Mañana, músculos y preparación

2650 Words
LIAM El sonido de la alarma no me molesta. Me despierta a las 5:30 como si fuera una orden militar, no una sugerencia. El cuerpo ya está condicionado. No porque me interese ser saludable o porque tenga algo que demostrar. Hago ejercicio porque me gusta durar más en la cama. Sí, así de simple. Tres series más de abdominales, y puedo aguantar veinte minutos extra encima de una desconocida. Eso es ciencia. Y yo creo en la ciencia. Corro cinco kilómetros. Me ducho con agua fría. Desayuno dos huevos, avena, una taza de café n***o y silencio. Después reviso el correo, ignoro los mensajes de las mujeres del fin de semana, borro las fotos que no pedí y me subo al coche. Otra mañana más. Otra jornada en BengalSoft, mi reino de código, caos y adultos funcionales con alma de niños sin supervisión. Al llegar a la oficina, la tensión me recibe como una ex novia mal cerrada. El equipo técnico está en crisis. Otra vez. Entré en la sala de desarrollo y lo supe al instante: tazas sucias, mochilas abiertas, papeles por todos lados y el código en pantalla lleno de errores que hasta Damian —el hijo de Matt, de apenas seis años— podría haber corregido en cinco minutos. —¿Qué carajos es esto? —pregunté sin subir la voz. A veces el verdadero poder está en el tono calmado. Más letal. Más claro. Uno de los programadores, el que siempre huele a papas fritas rancias, respondió con evasivas: —Estamos en fase de pruebas. Hay muchas variantes que pueden romper el módulo de seguridad… —¿Variantes como su incompetencia colectiva? —disparé sin pestañear—. Porque juro por lo que sea que si vuelvo a ver un error como este en producción, los lanzo por la ventana y pongo a Damian a codificar. Y créanme… él sí cobra barato. Nadie se rió. Pero uno murmuró algo sobre “ambiente tóxico”. Y ahí supe que era momento de parar la farsa. No era la primera vez. Yo mismo metí las manos al fuego por ese equipo cuando Matt quiso correrlos hace un año. Recuerdo exactamente lo que dijo en su momento: —Mi hijo de seis años programa mejor que esos idiotas juntos. Y tenía razón. Pero yo los defendí. Dije que mejorarían, que solo necesitaban liderazgo técnico y guía. Mentira. La verdad es que solo querían el cheque. Eran vagos. Desordenados. Sin disciplina. Y ahora… encima, creían que podían tomarme por pendejo. Me limpié las manos con el alcohol en gel más cercano, y dije en voz alta: —A las cinco, en Recursos Humanos. Quiero verlos a todos ahí. Traigan sus portafolios… o su carta de renuncia. Me fui sin esperar respuestas. Ni una disculpa. Ni una explicación. Solo ruido de sillas moviéndose y teclados pausados. Subí al piso ejecutivo y encontré a Matt en su oficina, revisando informes con esa concentración robótica que todavía conserva… aunque ahora se le noten más las arrugas de felicidad que las del estrés. Toqué dos veces la puerta. Él alzó la mirada. No dijo nada. Yo entré. —Voy a correr al equipo técnico —le solté, directo como siempre—. Me mintieron, se pasaron de listos, y siguen haciendo mal su trabajo. Ya tengo un par de candidatos para reemplazarlos. Gente nueva. Gente con hambre. Matt no parpadeó. Solo asintió. —Siempre creí que se estaban volviendo flojos. Hazlo. Entonces se recostó un poco en la silla, como si soltar esa decisión le aligerara los hombros. Y luego añadió, sin cambiar el tono: —Por cierto. Hoy a las cinco vamos a reunirnos con el nuevo equipo legal. —¿Ya lo contrataste? —Sí. Firma grande, más organizada. Nos conviene tenerlos después de cómo manejaron la demanda de plagio los anteriores. Asentí, sin necesidad de detalles. Matt