LIAM
A veces me pregunto cómo sería mi vida si hubiera nacido en otra familia.
Una donde el apellido no pesara tanto.
Una donde pudiera elegir libremente qué estudiar sin que eso significara traicionar generaciones.
Pero no.
Me tocó ser un Ashford.
Y en esta familia, las decisiones vienen marcadas por otros, mucho antes de que abras la boca.
Estudio Derecho. Y también Computación.
El primero por obligación.
El segundo, por supervivencia.
Desde niño supe que la política y las leyes eran la herencia no escrita de mi sangre.
Mi padre se encargó de dejarlo claro:
—Los Ashford no programan. Los Ashford gobiernan.
Pero lo mío nunca fueron los discursos vacíos ni los trajes bien planchados.
Mi mundo siempre fue digital. Silencioso. Lleno de códigos, algoritmos y lógica limpia, sin hipocresía.
A los catorce ya sabía hackear bases de datos. A los quince, había creado un software para encriptar correos personales.
A los dieciséis... ya sabía enterrar cadáveres.
Pero eso es otra historia.
Mis días son fríos. Metódicos.
Me levanto antes del amanecer. Corro.
No por salud, sino por mantener el cuerpo ocupado mientras la mente maquila escenarios imposibles.
Luego me ducho, desayuno solo, reviso las noticias de política local para no quedar como idiota frente a mis profesores de Derecho… y salgo.
La universidad es un lugar donde todos fingen ser algo.
Yo también lo hago.
Camino entre futuros jueces, políticos, fiscales...
Y escondo el hecho de que, entre clases de constitucional y civil, estoy escribiendo líneas de código en una app de reconocimiento facial para una empresa de seguridad en Europa.
Lo hago desde el baño. O desde el fondo de la biblioteca.
En medio de todo eso, apareció él:
Matthew Dearwood.
Lo conocí en el primer semestre.
Estábamos asignados como compañeros en el laboratorio de Derecho Digital —una clase diseñada para hacer creer a los abogados que entienden de tecnología.
Yo ya lo había notado antes. Era alto, reservado, con esa expresión que no sabes si es aburrimiento o serenidad.
Era bueno con las palabras, sí, pero no de esos que hablan para impresionar.
Tenía algo distinto. No era de familia política. No llevaba encima el apellido como una armadura.
Y, lo más raro: no le importaba el mío.
No me preguntó por mis hermanos.
Ni por mis padres.
Ni por qué evitaba hablar de mí.
Simplemente se sentó a mi lado y dijo:
—Si no entiendes esto, te explico. Pero vas a tener que anotar. No pienso repetirlo.
Así fue como me salvó de reprobar el semestre.
Yo no necesitaba ayuda con la parte técnica.
Pero el maldito formato jurídico del análisis de casos digitales me enredaba como si fuera chino.
Matt lo tenía claro. Me lo resumió. Me lo enseñó. Me dejó copiar un par de ideas.
Y no me juzgó por eso.
—Tienes cabeza para esto, pero estás en el lugar equivocado —me dijo un día.
—Lo sé —respondí.
Y desde entonces, fuimos amigos.
No tengo muchos.
Nunca los tuve.
Pero Matt...
Matt era distinto.
No le importaba que fuera frío.
No le molestaba que desapareciera por días.
No me pedía explicaciones.
Solo aparecía cuando lo necesitaba. O cuando yo lo necesitaba sin saberlo.
Nunca hablamos de lo que pasó cuando tenía dieciséis.
Nunca le conté sobre la noche de lluvia, ni el hoyo, ni el cuerpo.
Pero tengo la impresión de que, si algún día lo hiciera…
No se iría corriendo.
Hay cosas que simplemente no planeas.
Como la amistad.
Como volverte millonario antes de los 25.
O como aprender a amar… pero a través de otro.
Tenía diecinueve cuando fundamos BengalSoft.
No suena tan épico como parece.
Dos idiotas con laptops prestadas, café barato y una lista infinita de bugs.
Matt puso todos sus ahorros.
Yo, mi fideicomiso.
Una decisión que mi padre calificó como “la estupidez más grande que ha cometido un Ashford en esta generación”.
—Pudiste haber entrado a trabajar conmigo en el gabinete —me dijo en una cena, rodeado de aduladores, copas de vino tinto y su segundo whisky del día—. Pero prefieres jugar al emprendedor con ese… nerd.
Ese nerd era mi mejor amigo.
Y el único ser humano con el que podía sentarme en silencio sin sentir que me ahogaba.
Matt no hablaba mucho.
Pero cuando lo hacía, lo escuchabas.
