Había llegado un nuevo alumno. Se llamaba Timoteo Gramallo, tranquilo, muy joven, apenas de 18 años, entusiasta y con muchos deseos de aprender. Había sufrido mucho en su niñez. Huérfano de padres, tuvo que descuidar sus estudios, y dedicarse a trabajar para ayudar a sus dos hermanos pequeños. Con las justas acabó primaria y se quedó, incluso, en primero de secundaria. Ahora quería recuperar el tiempo perdido, ingresar a la universidad. Deseaba estudiar derecho. La suerte parecía sonreírle. Trabajaba como pescador en Chorrillos y por esas cosas que tiene el destino, heredó una pequeña lancha de pesca. El dueño falleció de Covid y como el tipo no tenía familia, Timoteo se quedó con la nave y así, pudo mejorar sus ingresos económicos, darle mayor tranquilidad a sus hermanitos, y pues, reanudar sus estudios para culminar la secundaria.
-Estás bastante joven, tienes todo el tiempo del mundo-, le dije cuando se sumó a clases, con su ropita limpia, sus zapatitos bien lustrados, peinadito, con sus ojitos vivarachos, pero mesurado, en su trato, en su manera de hablar, como si subraya, previamente sus palabras.
Me gustaba mucho cómo trabajaba. Usaba lapicero rojo, regla, y le ponía margen a sus cuadernos, la fecha y hasta la hora. Era muy meticuloso. Sus exámenes eran impecables, sin borrones, rayando las preguntas y poniendo los signos de puntuación con rojo.
No era muy ducho en matemáticas, tampoco tenía buena ortografía, pero se preocupaba en aprender, se concentraba en mis clases, lo veía muy pendiente en todo y aunque tímido, se envalentonaba siempre para hacerme preguntas de lo que no entendía y me pedía repetir o explicar. Eso me daba gusto.
Se divertía con sus compañeros, celebraba sus chistes y cantaba, además, muy bonito. Tenía cadencia y buen ritmo, además de una prodigiosa voz, bien articulada y con una modulación excelente.
Me exigía mucho, también. Quería saberlo todo. Incluso, una vez, me dejó turbada cuando me preguntó si existieron los cíclopes. También quería saber sobre el volcán Krakatoa, si era cierto que había erupcionado matando a mucha gente o era solo una película. También del Titanic si había sido rescatado del fondo del mar o lo dejaron hundido en las profundidades. hasta me preguntaba si era cierto que podría haber vida en Marte.
Así, me obligué a leer mucho en mis descansos, apuntar tarjetas a raudales, tratando de adivinar cualquier pregunta que me podría hacer, aunque sea la más absurda, para no quedar desairada.
Nunca voy a olvidar esa noche que me dijo, en el recreo, que se iba a ausentar tres días de las clases.
-¿Qué ocurre Timoteo?-, me sorprendí. Pensé en alguna tragedia familiar.
-Voy a ir a de pesca al norte, Miss, hacia Huacho, hay muchos peces por allá-, me anunció.
Justo habían oleajes anómalos. Eso había leído, precisamente, pensando en que Timoteo no me sorprenda con una de sus tantísimas preguntas. Me asusté.
-Hay olas gigantes, Timoteo, puede ser peligroso-, le dije haciéndome una cola con mis pelos para reanudar las clases.
-Por eso mismo Miss, el mar está muy revuelto, hay muy buena pesca. No iré solo, voy con otras naves., Esperamos tener buena faena-, se entusiasmó aún más.
Al final de cuentas él dominaba eso de la pesca artesanal, yo no tenía ni la más remota de idea de cómo se hacía eso, de las bolicheras, los bancos de peces, las redes y demás. Sonreí con encanto.
-Cuídate-, le pedí.
-Le traeré toyo, Miss, es sabroso-, me anunció.
Pero pasaron los tres días, luego cuatro y una semana entera y Timoteo no vino al colegio.
-¿Alguien sabe de Timoteo?-, pregunté a la clase, ese lunes, sorprendida y extrañada porque él era muy puntual, no faltaba nunca y era, incluso, el primero en llegar.
Todos se miraban sorprendidos, extrañados, sin saber qué decir. -Lo he llamado a su móvil, Miss y no contesta-, me dijo Guido.
