LIAM No dijimos nada por un buen rato. El laboratorio, que hace unas horas era solo cables, pantallas y código, se volvió otra cosa. Un refugio extraño, con olor a café viejo y a los perfumes mezclados de su piel y la mía. El silencio no pesaba; al contrario, parecía un lenguaje propio, uno que nadie más podría descifrar. Saanvi seguía en mis brazos, con la frente hundida en mi cuello. Yo no necesitaba verla; la sentía. Su respiración, lenta, acompasada, era el único metrónomo que podía calmar la tormenta que siempre llevo en el pecho. La apreté un poco más, como si pudiera fundirme con ella, y me descubrí murmurando casi sin voz: —No voy a dejarte. Ella no contestó de inmediato, pero sus dedos jugaron con el borde de mi camisa, como si ese gesto bastara para escribir su respuesta sob

