Les pedí a los chicos un trabajo simple en Ciencias Naturales: la germinación de un frijolito. Debían poner una semilla en un vaso con un algodón y regarlo todos los días. Les di una semana para que emergiera la plantita.
Durante la semana les insistía para que hicieran el trabajo porque era muy interesante. La emoción cundía entre los alumnos, los veía cuchichear, pasarse la voz, darse detalles, recomendaciones y algunos volvían a empezar porque lo estaban haciendo mal.
Cuando llegó el gran día, todos tenían su plantita germinada en sus vasos. Algunos con ramas más grandes que otros pero todos habían cumplido. Me emocioné. -¿Ya ven que fue fácil?-, me divertí viendo sus trabajos.
La clase fue muy bonita, recuerdo, con muchas bromas, y les detallé el proceso, incluso llevé unas cartulinas que había dibujado en la tarde con cuadros sinópticos y línea de tiempo para que se les hiciera más fácil. Les puse a todos, sin excepción, nota aprobatoria.
Había un nuevo chico en clases. Luis. Calladito, tranquilo, mesurado, vendía diarios en las esquinas y subía a los buses ofertando las publicaciones con mucho esmero. Ya sumaba 25 años y su sueño era ser periodista.
-Siempre leo las informaciones que hay en los diarios y me gustaría aprender periodismo, Miss-, me dijo esa tarde. Su plantita estaba muy alta, frondosa y me gustó mucho cómo había pintado el vaso de plástico de verde para que pareciera un jardín diminuto.
-Es un sueño posible, Luisito, solo debes tener perseverancia-, le di alas a sus sueños.
Era muy entusiasta. Se puso al día trabajando sin cesar en las tardes, copiando de los cuadernos de los compañeros y sacaba buenas notas. Tenía una ventaja sobre el resto: había estudiado hasta segundo de secundaria, cuando la necesidad lo obligó a trabajar y dejar el colegio.
No caminaba bien. Jugando fútbol le quebraron una pierna e hizo un tratamiento ambulante que lo magulló para siempre. Sin embargo no se hacía problemas porque era demasiado optimista. -Lo que quiero es escribir en un periódico y para eso se usan las manos y no los pies-, reía divertido, contándome sus sueños e ilusiones.
Me gustaba mucho su entusiasmo y por eso me aboqué, bastante, a corregir los demasiados errores ortográficos que tenía. Le di folletos para que entendiera bien los correctos usos de la puntuación y le exigía mucho en los percentiles.
-Un periodista debe tener un perfecto uso del idioma-, le decía motivándolo a aprender.
También le regalé libros de cuentos cortos de connotados literatos. -Lee mucho, debes dominar el idioma de la a a la zeta. Selecciona las palabras que no entiendas y las buscas en el diccionario. Eso te va a ayudar mucho. Se va a quedar siempre contigo-, le recomendaba.
Mi preocupación, sin embargo, confundió a Luisito. De repente se había enamorado de mí.
Eso lo descubrí fácil. Estaba escrito en sus ojos, en la forma cómo me miraba, su sonrisita tímida, sus muecas, la manera en que se turbaba cuando yo me acercaba a conversarle y corregir sus errores ortográficos y le daba libros para que leyera. Se ponía rojo como tomate, sus ojos se encharcaban de lágrimas y su voz se hacía temblorosa y trastabillaba con los nervios.
Y es que los hombres son siempre un libro abierto en cuanto a sus emociones.
No me insinuó nada, tampoco, ni me acosó, ni fue impertinente y mantuvo siempre la distancia. Muy correcto y caballeroso, en todo sentido. A mí me gustó convertirme en el amor platónico de él, no lo voy a negar. Cuando estaba en la secundaria me enamoré, perdidamente, de mi profesor de Geografía, un hombre hermoso, alto, fuerte, de mirada férrea, un vozarrón que me despeinaba, con labios toscos y ásperos y muy varonil en su forma de ser, caminar, que me despeinaba y me hacía pensar en él todas las noches. Pero fue también platónico. Jamás le dije nada y solo lo mirada y admiraba, suspirando como una tonta, en todas sus clases, soñando en mariposas, jardines encantadas y haciendo tobogán en el arco iris.
Y ahora me tocaba a mí ser la adoración de un alumno. Y aunque mis clases eran con hombres y mujeres ya mayores, jóvenes en unos casos y maduros y adultos en los más, me sentía encantada y hasta excitada por lo que le pasaba a Luisito.
Pero ese sentimiento no podía afectar las clases ni tampoco mi interés para que Luis lograra sus propósitos de convertirse en periodista. Yo alentaba esos sueños y por ende, debía esmerarme no solo en no confundir las cosas con él, sino que alcanzara sus propósitos, obviamente sin afectar tampoco al resto de alumnos, muy comprometidos también en aprender y conseguir un futuro mucho mejor.
Willy volvió a ayudarme. Tenía un amigo periodista. Yo ya le había contado de mi alumno y su interés de escribir en un diario.
-¿Qué es lo que quieres?-, me preguntó él acaramelado a mis labios. Yo estaba echada en sus muslos y hacía brillar mis ojitos para que no resistiera a mis deseos.
-Quiero que conozca el diario, que sepa lo que es un periódico, ver a los hombres de prensa trabajando, eso hará que se entusiasme aún más-, le expliqué.