Mi corazón empezó a patalear con fuerza. No sé por qué se me vino a la cabeza lo de los oleajes anómalos. Empezó a martillarme los sesos y un horrible friecito se me subió, de pronto por las pantorrillas.
-Bien, chicos, espero que Timoteo esté bien, empecemos las clases-, anuncié apretando los puños, juntando ms dientes, con mi corazón tamborileando insistente en mi pecho.
A medianoche me puse a ver en el internet sobre los oleajes y la marina había advertido que el mar seguía embravecido, violento, con gigantescas olas y había un renglón que me aterró: "se recomienda a los pescadores no salir a la mar por el grave peligro del mar embravecido".
Empecé a sudar frío y golpear mis rodillas asustada.
Ese miércoles, cuando me desperté en la mañana, me duché y preparaba mi desayuno, al poner el noticiero de la televisión, dieron la noticia que, en forma inconsciente, temía: desapareció un bote con cuatro pescadores.
Paré las orejas, parpadeé angustiada y mi corazón parecía explotar de repente. "La nave estaba al mando de un joven pescador, Timoteo Gramallo", dijo el periodista y yo, sumida en la angustia, lo único que hice fue gritar con todas mis fuerzas.
Esa misma mañana fui a Chorrillos, hasta la caleta de los pescadores. Me entreveré con el gentío. Alguien daba informaciones subido a una piedra.
- Aún no hay nada. Al parecer el fuerte oleaje empujó a la nave hacia más al norte, a Trujillo-, relataba. Sabía que hablaba de la tripulación de Timoteo. Intenté hablar, luego con ese hombre.
-No hay informaciones, señorita, la marina está a cargo de la búsqueda, ellos nos informan-, me relató.
Me fui, de inmediato al Callao. Un oficial me detuvo en la puerta.
-¿La puedo ayudar, señorita?-, se mostró solícito.
-Soy familiar de Timoteo Gramallo, el pescador que se ha perdido en el mar-, dije alterada, soplando mi angustia, mi corazón demasiado acelerado, pálida y mis ojos desorbitados.
-Oh, claro, señorita, la capitana Flores la atenderá-, me dijo y me hizo pasar a una pequeña sala.
La capitana salió apurada. -Estamos monitoreando una amplia zona entre Huacho y Tumbes, inclusive, tenemos helicópteros peinando la zona, también cruceros. Tenga fe, señorita-, me pidió tomando mis manos.
Me dijo que los familiares de quienes acompañaban a Timoteo en la lancha estaban esperando también noticias, reunidos frente a la comandancia, en el parque. En efecto, ellos permanecían allí, entumecidos, sentados en el monumento a Grau, meditabundos. Pensé, entonces, en los hermanitos de Timoteo.
-Hugo, llamé de inmediato a Campos, manda a Guido a la casa de Timoteo para que esté con sus hermanitos-
-Ahorita mismo, Vanessa-, respondió también preocupado.
Me acerqué tímidamente a esas personas que permanecían en silencio, con la cabeza gacha, apagados y ensombrecidos, desperdigados por todos los rincones del parque. Algunos pequeñines jugaban correteando o pintando el piso con tiza.
-¿Algún familiar de Timoteo?-, pregunté arreglando mis pelos.
-Soy su hermana-, encendió una luz en su mirada una mujer. Pensó que le tenía buenas noticias.
-Me llamo Vanessa, soy su profesora-, le dije. Ella volvió a desalentarse. Se encogió en sus hombros.
-Quería decirle que lamento toda esta situación y que estoy aquí para dar algún apoyo-, me sentí mal por haberla entusiasmado en vano.
-Gracias, señorita-, no más me dijo la mujer. No tenía ganas, en realidad ni de platicar, siquiera. Estaba metida en su caparazón, angustiada, sumida en el desaliento y resignándose a lo peor.
Intenté vanamente hacerle conversación, contarle de sus progresos en las clases, de sus sueños de culminar sus estudios y labrar una carrera, pero ella era lacónica, cortante, solo masticaba repuestas.
Me quedé entonces, en silencio, igual que el resto de los familiares de los pescadores desaparecidos, convertida en una sombra más de los que se multiplicaban bajo el monumento, los árboles y los postes de alumbrado.