LIAM
No sabía cuánto tiempo llevaba sentado en mi oficina.
La ciudad se extendía tras los ventanales, indiferente, como si allá afuera no acabara de estallar mi maldito mundo en pedazos. En el escritorio tenía la libreta abierta con un dibujo incompleto, el mismo nombre garabateado que no había terminado de escribir desde
la mañana. No lo había terminado porque si lo hacía, tal vez aceptaría que me importaba.
Y me importaba.
Mierda, cómo me jodía admitirlo.
La puerta se abrió sin que me tomara la molestia de decir “adelante”. Solo Matt podía hacer eso. Solo él podía irrumpir en mi espacio sin que lo corriera a patadas.
Entró y cerró sin decir nada por unos segundos. Me miró. Yo no lo miré a él. Solo giré la pluma entre los dedos, esperando el juicio.
Y llegó.
—¿Se puede saber qué
