atrás su nombre, su dolor y su pasado.

Pero nadie se imaginaba que aquella mujer era Sandra Holloway, heredera de un imperio silencioso.

Y años después, regresaría con todo el poder al que había renunciado por amor.

Mi exesposo despiadado ahora me suplica… pero ya no queda nada de mí para darle.

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Esperándote, papá.
—¿Ya viene, mami? —preguntó Vicky con su voz temblorosa y dulce, como una campanita apagándose poco a poco, aunque llena de ilusión. Sus ojitos enormes color miel, brillaban con una mezcla de esperanza y ansiedad infantil, esa que aún no sabe lo que significa una promesa rota. Sandra Vega llevaba casi una hora sentada en el borde del sofá, con los nudillos blancos por la presión que ejercía en el control del televisor apagado. No recordaba en qué momento lo había tomado, ni por qué lo apretaba así. Tragó saliva y forzó una sonrisa para su pequeña Victoria. Era experta en eso, en sonreír cuando el mundo se le caía encima. En fingir que todo iba bien, que no temblaba por dentro, que no se le desgarraba el corazón como una tela vieja. Había perfeccionado el arte de la mentira piadosa, de sostenerse con palabras falsas cuando la verdad dolía demasiado. —Sí, amor… ya debe estar por llegar —murmuró, acariciando los rizos oscuros de su hija con dedos temblorosos. La voz se le quebró apenas, pero logró mantenerla firme. Victoria, con su vestido celeste de algodón, el que ella misma había escogido con tanta ilusión para su cumpleaños número cinco, sostenía con fuerza un pequeño peluche de delfín. Lo llamaba “Marino”, porque era el animal que más le gustaba y el que vería cuando su papá, Mateo, la llevara al mar. Llevaba meses soñando con ese momento, lo había contado en el hospital una y otra vez, a las enfermeras, a los doctores, incluso a otros niños. Había dibujado el mar en sus hojas de terapia, con crayones azules y soles grandes. "Mi papi me prometió que me llevará al mar cuando cumpla cinco. Vamos a ver el agua juntitos." Sandra sintió cómo esa frase volvía a golpearle el pecho como un mazo envuelto en terciopelo. Porque era cierto, Mateo lo había prometido. Se lo dijo con los ojos clavados en los de Victoria, acariciándole el rostro con esa ternura que sólo usaba cuando las cámaras estaban apagadas y no había nadie observando su falso sentido paternal. Pero el día había llegado, el vestido estaba puesto, la mochila con sus medicamentos lista, los globos colgaban en el rincón del salón. Y él… seguía sin aparecer. —¿Le habrá pasado algo? —preguntó Victoria con voz queda, mientras sus piernas colgaban del sofá sin tocar el suelo, balanceándose ligeramente con nerviosismo, y sus deditos jugaban con la oreja del delfín. —Claro que no, mi vida. A veces tiene muchos pendientes en el trabajo. Pero él viene… porque te quiere mucho, ¿de acuerdo? Mentira. Una mentira que se le clavaba en los huesos. A Sandra le dolía hasta las pestañas mentirle así, pero, ¿cómo le decía a su hija enferma, conectada a tres medicamentos orales y con un catéter escondido bajo la ropa, que su padre tal vez no vendría? ¿Que había alguien más en su vida que ocupaba ese lugar, alguien por quien había dejado todo, incluso a su hija? Se levantó de golpe y caminó directamente hasta la cocina, donde se apoyó con ambas manos en el borde del fregadero mientras intentaba calmar el temblor interno que la recorría. No lloró, aunque sentía el llanto de impotencia atrapado detrás de los ojos, amenazando con salir. No podía hacerlo, al menos no frente a Victoria. Cerró los ojos con fuerza, contuvo la respiración durante unos segundos, y se repitió por enésima vez, casi como un rezo interno, que debía aguantar, solo un poco más, un minuto más. Una promesa más. Cuando regresó al salón, Victoria seguía ahí, con los labios un poco más pálidos que en la mañana, las manitos frías, pero la ilusión intacta. El delfín seguía en su regazo, como un talismán contra las promesas rotas. —Mami… ¿tú crees que el mar se puede ver de noche? —preguntó de pronto, con un destello de emoción en los ojos, como si no quisiera perder la esperanza del todo. Sandra se arrodilló frente a ella, luchando con un nudo en la garganta que no se deshacía con tragos de saliva. —Si hay luna llena, el mar brilla más que nunca —respondió, acariciándole las mejillas—. Y tú mereces ver ese brillo, amor mío. Algún día lo verás. —Entonces, aunque él llegue tarde… ¿todavía podremos ir, mami? ¿Podremos ver el mar aunque sea de noche? —susurró Victoria, aferrada a su delfín de peluche, con la esperanza bordada en la voz y los ojitos brillando como si intentaran sostener el mundo con una sola pregunta. Sandra asintió forzando una sonrisa, aunque por dentro su alma ya gritaba con desesperación que no. Victoria no podía caminar mucho, sus fuerzas eran limitadas y cualquier esfuerzo físico podía costarle caro, además, no debía exponerse al frío, pues su cuerpo era demasiado frágil para resistirlo, y la temperatura, inevitablemente, comenzaba a descender con el atardecer. Aun así, Sandra no quiso arrebatarle esa ilusión, ni destruirle el anhelo que tanto había esperado. No en su cumpleaños, no en el día que ella había contado con tanto entusiasmo. A las cinco con cincuenta y siete, justo cuando la sombra de la tarde comenzaba a teñir las paredes del salón, se