LIAM
Nos encerramos en una oficina vacía. Cerré la puerta con fuerza. Me di la vuelta. Ella ya estaba ahí, de pie, con los brazos cruzados, desafiante. La mandíbula tensa, la mirada afilada, como si me esperara con una daga en cada palabra.
—No empieces —soltó, sin titubeos.
Tragué saliva. Inhalé lento.
—Vine a disculparme —dije, sin adornos.
—¿Disculparte? —se burló, con una risa sarcástica que me raspó el orgullo—. Vaya, sí que debes estar arrepentido... se notaba anoche mientras te dejabas chupar como si fuera el mejor vino de tu colección.
—No me arrepiento de eso —le dije, sincero, con una sonrisa seca—. Solo lamento que tú lo hayas visto. Lo demás... bueno, fue jodidamente bueno.
—Qué asco me das —escupió—. Qué clase de profesional hace eso. Eres una vergüenza para esa empresa