Así, Luis fue llevado por el amigo de Willy a su diario y quedó no solo admirado, sorprendido y maravillado por el febril trabajo de los periodistas en la redacción y los talleres, sus computadoras, sus pupitres y cubículos y los televisores encendidos, a todo volumen, con noticias de todo el mundo. Boquiabierto se alucinó laborando en un medio de comunicación y en ese mismo instante, se convenció que ese era su futuro.
-Terminas tus estudios, postulas a la universidad y en tres años ya estarás haciendo prácticas en un diario, pero para eso tienes que esforzarte mucho, aprender bastante y estudiar aún más-, le recomendé.
Luisito me miraba con sus ojitos enamorados. Estaba demasiado prendado de mí, sus pupilas brillaban, parecía extraviado en un mundo de colores, en un vasto campo de luces sicodélicas y hasta pensaba estar sumergido en un idílico oasis en medio del desierto besándome y acariciándome.
Lo encontré una tarde que venía del ministerio de educación, vendiendo los diarios. Yo no me había dado cuenta y seguí de largo, caminando de prisa, porque se me hacía tarde.
-Hermosa-, me dijo alguien. pensé que era un piropo y no le hice caso y al contrario moví más las caderas y alcé la naricita indiferente.
-Miss, soy yo-, volvió a decir y me volteé sorprendida. Era Luis. Estaba con una gorra volteada, sudoroso, con muchos diarios en las manos, sonriéndome divertido.
-Siempre estoy en esta esquina, Miss-, me dijo encantado.
Le puse mi mejilla pero él no supo qué hacer así es que yo fui la que tuve que besarlo. Eso la turbó más. Lo dejó perplejo.
-No debes decir nada a las chicas, a algunas les molesta-, le recalqué. Él se puso aún más azorado.
-Es que usted es muy hermosa-, me dijo turbado, con las mejillas enrojecidas.
Le iba a comprar un diario pero no me dejó. Me regaló un juego completo de los periódicos del día.
-Tendrá toda la tarde para leer antes de ir a clases-, sonrió galante. Y cuando nos despedimos ésta vez me besó la mejilla y lo vi cerrar los ojos, estremecerse, quedar paralizado y soñando, otra vez, despierto.
-Uno de mis alumnos se ha enamorado de mí-, le conté a Willy. No se puso celoso, ni se molestó ni le incomodó ni nada. Al contrario le dio risa.
-No lo culpo, eres tan bella-, subrayó y me besó con pasión.
Luisito empezó a mejorar muchísimo en su ortografía. Le puso bastante dedicación y de repente era uno de los mejores de mi clase.
-¿Ya ves? Con perseverancia todo se puede-, le dije divertida.
-Es que tengo la profesora más hermosa del mundo-, dijo delante de toda la clase y los muchachos hicieron sorna, con un estruendoso "ooooohhhhh" que me dejó turbada.
Yo no lo sabía, pero Luisito le iba diciendo a todos los compañeros de clase que estaba muy enamorado de mí, que yo le gustaba mucho, que deseaba iniciar un romance conmigo y hasta se alucinaba tener muchos hijos a mi lado.
Cuando Teresa me lo confesó eso en los baños del colegio, me azoró mucho.
-Le hace poemitas, Miss-, me cuchicheó al oído.
No podía intervenir tampoco. Luis sacaba buenas notas, aprendía bastante, no me acosaba ni nada por el estilo, sus ilusiones no llegaban a mis oídos y él no se declaraba ni me decía nada. ¿Por qué molestarme o aclararle o llamarle la atención? Quizás, pensaba, teniéndome a mí como motivación él estaba mejorando mucho en sus calificaciones y eso, en cierta forma, me enorgullecía.
Ordené una exposición el imperio de los incas y a él le correspondió sobre la educación de nuestros antepasados. Era un tema fácil, con pocas aristas y que podría resolver sin inconvenientes.
Ya habían salido Nemesio y Guido y le tocó a Luis.
-Luisito, al frente-, dije sentada frente junto a mi pupitre. Me puse mis lentes y me incliné para verlo. ¡Y qué sorpresa! se presentó con una cartulina, donde había pegado figuras, había hecho una línea de tiempo y una minuciosa infografía que me deleitó.
-La educación en el imperio incaico era de cuatro años, desde que los pequeños cumplían diez o doce años y era oral, los maestros se denominaban amautas y era solamente para los hijos de la nobleza, de los gobernantes y las mujeres escogidas por su belleza-, dijo.
Lo aplaudí. -Muy bien, Luisito, perfecto-, me entusiasmé.
Y riéndose dijo resoluto, -entonces, Miss, usted hubiera sido una privilegiada con la educación si habría vivido en los tiempos de los incas- y otra vez el "ooooooooooohhhhhhh! que envolvió la sala y me puso aún más roja que un tomate.
Hugo Campos sonrió cuando ya me retiraba a mi casa.
-Los chicos están muy encandilados con usted, Vanessa-, me disparó mientras firmaba mi asistencia.
-¿Por qué lo dices?-, arrugué mi frente.
-Dicen que su belleza los motiva-, me guiñó un ojo.
No es que me incomodara, sino que mi temor era que un rechace, un desengaño, pudiera afectar el rendimiento y ánimo de Luisito. Había tenido desilusiones antes y sabía que eso duele mucho, a veces lleva locuras y esas cosas. Y aunque no creía que eso podría ocurrir con Luis, pero me preocupaba cualquier afectación en los sentimientos de mi quijotesco alumno, que me había convertido en su Dulcinea del Toboso aunque en su caso particular de él, de carne y hueso, pero platónico al final de cuentas.