No te necesito.

1106 Words
Los pasos de Sandra resonaron como disparos secos en la escalera cuando bajó con la última maleta grande con sus pertenencias en una mano, mientras con la otra llevaba la urna blanca apretada contra el pecho, como si abrazara lo último que le quedaba de su hija. El sonido de las ruedas arrastrándose por los peldaños era casi un susurro metálico que desgarraba el silencio, un silencio que Mateo no supo, ni pudo, romper. Desde el salón, Mateo la observaba inmóvil, sin comprender, su cuerpo descompuesto y la mirada perdida, los ojos hinchados de tanto llorar en el jardín mientras Sandra bajaba todas sus maletas una a una, aunque las lágrimas ya no le servían. Estaba sentado en el borde del sofá como un niño perdido en medio del naufragio que él mismo había provocado, aferrándose inútilmente a la esperanza de que todo aquello fuera solo una pesadilla. Ni siquiera se había dado cuenta de las maletas que ya esperaban en la puerta. Cuando la vio detenerse frente a las demás maletas, su voz, rota por la incredulidad, fue apenas un susurro. —¿A dónde…? —La garganta le cerró el paso a las palabras. Se levantó tambaleante, caminó hacia ella arrastrando los pies, cada paso más pesado que el anterior, como si su simple presencia bastara para detener lo inevitable. Sus ojos buscaban desesperados el rostro de Sandra, como intentando encontrar en ella algún vestigio de la mujer que una vez conoció—. ¿A dónde crees que vas? Todo… todo está muy reciente. Pensé que después de lo que pasó, íbamos a… no lo sé… afrontarlo juntos. Que ibas a necesitarme, Sandra. Su voz temblaba, cada palabra era una súplica miserable. El llanto que no supo derramar cuando debía, ahora le desgarraba las palabras en pedazos. Sus ojos, enrojecidos y vacíos, buscaban los de ella con la desesperación de un náufrago buscando tierra firme. En su mente, la idea absurda de que aún podía detenerla se aferraba como un ancla rota. Sandra lo miró fijamente, sin apartar la vista ni un solo instante. Su expresión, impasible y distante, desprendía una frialdad cortante, tan cortante que parecía desgarrar el aire entre ellos. No quedaba ni rastro de la mujer que un día lo había amado con tanta intensidad, que fue capaz de dar una parte de su cuerpo por él; ahora, solo quedaba esa mirada vacía que lo atravesaba sin verlo realmente. Sus dedos, tensos y casi blancos por la fuerza con la que se aferraba a la pequeña urna, temblaban sutilmente, como si temiera que alguien pudiera arrebatárselo. —¿Necesitarte? —susurró, su voz cargada de un desdén helado, y una sonrisa rota, que era más un reflejo de dolor que un gesto real, se dibujó brevemente en su rostro. Su mirada se endureció aún más mientras sus dedos se aferraban a la urna como si fuese a quitársela en cualquier momento—. No me hagas reír. No te necesito, Mateo. Esta farsa se acabó, eres libre… por fin puedes estar con el amor de tu vida, a quien siempre elegiste. No tienes que fingir más. Tras hablar, el silencio se apoderó de ella por un instante. El peso de sus palabras la golpeaba por dentro, pero no permitiría que él lo notara. Mateo negó con la cabeza, enajenado. Dio un paso hacia ella, como un reflejo automático, incapaz aún de creer que esas palabras fueran reales, que ella hablara en serio. En el fondo, seguía esperando verla quebrarse, verla llorar, que se derrumbara en sus brazos y le pidiera que la salvara. Como siempre. Como cuando aún podía manipularla. Como si la muerte de su hija no bastara como quiebre definitivo para comprender que todo había cambiado. —No digas eso… —murmuró, su voz era un rastro de lo que alguna vez fue. Tragó saliva con dificultad, sintiendo cómo sus manos sudaban, incapaces de detener el temblor que le recorría el cuerpo—. Sandra, por favor, acabamos de perder a nuestra hija… ¿De verdad crees que ahora es momento para separarnos? No… no puedes irte ahora. Déjame estar contigo, por favor. Podemos atravesar esto juntos. Lo que sea… por Vicky. Al pronunciar ese nombre, su voz se quebró. El recuerdo de su hija se materializó como un puñal en su estómago. Su mente, aunque fragmentada, aún creía que ese argumento bastaría para retenerla. Pero esa última palabra selló su destino. Sandra dio un paso hacia él, y su mirada, tan helada como una lámina de acero, lo perforó sin compasión. —¿Por Vicky? ¿Te atreves a pronunciar su nombre ahora? —Su voz fue un cuchillo de frialdad que ni ella sabía que poseía. En su interior, una parte de ella deseaba lanzarle la urna al rostro, pero la otra la sostenía como el último refugio de su hija—. Mi hija murió sola el día de su cumpleaños. Murió esperándote, Mateo. Murió preguntándome si el mar brillaba de noche, porque aún confiaba en que ibas a venir a llevarla a verlo… como prometiste. La voz se le quebró levemente, pero fue solo un resquicio que se apresuró a sellar. En su mente, las imágenes de Vicky muriendo sola la desgarraron, pero sus ojos seguían secos, cristalinos, sin permitirle que lo último que viera de ella fuese debilidad. Mateo sintió cómo las piernas le fallaban y retrocedió un paso, buscando un apoyo que no existía. Sus pulmones pedían aire, pero su pecho se negaba a expandirse. El mundo, de pronto, parecía girar más lento, como si su caída fuera inevitable. Pero Sandra aún no había terminado. La furia y el dolor comprimidos durante años emergieron como un torrente que ya no pudo contener. —Para ti, Mateo… yo fui un estorbo y Victoria, una carga. Preferiste quedarte con Miranda, con esa mujer a la que yo misma salvé… porque ingenua de mí, pensé que al salvarla a ella, yo te recuperaría a ti. Pude haberle dado ese riñón a mi bebé, pero lo desperdicié creyendo que valías algo. Ni siquiera la enfermedad de nuestra hija te trajo de vuelta. Ni siquiera verla morir cada día te hizo elegirnos. ¿Y ahora quieres que me quede? Terminó la frase apretando con fuerza la mandíbula, consciente de que cualquier palabra adicional no haría más que arrastrarlos en un abismo aún más doloroso. El silencio, pesado y cruel, se instaló entre ambos como una losa imposible de levantar. Mateo ya no sabía qué decir o qué hacer para convencerla de que se quedara. Lo único que sabía, era que estaba a nada de perder a Sandra.
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