Tenía esa mezcla de lógica brutal y sensibilidad dormida que lo hacía parecer más robot que persona…
Y sin embargo, era el único que me entendía sin tener que escarbar.
Mientras mis hermanos asistían a congresos y defendían a criminales con traje caro, yo dormía en la oficina, programando con Matt, comiendo ramen y soñando con sistemas de seguridad que ningún hacker pudiera romper.
No queríamos fama.
Queríamos control.
Y libertad.
Durante los primeros meses nadie creía en nosotros.
Dos graduados en ingeniería computacional con cara de estudiantes de preparatoria no inspiraban confianza.
Pero funcionó.
Matt era el cerebro estructurado.
Yo, el creativo que veía los huecos antes de que alguien los encontrara.
Éramos como un buen código: distintos, pero perfectamente integrables.
Éramos socios. Amigos. Hermanos elegidos.
A los veinte, todo el mundo me preguntaba lo mismo:
—¿Qué hace un Ashford en una oficina con un tipo que viste como si trabajara en el área de soporte técnico?
Y yo siempre respondía lo mismo:
—Matt es mi garantía de que no voy a terminar como ustedes: exitosos, pero solos y rodeados de mentirosos.
Porque él no juzga.
No pregunta.
No finge.
No necesita agradar.
Y yo... yo tampoco.
Descubrimos algo curioso a los 19:
Éramos atractivos.
No que antes no lo supiéramos, pero la fama —por mínima que fuera— y el aura de “hombres brillantes, jóvenes y arrogantes” tenía su propio encanto.
Y las mujeres...
Digamos que no faltaban.
Matt, siempre tan científico, decía que el sexo era una necesidad biológica.
Yo me burlaba de eso.
—Hermano, tú no coges. Tú realizas un experimento hormonal.
Y era cierto.
Mientras yo me dejaba llevar —fiestas, oficinas, baños de conferencias— Matt siempre lo hacía todo metódico: seguro, discreto, sin drama.
Pero cogía. Oh, sí. Más de lo que cualquiera podría imaginar.
Solo que, cuando terminaba, se vestía y se iba como si nada.
Sin contacto visual. Sin dulzura. Sin mentiras.
Yo... bueno, yo dejaba una nota.
Un gesto de cortesía.
Nos volvimos mujeriegos por costumbre.
No por vacío.
Sino porque nos sobraba energía y nos faltaba algo que aún no sabíamos nombrar.
BengalSoft creció.
Nosotros también.
Pero la esencia nunca cambió.
Matt y yo seguimos siendo dos tipos raros que confiamos solo el uno en el otro.
Yo sigo rechazando todas las ofertas de la política.
Mi padre ya dejó de invitarme.
Mis hermanos fingen que no existo.
No me importa.
Tengo lo que quiero.
Y si algo aprendí de la vida, es que no hay victoria más grande que no deberle nada a nadie.
Y entonces…
llegó Evi.
Yo tenía 22.
Recuerdo la primera vez que la vi.
Pequeña, ojos intensos, esa actitud de “te rompo la cara y después te abrazo”.
Una combinación letal para Matt.
Y para cualquiera.
Al principio pensé que sería otra más.
Matt nunca repetía.
No dejaba que ninguna pasara la barrera de su mundo privado.
Pero Evi no solo la cruzó.
Derrumbó todas las barreras.
No lo domesticó.
Lo humanizó.
De pronto, Matt sonreía más.
Dormía mejor.
Hablaba de cosas como muebles, películas, y desayunos.
Y yo, que siempre pensé que Matt no era capaz de sentir, lo vi mirarla como si ella hubiera reprogramado su código interno.
No voy a mentir.
La amé.
No por mí.
Sino por él.
Porque Evi no solo le dio amor.
Le dio una familia.
Y luego vino Damian.
Ese niño es...
Inexplicable.
Pequeño genio, raro como su padre, y fisicamente idéntico a Matthew, ERA SU CLON
Y esa risa que, juro por lo que sea, es capaz de limpiar cualquier día de mierda.
No soy de mostrar afecto.
Pero cuando ese mocoso me dice "tío Liam", algo dentro de mí se desarma un poquito.
SAANVI
A los dieciséis años dejé Nueva Delhi con una maleta, un pasaporte, y una promesa:
"Cinco años. Solo cinco. Y después, nadie volverá a decidir por mí."
Lo dije en silencio, apretando los dientes en el asiento del avión, con los ojos húmedos y la columna recta.
Porque si algo me enseñaron desde pequeña fue esto:
Una mujer no llora cuando parte.
Llora cuando se queda.
No fue fácil ganarme la beca.
Tampoco fue fácil terminar la preparatoria dos años antes que los demás.