era de pocas palabras cuando tomaba decisiones ejecutivas. Y yo sabía cuándo confiar en su juicio. —¿Y Evi? —pregunté mientras me servía un poco de su café—. ¿Cómo va el embarazo? —Cuatro meses ya —dijo con un pequeño destello en los ojos—. La próxima semana sabremos si es niño o niña. No soy de sonreír mucho. Pero con eso, no pude evitarlo. —Ojalá salga como Damian. Cerebro brillante y tolerancia cero para la estupidez. Matt sonrió también. —Con que no salga como tú, me doy por bien servido. —Entonces hay esperanza —le dije, bebiendo el café—. Al menos uno de los dos será padre responsable. Me miró. No dijo nada. Pero en sus ojos vi esa vieja complicidad de hermanos que no se necesitan explicar nada. Y entonces, como siempre… Volvimos al trabajo. Sin saber que esa tarde, alguien del pasado iba a volver a sentarse frente a nosotros. La sala de juntas olía a café recién hecho, madera pulida… y a ese aire espeso que solo se respira cuando estás a punto de tomar decisiones importantes. Matt estaba sentado frente a mí, revisando el expediente del nuevo contrato con el bufete legal, pero en realidad no leía. Tenía esa expresión de papá embobado que le sale cada vez que piensa en Evi o en Damian. Y como lo conozco, no me aguanté. —¿Ahora qué hizo tu pequeño genio? —pregunté, acomodándome en la silla con una taza de café entre las manos. Matt levantó la vista, con esa media sonrisa que solo le sale cuando está orgulloso de su hijo. —Rafa le contestó a un cliente por error —dijo—. Damian estaba probando un módulo de lenguaje natural y dejó conectado el chatbot al canal de atención real… El cliente pidió un reembolso, y Rafa le respondió que su queja era irrelevante porque “el algoritmo detecta que usted es tonto”. Solté la carcajada. —¿Eso le escribió el robot? —Palabras textuales —asintió Matt—. Aunque después Damian programó una disculpa automática que decía: “Lamento que mis algoritmos superen su comprensión emocional”. No podía parar de reír. —Ese niño va a dominar el mundo antes de cumplir doce. —Ya lo hace. Solo que todavía no cobra por hora —respondió Matt, con el orgullo colándosele por cada poro. Hablamos un rato más sobre Damian, sobre cómo le pidió a Matt que le regalara un dron “capaz de hacer vigilancia autónoma de comportamiento sospechoso”, y de cómo Evi había empezado a tener antojos tan específicos como "helado de vainilla con limón y Doritos Flaming Hot triturados encima". —Juro que lo vi comérselo —dijo Matt, negando con la cabeza—. Y después me pidió que le preparara otro igual... pero con pepino. —Eso no es antojo. Eso es una invocación demoníaca —murmuré, intentando no escupir el café por la risa. Pero detrás del sarcasmo, había algo más. Algo que no decía en voz alta. Ellos eran mi familia. Matt, Evi, Damian. Mi única constante. Mi único refugio. No necesitaba sangre para sentirlo. Ellos eran mi hogar. Y los iba a proteger, a los tres, siempre. Fue entonces cuando se abrió la puerta. Marla, nuestra asistente, entró como siempre: impecable, coqueta sin esfuerzo, con su cabello n***o liso cayéndole hasta la cintura y esos ojos azules enormes que no pasaban desapercibidos ni en una reunión con el Papa. —Ya llegaron los de la firma legal, ¿los hago pasar? —Sí, gracias, Marla —dijo Matt sin levantar la vista de la carpeta. Yo, por supuesto, la miré de reojo. No porque me interesara. Solo por hábito. Marla salió, y segundos después, la puerta volvió a abrirse. Entraron tres personas. Dos hombres: uno rondaba los cincuenta, canoso, rostro amable pero cansado. El otro era de unos cuarenta, más serio, traje ajustado, mirada