PROLOGO
El viento soplaba con violencia, desgarrando la noche como un lamento.
La lluvia caía sin tregua, empapando el barro hasta convertir el suelo en una trampa espesa y resbalosa. En medio de un terreno apartado, rodeado de árboles y silencio, dos figuras cavaban. El golpe repetitivo de las palas era el único sonido además del aguacero.
Uno de ellos —delgado, tembloroso, con el rostro sucio de tierra— parecía más un niño que un criminal. Su cabello rubio chorreaba agua y lodo, pegándosele a la frente. Tenía dieciséis años. Y estaba cavando una tumba.
—Eres un maldito idiota, ¿lo sabías? —bufó el mayor, un joven de diecinueve años con el rostro endurecido por la ira y los nudillos sangrantes—. Te lo advertí, Liam. Pero tú, no… tú tenías que enamorarte como un estúpido.
Liam no respondió. Hundió la pala en la tierra mojada una vez más, sin dejar de mirar el hoyo que crecía frente a ellos.
—Siempre fuiste el más débil —continuó su hermano—. La oveja negra. Mientras todos seguimos el camino correcto, tú soñando con computadoras, con tus códigos y jueguitos. ¿Crees que papá te va a dejar estudiar eso? ¡Él quiere políticos, no frikis!
La familia Ashford era una dinastía.
Millonarios. Influyentes. Corruptos hasta la médula.
El padre era un político de alto rango. La madre, una socialité dedicada a la caridad, pero más interesada en las fiestas de embajadas que en sus propios hijos. Los tres mayores —dos hombres y una mujer— habían seguido la línea familiar: Derecho, Relaciones Internacionales, Política.
Liam, el menor, era diferente.
Desde los 12 años programaba, hackeaba sistemas, se perdía en libros de ciencia y tecnología. A los 16, ya sabía lo que quería: fundar su propia empresa de seguridad digital. Tenía el plan, el talento, la visión…
Lo único que no tenía era libertad.
Y ahora, allí estaba. Bajo la lluvia. Ayudando a su hermano a deshacerse de un cadáver.
No por accidente.
No por defensa propia.
Sino por algo mucho más humano: venganza.
—Te enamoraste de la chica equivocada, y ahora mira… —gruñó su hermano, respirando con dificultad—. Esto era lo único que podías hacer. Era él o tú, ¿no?
Liam clavó la mirada en el cuerpo inmóvil detrás de ellos.
Un hombre corpulento, mayor, de rostro aún visible pese a los golpes.
Había sido poderoso. Intocable.
Hasta que tocó lo que no debía.
Liam volvió a hundir la pala, con una frialdad inusual en alguien de su edad.
Su hermano no lo notó, demasiado ocupado murmurando maldiciones, limpiándose la sangre de las manos y temblando como un adicto en abstinencia.
Finalmente, el hoyo estuvo listo.
Y sin ceremonias, lo arrastraron. El cuerpo cayó con un sonido sordo.
La tierra salpicó, mezclándose con la lluvia.
El mayor se apartó, conteniendo el vómito.
Pero Liam…
Liam lo observó con una calma que rozaba la serenidad.
En sus ojos verdes brillaba algo más que miedo.
Satisfacción. Silencio. Una promesa.
A más de seis mil kilómetros de distancia, en el corazón de Nueva Delhi, otra tormenta se desataba.
No en el cielo.
Sino dentro de una casa de tres pisos, donde las paredes estaban llenas de fotos familiares, ornamentos religiosos, y la constante sensación de que todo debía permanecer… igual.
—¡Oxford! —gritó el padre, un hombre robusto, de barba espesa, piel morena y túnica blanca—. ¿Oxford para qué? ¿Para estudiar entre hombres? ¿Para perder tu honor? ¡Tú eres mujer! ¡Tu destino es casarte, no perder el tiempo en países depravados!
Saanvi lo enfrentaba con la barbilla alzada.
Tenía 16 años.
Pero hablaba como si tuviera 30.
—Gané esa beca. La gané sola. ¿Y sabes qué más? Soy la única de todos tus hijos que fue elegida. ¿Y aún así quieres que me case con un hombre que ni siquiera sabe leer bien el inglés?
Eran siete hermanos.
Cinco hombres. Dos mujeres.
La mayor, Aditi, se había casado a los 17 con un hombre que su padre eligió. Ahora tenía 26, cuatro hijos, y una sonrisa cansada. Vivía a cuatro cuadras.
Nunca alzaba la voz. Nunca decía que no.
Saanvi era lo opuesto.
Rebelde. Aguda. Soñadora.
Mientras los varones recitaban el Corán, ella leía a Marie Curie escondida.
Mientras sus hermanos se formaban como ingenieros o comerciantes según la tradición familiar, ella soñaba con literatura, con arte, con política, con el mundo.
No quería ser propiedad. Quería ser persona.
—¡No me hables así! —gritó uno de sus hermanos mayores desde el comedor—. Estás deshonrando a papá frente a todos.
—¡No me importa! —replicó Saanvi, con los ojos brillando—. ¡No vine al mundo para obedecer ciegamente! ¡Vine para cambiar algo!
El padre levantó la mano, furioso.
Pero no cayó.
Porque la madre —una mujer de rostro sereno, manos firmes y voz suave— se interpuso.
—Dale cinco años —dijo, mirando a su esposo—. Si después de eso sigue sin cumplir tus expectativas, entonces que se case. Pero dale esa oportunidad.
El silencio fue absoluto.
El padre apretó los dientes. Murmuró una oración.
Y con voz rota por el orgullo herido, accedió.
—Cinco años. No uno más.
Saanvi no lloró.
Solo apretó los puños y subió las escaleras.
Sabía que nada estaba ganado.
Que seguirían intentando quebrarla.
Pero también sabía algo más:
acaba de comprarse su libertad.
Esa noche, mientras Liam echaba tierra sobre el cadáver junto a su hermano, y mientras Saanvi escribía en su diario bajo la luz tenue de su habitación, ambos pensaron lo mismo, sin saberlo:
“Nadie decidirá por mí.”
Uno lo pensaba con rabia.
La otra, con fuego en el pecho.
Él quería romper con su familia para crear algo propio.
Ella quería romper con su destino para ser más que una esposa.
Dos mundos. Dos culturas. Dos dolores distintos.
Un solo hilo invisible, que los uniría sin aviso…
Y sin remedio.