oyó un ruido afuera. El corazón de Vicky dio un brinco de emoción y, sin pensarlo dos veces, se puso de pie de un salto, con una agilidad que rara vez mostraba debido a su fragilidad. La emoción parecía darle alas, y en ese instante su sonrisa, amplia iluminó el salón entero como si fuera el sol asomando tras la tormenta. Corrió hacia la puerta impulsada por la ilusión, moviéndose con tanta ligereza que sus pies apenas parecían tocar el suelo, como si flotara sobre una esperanza que, para ella, aún seguía viva. —¡Es él! ¡Es papá! Pero no era Mateo. Era solo el repartidor con la torta, quien, ajeno a la tensión que llenaba la estancia, la dejó sobre la mesa con una indiferencia casi mecánica. Ni siquiera levantó la vista para mirar a la niña, ignorando por completo el silencio espeso que lo envolvía. Luego, sin pronunciar palabra, giró sobre sus talones y se marchó, dejando tras de sí un vacío aún más pesado que su breve presencia. Victoria bajó la cabeza con un suspiro apenas audible, como si su corazón comenzara a rendirse sin quererlo. Entonces, Sandra se inclinó y la envolvió con sus brazos, alzándola con fuerza, como si pudiera protegerla de todo el dolor del mundo solo con ese gesto. Al tenerla entre sus brazos, notó que estaba más liviana que nunca, como si el cuerpo de su hija se hubiera hecho de papel. —Vamos a esperar un ratito más, ¿sí? La niña asintió, apoyando la cabeza en su pecho, cerrando los ojos por un momento, como si el simple acto de estar abrazada a su madre fuera suficiente para sostener su mundo. Pero cuando el reloj marcó las seis y cuarto, Sandra percibió un cambio sutil pero alarmante en la respiración de Victoria, que comenzó a tornarse cada vez más pesada, como si el aire se le negara poco a poco. Con cada minuto que pasaba, su aliento se volvía más lento, más espaciado, hasta que el ritmo pareció descompasarse por completo. Los labios de la pequeña comenzaron a adquirir un tono azulado, y las ojeras, que desde la mañana habían estado apenas insinuadas, ahora se delineaban con una nitidez aterradora, como si su frágil cuerpecito comenzara a rendirse en silencio, sin previo aviso. —¿Amor…? ¿Estás bien? —preguntó Sandra, sintiendo un escalofrío helado recorrerle la columna vertebral. —Me duele… aquí —dijo Victoria, tocándose el costado izquierdo con su manita temblorosa. Sandra reaccionó con rapidez, impulsada por una alarma interna que le sacudió el cuerpo. Se levantó con determinación, tomó su bolso sin dudar y, con manos temblorosas pero decididas, marcó el número de emergencias pediátricas. Al otro lado de la línea, la enfermera respondió casi de inmediato, reconoció el nombre de Victoria Cifuentes al instante y, con una voz que no dejaba lugar a dudas, le indicó que acudiera cuanto antes, como quien sabe que el tiempo corre en contra. Pero justo cuando se disponía a cruzar la puerta, Sandra percibió un cambio repentino y alarmante en el peso del cuerpo que sostenía. Su hija, tan frágil y silenciosa, comenzó a aflojarse entre sus brazos, perdiendo esa poca tensión que aún le daba vida. Bajó bruscamente la mirada hacia ella, y lo que vio la dejó helada. Victoria se desvanecía, como si algo dentro de ella hubiera decidido marcharse sin previo aviso, como si su alma desesperada, hubiera salido corriendo a buscar a su padre, a reclamarle la promesa incumplida con la urgencia de quien ya no puede esperar más. —¡VICTORIA! —gritó con una desesperación que desgarraba el aire—. ¡Mi amor! ¡Despierta! ¡No te duermas, por favor! La recostó con delicadeza sobre el suelo y, con las manos temblorosas, intentó reanimarla, sacudiéndola con cuidado mientras pronunciaba su nombre una y otra vez, como si el amor bastara para despertarla. Mientras luchaba contra el pánico que comenzaba a devorarle el aliento, sintió que su teléfono vibraba en el bolsillo trasero. Lo sacó sin pensar, con los dedos torpes y el corazón palpitando con fuerza. Una notificación iluminó la pantalla, y al leer el contenido, algo dentro de ella se quebró con un silencio ensordecedor, como si el alma se le desplomara desde lo alto sin posibilidad de retorno. “Sandra, no podré ir al cumpleaños de Vicky, dile que mañana la llevaré a ver el mar, que me perdone. Miranda tuvo una recaída y está muy delicada. Estoy con ella en la clínica.” Mateo. Mientras su hija yacía inconsciente sobre el suelo, con la vida colgando de un hilo y el aliento escapándosele de a poco, Mateo se encontraba en una clínica privada, acompañado de su amante. Esa misma mujer por la Mateo había echado a la borda cuatro años de relación. La misma mujer a la que, años atrás, Sandra le había donado uno de sus riñones, con la condición de que Mateo accediera a casarse como parte de un trato desesperado que, en aquel entonces, parecía una forma de recuperar el amor de él, aunque en realidad lo único que consiguió fue encadenarse a una vida de sombras y promesas huecas. Un riñón que, años después debió haber salvado a Victoria, que pudo haberle dado más tiempo, más días, más risas. Pero ahora ese riñón no estaba donde más se necesitaba, lo llevaba en su cuerpo la misma mujer por la que Mateo había decidido ausentarse del cumpleaños de su hija, dejándola esperarlo en vano con un delfín en los brazos y la vida pendiendo de un hilo.

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