dura. Una mujer mayor, delgada, elegante, con expresión de “sé más que tú aunque no hable”. Y luego… ella. La más joven. Cabello largo y suelto. Morena. Postura firme. Ropa sobria, profesional. Saanvi Devi. No pestañeé. Solo la observé mientras caminaba detrás de los demás, con esa manera tan suya de moverse: con seguridad, pero sin arrogancia. Como si supiera que el mundo no la va a regalar nada… y por eso lo toma sin pedir permiso. No dije nada. No mostré nada. Pero mi mente, por un segundo, se fue directo a esa noche. A su voz, a su rabia, a su boca. Y a la nota que le dejé sobre la almohada: "Gracias por la cerveza. Y por salvarnos en el juicio. Te debo otra ronda- L.A." Matt se levantó, les extendió la mano. —Bienvenidos. Gracias por venir. Somos Matthew Dearwood y Liam Ashford. La mujer mayor tomó la palabra primero, presentando a todos. —Un placer. Yo soy Patricia Negrete, socia fundadora. Él es Julián Rivas, nuestro director legal, y él, Francisco Morales, jefe del área de derecho corporativo. Y esta joven es la licenciada Saanvi Devi, especialista en derecho penal y tecnología. Formará parte del equipo asignado a su empresa. Matt le sonrió a Saanvi con reconocimiento. —Claro que la recuerdo. Fue parte clave en el caso de James. Gran trabajo, por cierto. Saanvi inclinó ligeramente la cabeza, profesional. —Gracias. Fue un honor colaborar en ese proceso. Yo me limité a asentir con la cabeza. Ni una palabra. Ni una señal. Como si no supiera cómo se ve desnuda. Como si no recordara que me dijo "ojalá no fueras tan idiota, porque me encantaría odiarte más" justo antes de besarme con odio y necesidad. Pero no. Eso ya no importaba. Ahora estábamos en una sala de juntas. Ella con su traje. Yo con mi máscara. Y si algo me enseñó la vida, es que todo se puede enterrar… con suficiente silencio. SAANVI Me despierto antes del amanecer, como siempre. No por obligación. Por hábito. Por estructura. Por paz. Hago mis oraciones en voz baja, sentada frente a la pequeña repisa de madera que tengo en el rincón del departamento. No es un altar completo. Solo lo esencial. Una figura de Lakshmi. Un poco de incienso. Silencio. Después, medito durante quince minutos. A veces logro concentrarme. A veces mi mente divaga en demandas, deadlines, y hombres que no valen la pena. Hoy es uno de esos días. Salgo a correr. Una hora exacta. Llevo mis audífonos puestos, escuchando una mezcla que solo yo podría tolerar: música tradicional hindú, sitar, cantos suaves… seguida por Florence + The Machine, The xx, y una que otra rola de Arctic Monkeys. Contrastes. Como yo. Corro por la zona residencial donde vivo. No es lujosa, pero es tranquila. No hay portero, pero sí vecinos que saludan con educación. Es suficiente. Vivo con Georgia, mi mejor amiga. Una inglesa rubia, liberal hasta la médula, con labios rojos todo el día y cero filtros en la boca. Cuando regreso, ya está despierta. Desayunando cereal sin leche, en ropa interior. —Te vi correr. Tu trasero se ve increíble —dice mientras sorbe su café como si no hubiera dicho nada raro. —Buenos días, Georgia —respondo, sonriendo sin sorpresa. —¿No has pensado en usar ese cuerpo para otra cosa que no sea caminar derecho? —¿Como qué? —No sé… bailar, follar, vivir. Algo ligero. —Yo medito. Tú gritas. Equilibramos el karma. —Por eso te amo —responde, levantando su taza. Georgia es un caos adorable. Fuma marihuana en su cuarto, trae ligues distintos cada semana y tiene más fotos en OnlyFans que en i********:. Pero me respeta. Nunca me empuja. Solo sugiere. Y yo… yo me río. Mientras corto un poco de papaya y mango, suena mi teléfono. Es