Capítulo 34

1035 Words
Los hombres suelen ser muy tercos, porfiados, persistentes y cuando se trata de mujeres, son aún el doble, incluso aún no tengan posibilidades de éxito. Se vuelven demasiado testarudos y no dan su brazo a torcer, aún las evidencias estén en su contra. Perales, por ejemplo, no se resignaba a perderme. Es más, volvió a la carga, ésta vez con mucho mayor ímpetu en sus afanes de enamorarme, seducirme y con la clara intención de llevarme a la cama, cueste lo que cueste. Empezó a regalarme peluches, joyitas, también perfumes y un días se animó a darme un sombrero muy bonito, de esos que usaban las damas a mediados del siglo pasado y que me encantó mucho porque era diferente, coqueto y me hacía sentir súper femenina. -Piensas que soy Brenda Starr-, sonreí divertida, viendo su bonito regalo. Me quedaba bien. Me vía sexy y excitante, una femme fatale, como las chicas de aquellos años que veía en las imágenes en el internet y que me encantaban mucho por su forma de ser, tan ellas, je. Fuimos a bailar un viernes, saliendo de clases. Yo estaba cansada, me dolía los pies, tenía la cintura hinchada, estaba de mal humor, me dolían los ovarios y quería irme a mi casa, pero Perales es demasiado porfiado, terco y obstinado. No sé cómo me convenció y a eso de la medianoche ya estábamos bailando una sabrosa salsa, disfrutando de la cadencia del ritmo, sacándole chispas al suelo. Me olvidé de todo. De pronto estaba eufórica, disfrutando de la música tan contagiosa y movía mis caderas como un barco a la deriva mientras Perales trataba de seguirme los pasos con mucha dificultad. Yo parecía la genio de la lámpara mágica, porque me cimbreaba como una culebra, él no podía igualar mis constantes meneos y pataleos y yo le parecía un bajón, resbalando de sus manos. Estuvimos casi dos horas bailando sin respiro y yo estaba vez cada vez más frenética, desenfrenada, alborozada, vehemente, sensual y súper sexy, maravillosamente femenina, bailando, cimbreándome, cadenciosa y majestuosa con los acordes de las salsas que me gustaban tanto y siempre disfrutaba y él estaba demasiado encandilado y prendado conmigo, maravillado por completo. Terminamos cansados, sudorosos, con los corazones acelerados, soplando fuego en nuestros alientos. Ni la cerveza helada que pidió Douglas pudo calmar la calentura que nos invadía como cascadas sobre nosotros. Perales, entonces, sulfurado, maravillado de mi desenfreno, encandilado a mi cintura y a mi sensualidad, me besó con desenfreno y vehemencia. Yo no me dejé y traté de arrimarle poniendo mis manos en su pecho, pero él estaba demasiado impetuoso que finalmente mis brazos cayeron como troncos y él saboreó mi boca encantado y acaramelado, hasta exprimirme como a una naranja. Me turbé. Parpadeé obnubilada y sentí las llamas incendiando mis entrañas. Mi corazón se puso aún más loco y sin pensarlo dos veces, salí corriendo del salsódromo, abordé el primer taxi que encontré y me fui a mi casa. Perales quedó absorto, perplejo, boquiabierto, pensando que, simplemente, había metido la pata conmigo, lo que, definitivamente era cierto, aunque yo también había tenido mucho de culpa por dejarme convencer a ir a bailar y por mi exagerada cadencia que exhibí cuando bailábamos. Me llamó todo el sábado y el domingo, en forma insistente, peor yo no le contesté. Tampoco a sus mensajes de texto. En realidad estaba aterrada. Me había gustado demasiado su beso, febril y pletórico de encono que me había eclipsado totalmente y me sentía flotando en el espacio, entre nubes y destellos y despertaban mis ansias de ser poseída. Sin querer, lo deseaba. Tenía que enfrentarlo y vencer a mis propios miedos. Ese lunes estuve pensando mucho qué decirle. No quería herirlo, tampoco, no deseaba perder su amistad y ni quería iniciar una guerra abierta. En un primer momento decidí optar por la indiferencia pero él, entonces, podría acosarme. Así, entonces, me dije que debía hablarle y solucionar las cosas entre los dos. Me puse muy bonita, solté mis pelos, me puse una blusa floreada, coqueta, leggins, bien pegaditos, botines negros y una cartera grande que colgué al hombro. Campos se sorprendió cuando me vio tan sexy. -¿Dónde es la fiesta, profesora?-, se divirtió viéndome mover las caderas. Sin embargo, Perales no fue a clases. Se reportó enfermo. Qué mala suerte. Grrrrr rechiné mis dientes enfadada y colérica, justo cuando ya había encontrado las palabras adecuadas de qué decirle.. Mis alumnos, entonces, fueron los que disfrutaron de mi belleza, maravillados de mis curvas que apenas se contenían en mi indumentaria provocativa y sensual. Recién el miércoles se reintegró a la escuela y pudimos conversar. Fue en el recreo. Lo esperé a que terminara sus clases y lo abordé de inmediato. -No quiero que te ilusiones conmigo-, le dije resoluta. Douglas parpadeó y sus mejillas se despintaron. No esperaba mi reacción. Él pensó que la tormenta había amainado con su ausencia a clases. -Me equivoqué, Vanessa, hice mal-, aceptó Perales haciendo brillar sus ojos. Alcé mi naricita, me di vuelta y pretendí marcharme y él tomó mis brazos, me hizo girar y besó, otra vez, mi boca, con el mismo ímpetu del sábado, aunque con más encono, sumamente febril, volviendo a disfrutar de mis labios. Y otra vez mis brazos se rindieron, cayendo como bloques de cemento. cerré los ojos y me quedé disfrutando de su boca tan varonil, masculina, avasalladora y cautivante. Me sentía mal. Pensaba en Willy y me mortificaba, demasiado, serle infiel, pero Perales encendía mis llamas, golpeaba mis rodillas, sentía mis pechos endurecerse y lo soñaba en las noches, haciendo el amor, disfrutando de sus manos grandes, de sus vellos profusos y abundantes de su pecho, imantada a su mirada tan cautivante, a su forma de ser distendida, avasalladora, igual a una aplanadora que me dejaba sin aliento, convertida en una muñeca, atada a su imagen hercúlea. Opté, entonces, por lo más fácil: esconderme de él. Pero no fue fácil, tampoco, porque lo deseaba, quería que me besara otra vez, que me tomara con brusquedad los brazos y con ese ímpetu tan suyo devorar mis labios. Las llamas, como imaginarán, me incendiaban todo mi ser, hasta reducirme a un montón de cenizas humeantes.
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