De pronto, el timbre resonó en la casa, cortando el silencio como un bisturí sobre la piel. Aquel timbre, tan cotidiano en otras circunstancias, se transformó en ese instante en la señal de un desenlace imposible de detener.
Mateo giró lentamente la cabeza hacia la puerta, como si esperara, absurdamente, ver a través de ella. No sabía quién podría presentarse a esa hora tan temprana, pero un pensamiento, tan frío como real, se apoderó de él: lo más probable era que se tratara del camión de mudanza que Sandra había contratado sin avisarle, lista para marcharse de su vida sin vuelta atrás.
Sandra, sin vacilar, lo apartó con el hombro como quien desplaza un mueble en el camino. La maleta, que debía pesar toneladas, parecía liviana en sus manos. Caminó hasta la puerta y la abrió, sin pronunciar una sola palabra, su cuerpo rígido y su respiración controlada al límite.
Un hombre alto apareció en el umbral, su piel bronceada contrastaba con el impecable traje de diseñador que vestía, un atuendo que no lograba suavizar su presencia poderosa e inquebrantable. El cabello oscuro, cuidadosamente peinado hacia atrás, enmarcaba un rostro sereno aunque determinado, y cada uno de sus pasos irradiaba seguridad.
Su sola figura ocupó el espacio como si le perteneciera desde siempre, como si el mundo se reconfigurara a su alrededor.
Sus ojos, oscuros y profundos, se encontraron sin vacilar con los de Sandra, y, sin detenerse ni un instante, cruzó el umbral y llegó a su lado para abrazarla sin reservas.
—Oh, mi Sandy.
Su abrazo, más que un simple contacto, se convirtió en un refugio silencioso donde ella, aunque rota por dentro, encontró el respaldo que su cuerpo agotado y su alma fragmentada necesitaban en ese instante.
Aunque el contacto la quebró por dentro, no se permitió ceder, permaneció rígida en ese abrazo, con los músculos tensos, el rostro impasible, sin derramar una sola lágrima.
No iba a darle a Mateo esa última victoria.
Apretó los dientes y se dejó envolver, porque, por primera vez en demasiado tiempo, alguien había venido a por ella.
—¿Mi Sandy? ¿Quién…? —balbuceó Mateo, incrédulo, incapaz de respirar con normalidad. Avanzó un paso, cada vez más pálido, sintiendo un nudo en la garganta que le impedía pronunciar las siguientes palabras—. ¿Quién es este? ¿Es tu amante? ¿Por eso tanta prisa? ¿Por eso el divorcio? ¡¿Era él?! ¡¿Ya tenías a alguien más, Sandra?!
Cada pregunta le brotaba como un disparo incontenible de pura impotencia, una secuencia de interrogantes que escapaban de su boca con la violencia desesperada de quien siente perder el control.
La rabia le trepaba lentamente desde el estómago hasta la garganta, mezclándose con los celos de manera venenosa, inundándole el pecho como si un ácido abrasador se derramara en su interior.
Sandra se separó lentamente del abrazo. Giró hacia él y una risa amarga, seca, quebrada, se escapó de sus labios. Su expresión, sin embargo, era de absoluta indiferencia.
—¿De verdad crees que esta es una historia de traición, Mateo? No. Tú fuiste el único que nos traicionó. Y créeme… preferiría haber tenido a alguien antes. Quizá habría despertado mucho antes, antes de perderlo todo, incluyendo mi dignidad, mi vida, mi riñón y mi Victoria.
Sus palabras se alzaron como una condena implacable, tan certera y demoledora que incluso ella misma sintió el filo invisible de su sentencia desgarrándole el alma.
En el fondo, Sandra sabía que aquella confesión no era solo el golpe definitivo que él merecía, sino también la herida final que sellaba su propia renuncia. Había pronunciado esas palabras con la certeza de quien quema el último puente detrás de sí, consciente de que ya no habría regreso posible.
El hombre alto asintió con una mirada casi imperceptible y, como si esa señal invisible bastara, tres hombres vestidos de n***o, corpulentos y eficaces, entraron en la casa.
No pidieron permiso. No lo necesitaban.
Comenzaron a cargar las pertenencias de Sandra con la precisión de un ejército entrenado.
Mateo, sin comprender, miraba cómo unos intrusos desconocidos irrumpían en su casa y comenzaban a sacar una tras otra las seis enormes maletas de Sandra, como si aquel lugar jamás le hubiera pertenecido, como si él no tuviera derecho a detenerlos, reducido a un mero espectador del desalojo de su propia vida.
—¿Qué… qué hacen? ¡Esta es mi casa! —gritó, pero su voz sonó patética incluso para él mismo. El temblor en sus piernas era el último reflejo de una dignidad que ya se había esfumado.
Sandra lo observó una última vez, como quien contempla las cenizas de algo que ya no existe.
Sandra no pudo evitar que su mente le recordara todo lo que había sacrificado por él. Se arrepentía amargamente de haberlo entregado todo, incluso una parte de sí misma, por un hombre que en el pasado la miró con amor, pero que jamás volvió a contemplarla con aquellos ojos.
Aquel amor que alguna vez creyó eterno había muerto mucho antes que su hija.
—Desde hoy, para ti… Victoria y yo estamos muertas. Eres el ser más despiadado que he conocido. Eres el peor error de mi vida. Me arrepiento de haberme casado contigo.
Y con esas palabras, se fue.
Aquel hombre la rodeó con el brazo con naturalidad, como si ese gesto protector hubiera sido ensayado muchas veces, y juntos caminaron lentamente hacia la puerta principal, mientras Sandra apoyaba la cabeza por un instante fugaz en su hombro, agotada pero erguida.
Afuera, el mundo los aguardaba, preparado para sellar aquella despedida que sería aún más cruel que cualquier enfrentamiento previo, pues significaba el final absoluto de todo lo que alguna vez había creído que sería su vida.
—¡Sandra! —Mateo, quebrado por la desesperación, corrió tras ellos, pero cuando cruzó el umbral de la puerta, la realidad lo golpeó de lleno.
Cinco Rolls Royce negros, relucientes y perfectamente alineados, aguardaban frente a su casa. Varios escoltas, impecables y silenciosos, custodiaban cada vehículo y uno de ellos sostenía abierta la puerta del primer auto, como si esperaran la llegada de una reina.
El hombre la ayudó con cuidado a subir al vehículo, sosteniéndola con delicadeza que a ella le resultaba extrañamente reconfortante en medio del caos.
Sandra ni siquiera giró el rostro para mirar atrás.
En su interior, sentía cómo la última fibra de su amor por Mateo se quebraba, no como un hilo que se rompe de repente, sino como un tejido desgastado que se deshilacha en silencio y sin remedio.
Y así, sin una palabra más, la mujer que Mateo había despreciado, aquella que creyó débil, rota, vencida, desapareció frente a sus ojos escoltada por una caravana de poder y silencio absoluto.
Mateo permaneció inmóvil, incapaz de reaccionar siquiera. Ni las lágrimas acudieron a su rostro ni su garganta le permitió liberar un grito.
Solo sintió el peso insoportable de haberlo perdido todo.