Mientras mis amigas tejían sueños de bodas, yo me quedaba despierta hasta las tres de la mañana estudiando leyes constitucionales británicas y redactando ensayos con una linterna bajo las cobijas.
A veces me sentía sola.
Pero después recordaba a mi madre.
Su silencio.
Su fuerza.
Esa forma de protegerme sin hablar demasiado.
Fue ella quien intercedió cuando mi padre quiso casarme con Anil Patel a los quince.
—Déjala estudiar —le dijo—. No le quites eso todavía.
Y él, contra todo pronóstico, escuchó.
Crecí en una familia de siete hijos.
Cinco hombres, dos mujeres.
Mi hermana mayor, Aditi, se casó a los diecisiete.
Ahora tiene veintiséis y cuatro hijos.
La veo en videollamadas cada tanto.
Siempre con alguien llorando al fondo.
Siempre sonriente, pero con los ojos apagados.
Yo…
No quiero eso.
Al menos, no todavía.
Tal vez nunca.
Mi religión, mi cultura, mis raíces…
Lo respeto todo.
Pero no quiero que me definan.
Crecí cubriéndome el cuerpo.
Aprendiendo a bajar la mirada.
A decir “sí, papá” y a callar cuando los hombres hablaban.
Pero también crecí leyendo a Simone de Beauvoir a escondidas.
Anhelando las voces que decían que la mujer era más que un útero y un apellido compartido.
Cuando me aceptaron en Oxford, nadie aplaudió.
Mi padre asintió en silencio.
Mis hermanos bufaron con desdén.
—Oxford no te hará mejor esposa —me dijo uno de ellos.
Otro bromeó:
—Solo espero que no vuelvas embarazada.
Y el tercero…
Me miró con sinceridad, con ternura incluso, y me soltó como si nada:
—Anil Patel sigue preguntando por ti. No es tarde para aceptar su propuesta. Es un buen hombre. Podrías tener una vida cómoda, sin preocupaciones.
Y claro que era un buen hombre.
Anil siempre lo fue.
Jugábamos juntos de niños.
Éramos amigos.
Después, novios breves.
Primeros besos escondidos, primeros secretos compartidos.
Siempre me gustó.
Siempre me sentí segura con él.
Pero el problema era ese:
Demasiado seguro.
No quería quedarme en una casa.
No quería llenar cunas y vaciarme en el proceso.
No quería que mi vida terminara antes de los 25.
Y sobre todo…
No quería tener un solo hombre para toda la vida.
Me daba miedo.
En Oxford, todo era distinto.
El aire olía a historia.
La gente te miraba a los ojos.
Y nadie me preguntaba si ya estaba comprometida.
Los primeros meses fueron una mezcla de euforia, libertad… y una soledad profunda que me partía en dos por las noches.
Hasta que lo conocí.
El profesor Evans.
Tenía 34 años.
Ojos grises.
Una voz que parecía escrita por Shakespeare.
Me miró como si pudiera leerme entera.
Me hablaba como si mis ideas importaran.
Y por primera vez, me sentí vista.
De verdad.
Tenía diecinueve cuando me enamoré de él.
Y cuando me entregué, también.
Perdí la virginidad en su despacho.
No fue mágico.
Tampoco fue torpe.
Fue intenso.
Y real.
Por unas semanas, me sentí en una película.
Hasta que llegó el golpe:
Estaba casado.
Esperaba su segundo hijo.
Y por supuesto…
Yo era solo una distracción.
No lloré frente a él.
Solo le dije:
—Gracias por devolverme a la realidad.
Después lloré sola.
Durante días.
Hasta que se secó algo dentro de mí.
Desde entonces, salí con hombres.
Algunos simpáticos.
Otros vacíos.
Incluso volví a ver a Anil cuando viajó a Londres para un congreso familiar.
Salimos. Reímos.
Me besó.
Y por un instante, creí que tal vez…
Pero ya no era la misma.
Ya no entregaba mi corazón.
Eso jamás.
A veces me preguntaba si estaba rota.
O si simplemente me había adaptado a un mundo donde las mujeres que aman sin límites, son las que más sufren.
Así que decidí amar…
Pero con límites.
Solo lo justo.
Solo lo suficiente para no romperme.
Mi madre aún me escribe cada semana.
A veces me manda versos en hindi.
O recetas que no tengo tiempo de cocinar.
Pero siempre termina sus mensajes con lo mismo:
“Estoy orgullosa de ti.”
Y yo…
Yo vivo con eso como un escudo.
Porque sé que algún día volveré.
No con un marido.
Ni con hijos.
Sino con un título, un apellido respetado, y una vida que yo misma elegí.