una videollamada. Aditi. —¡¿Saanvi qué estás haciendo despierta tan temprano?! —grita mi hermana mayor, con un niño llorando en el fondo. —Son las ocho y media, Aditi. —¿Y estás sola? ¿No estás saliendo con nadie, verdad? —Buenos días también para ti. —Papá preguntó por ti. Y mamá no dice nada, pero ya sabes. Todos queremos lo mejor para ti. Y Anil… él sigue disponible, ¿eh? —Aditi… —Solo piénsalo. ¡Es un buen partido! Mira —dice, girando la cámara hacia su cocina, donde uno de sus hijos está jugando con un encendedor—. ¡¡RAJ!! ¡¡VAS A QUEMAR LA CASA!! —Tengo que colgar —murmura mientras corre tras el niño—. ¡Pero piénsalo! ¡Con Anil no tendrías que cocinar! ¡Él tiene sirvientes! Cuelga sin esperar respuesta. Respiro. Cuento hasta cinco. Dos minutos después entra una llamada más. Mamá. —Hola, beti —dice con suavidad. Esa palabra. Beti. Hija. Así, bajito, como si pudiera abrazarme a través de la pantalla. —¿Desayunaste? —Sí, mamá. —¿Estás bien? ¿No te sientes sola? —No. Georgia está aquí. Y tengo trabajo. —¿Alguien especial? Silencio. —Mamá… —No me digas nombres. Solo dime si alguien te hace sonreír. Pienso en varios rostros. Ninguno me hace sonreír. —Estoy bien sola. —Lo sé —dice—. Pero tú naciste para más que aguantar. Tú naciste para cambiar cosas. Eso me parte un poco. —Estoy orgullosa de ti —agrega—. Siempre lo estaré. Cuelgo, esta vez sonriendo. Pero no pasa mucho antes de que lleguen los mensajes. Kunal, el intermedio, el más metido en las actividades de la comunidad hindú en Estados Unidos, me manda enlaces. “Anil organizó una campaña de donación para los ancianos del templo.” “Anil fue entrevistado en la radio local.” Le respondo con un emoji. No merece más. Rajiv, el penúltimo, nunca volvió a hablarme desde que me fui a Oxford. Le mandé mensajes durante meses. Nunca respondió. Y Arjun, el mayor, el único con cerebro y corazón en equilibrio, me escribe: "Haz lo que tengas que hacer. No vuelvas por ellos. Vuelve por ti. Estamos orgullosos, Saanvi." Ese sí lo respondo. "Gracias, bhaiya. Estoy tratando. Todos los días." Y por último, Anil. Mensajes dulces. Fotos. Pequeños recuerdos. “Nunca te olvido.” “Nadie me entiende como tú.” Y claro… yo tampoco lo olvido. Solo que ya no lo deseo. Al menos no así. En la oficina, el día arranca con novedades. Mi jefe directo me llama. Dice que el director general quiere verme. Trago saliva. Pienso que quizá metí la pata. Pero no. Es todo lo contrario. —Por tu trabajo en el caso de James Harrington, el equipo considera que estás lista para ser parte de cuentas más grandes. —Gracias. —Hoy acompañarás a la directiva a una reunión con un nuevo cliente. Observa, escucha, aprende. Si todo va bien, podrías ser asignada al equipo legal completo. Asiento. Lo único que puedo decir es gracias. El resto lo guardo para mi interior. Un año más. Solo uno. Y después, Nueva Delhi ya no tendrá poder sobre mí. Horas después, estoy frente a una puerta de cristal. Del otro lado está el cliente. Me arreglé bien. Profesional. Precisa. Ni un cabello fuera de lugar. Entramos. Y entonces lo veo. Sentado, con su traje n***o y esa maldita expresión arrogante de siempre. Liam Ashford. Su cara no se me olvida. Y no por lo bueno que estuvo en la cama. Sino por lo cabrón que fue al final. La nota decía: "Gracias por la cerveza. Y por salvarnos el juicio. Te debo otra ronda. – L.A." Un asco de despedida. Pero aquí estoy. No por él. No por James. Ni por lo que me debe. Estoy aquí porque lo necesito. Un año más. Solo uno. Y después… soy libre. Y él… él no va a quitarme eso.
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