Capítulo 22

1044 Words
Arturo era muy tranquilo, paciente, cariñoso y se sumergía siempre en sus pensamientos. Me preocupaba eso. Parecía que se sumía en sueños, navegando junto a las estrellas y luceros, extraviado en un mundo de colores, corriendo junto al arco iris y quizás embelesado en gaviotas, golondrinas y palomas surcando su cielo pletórico de belleza. -Despierta, Arturo-, le llamé la atención en la clase de Historia. Él estaba boquiabierto, con sus ojos hipnotizados en las telarañas, pensando en muchas cosas, y no había escuchado absolutamente nada de la clase. -Háblame de la cultura Nasca-, le pedí. Arturo me miró sorprendido, coloreó de rojo sus mejillas y sin salir de su asombro, balbuceó, -¿ah?- Todos sus compañeros estallaron en carcajadas, yo también. No pude contenerme. Se le veía lindo e inocente, extraviado en sus pensamientos que me contagié de todas las carcajadas. -Debes concentrarte en las clases-, le pedí. Arturo trabajaba en un mercado transportando las carretillas que compraban los minoristas o traían los mayoristas. Aguardaba en las puertas y conocía a todos los comerciantes. Sabía con exactitud para quién era tal o cual mercadería mientras los otros carretilleros preguntaban mil veces a quién debían entregar los productos. Muy eficiente, responsable, fuerte como un toro, era muy querido y todos lo adoraban. Le invitaban desayuno o le regalaban frutas, porque jamás fallaba y llevaba puntual la mercancía para abastecer los puestos. En las tardes estudiaba para completar su secundaria y me contó que su sueño era convertirse en ingeniero. -Puedes pero debes estudiar mucho y concentrarte en tus clases-, le recomendé cuando recogía mi tablet, mis apuntes y me llevaba las tareas de investigación que habían hecho sobre los fenómenos de la naturaleza. No hacía buenos exámenes tampoco. Acertaba en lo difícil pero fallaba en preguntas simples, sencillas y obvias. Su fuerte eran las matemáticas aunque tenía muchas dificultades con la división. Me preocupé bastante en enseñarle alimentando sus deseos de convertirse en ingeniero. Una noche, al terminar las clases y cuando me iba a la casa, le informé a Campos por Arturo. -Siempre está distraído. No logro concentrarlo en sus clases. Me preocupa que falla en cositas muy simples, como si le fuera difícil recordar pequeños detalles-, le fui diciendo mientras terminaba de guardar mi tablet en su estuche. -Arturo es autista-, fue lo que me dijo Campos. Se supone que estoy preparada para todo, que en la universidad estudié psicología y que los catedráticos me enseñaron a saber manejar esos casos especiales que siempre se iban a presentar en el apasionante mundo de la enseñanza, sin embargo esa vez me sentí atada de pies y manos. En el internet repasé todo lo que había aprendido sobre estos casos, apunté muchos tips, me dediqué a explorar sobre el autismo y me convencí que no era tan difícil ni había alguna ola enorme que, pensaba, amenazarme con sepultarme. Lo importante era respaldarlo. Tenía que motivarlo mucho, propiciar trabajos en grupo y evitar ruidos molestos o que se ponga nervioso. Arturo, en realidad, sabía manejar su autismo, conocía perfectamente sus limitaciones y era porfiado para no rendirse y seguir adelante. Fue muy fácil, más de lo que esperaba en cuanto a mis clases en torno a él. Yo estaba equivocada en el manejo de la división con Arturo. Yo me impacientaba cuando él no captaba mis indicaciones o se extraviaba en sus pensamientos porque, como les digo, no lo conocía, pero luego él empezó a reaccionar cuando le hacía diagramas fáciles, entretenidos y le dibujaba cositas sencillas como árboles, casitas, el sol, patitos y esas cosas. Estallaba en risas con mis garabatos. En ese sentido, Guido me fue de mucha ayuda. Cuando le comenté sobre Arturo, me dijo que él había conocido a chicos con autismo y que a ellos les gustaba mucho compartirlo todo. Así, lo integró al resto del grupo y las clases se hicieron muy bonitas, de intensa participación, motivaciones y muchas veces, risas y juegos. -Usted es un ángel, Miss-, me dijo Arturo emocionado cuando vio la A+ grandota que le había puesto en su examen de matemática. Todo le había salido perfecto, incluso las divisiones. -No, tú eres un ángel que me ha enseñado mucho-, le reconocí. En mi aún breve trayectoria educativa, había acumulado más experiencia que veinte años trabajando sin respiro. Y no solo por Arturo, sino por todos sus compañeros, cada uno un mundo aparte y fascinante. Guido organizó un partido de fulbito un sábado para seguir estrechando vínculos y creando confraternidad. Alquiló una canchita con tribunas y vestidores y yo llevé la pelota. No me costó mucho y era oficial, aunque recorrí varias tiendas buscando la adecuada tal como me había dicho Fabricio que sabía mucho de deportes. Se formaron dos equipos y las chicas llevamos matracas y pitos para alentar a los muchachos. Yo había llevado, además, un pequeño tambor pero que retumbaba como truenos. Apenas salió a la cancha, Arturo hice atronar el bombo y él sonriendo me hizo un corazoncito con deditos. Fue una fiesta. Hubieron muchos goles, patadas, risas y emocionado Arturo se reía y gozaba con sus amigos. Invité el almuerzo, también. La pasamos súper bien y me alegró mucho que Arturo disfrutara de sus amigos, riéndose, haciendo bromas y pasándola de maravillas. De repente, todo cambió. Arturo empezó a sacar malas notas, hacer bulla, portarse mal, faltar a clases, no presentar los ejercicios y olvidarse de lo que había le enseñado para las divisiones. De la noche a la mañana se tornó en el peor alumno de la clase. -¿Pasa algo, Arturo?-, le pregunté, pero él estaba en un mundo aparte, extraviado, quizás confundido, navegando en un río caudaloso en medio de un bosque oscuro e intrincado. -No, Miss, nada-, respondía, pero yo veía que estaba inmerso en dudas y contradicciones, en una lucha entre la realidad y su mundo interior. Decidí seguirlo. Me preocupaba mucho ese cambio tan repentino. Fui al mercado donde trabajaba, de madrugada. Me hice un moño con el pelo, me puse una gorra , blusa y jean holgado. también zapatillas., No podía reconocerme. Lo encontré empujando las carretillas, siempre hacendoso, afanoso, muy alegre y divertido. saludaba a todos y los comerciantes le bromeaban y le hacían chistes que él celebraba en forma ruidosa.
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