Huyendo
Mia Cáceres
Me encuentro con mi prima Verónica en una cafetería discreta, lejos de los lugares habituales. Ella acaba de deslizar un sobre hacia mí sobre la mesa. Dentro están el dinero en efectivo y los papeles falsos que le pedí. Mi corazón late con fuerza, consciente de que este paso cambiará mi vida para siempre. A mis diecisiete años, soy menor de edad, pero con estos documentos y una nueva identidad podré salir de Estados Unidos sin dejar rastro. Solo necesito unos meses lejos de todo; lejos de mi familia, de las miradas inquisitivas, de la presión.
—¿Mia, estás segura? —me pregunta Verónica con un tono bajo y nervioso, como si temiera que alguien pudiera escucharla. Sus ojos, siempre tan expresivos, reflejan preocupación. Sus manos tiemblan ligeramente al sostener su taza de café—. Ni siquiera conoces a ese hombre, solo lo viste una vez.
—Sí, yo necesito encontrarlo. —Mi voz suena firme, pero en el fondo me siento como una niña perdida. No puedo evitar morderme el labio mientras miro fijamente el sobre, buscando el valor que parece esconderse dentro—. Entiéndeme, Vero.
—Claro que te entiendo... —responde ella con un suspiro, apoyando la taza sobre la mesa. Sus dedos tamborilean sobre el borde de la mesa, un gesto que delata su incertidumbre—. Tus padres pensarán que estás conmigo. Mantendré el secreto todo lo que pueda, pero mi tía es muy hábil... Mejor no uses las tarjetas.
Negué con la cabeza, apretando los labios en una línea tensa. Sé que tiene razón, pero también sé que no hay vuelta atrás.
Verónica me llevó al aeropuerto al atardecer, el cielo pintado de naranjas y rosas como si intentara suavizar mi despedida. Su auto avanzaba en silencio; ninguno de las dos se atrevía a romperlo. Cuando llegamos, bajó conmigo y me ayudó con la maleta, como si fuera cualquier viaje normal. Pero sus ojos estaban vidriosos, y sus abrazos duraban un poco más de lo habitual.
Una vez que abordé el avión rumbo a México, me permití llorar. Las lágrimas rodaron por mis mejillas silenciosamente mientras miraba por la ventanilla. Estados Unidos que dejaba atrás parecía tan lejana como mi antigua vida. No estoy segura de lo que estoy haciendo, pero en lo más profundo de mi corazón algo me dice que es lo correcto. Que este salto al vacío, por aterrador que sea, es el único camino que puedo tomar.
Después de varias horas de vuelo, llegué a la Ciudad de México. El aire era denso, una mezcla de humedad y smog que me resultaba extraña, como si el ambiente quisiera recordarme que estaba muy lejos de casa. Siempre había sido la niña consentida de mi familia, aquella que nunca tenía que preocuparse por nada, pero sabía que este viaje sería diferente. No era ninguna inútil, y aunque mi corazón estaba inquieto, también estaba decidida.
La incertidumbre me golpeó con fuerza mientras arrastraba mi maleta por los pasillos del aeropuerto. Este país, tan lleno de historias que había escuchado en noticias o rumores, no me parecía el más seguro. Historias de niñas desaparecidas, vendidas, usadas... sacudían mi mente como una tormenta de advertencias. Pero no podía darme el lujo de paralizarme.
Respiré hondo y completé todos los trámites necesarios en el aeropuerto, intentando no parecer vulnerable. Observaba a las personas a mi alrededor: familias reunidas, hombres de negocios con prisas, turistas con mochilas gigantes. Nadie parecía prestarme atención, y sin embargo, yo sentía sus miradas, como si supieran que no pertenecía allí.
Cuando finalmente salí a la calle, el caos de la ciudad me envolvió. El tráfico, los gritos de los vendedores, los autos tocando el claxon... todo era abrumador. Necesitaba un plan, y rápido. Mi objetivo estaba claro: la Isla de Villa del Carmen. Sabía que estaba en México, pero no tenía idea de cómo llegar hasta allí.
Saqué mi teléfono y abrí el GPS, tratando de buscar una ruta sin levantar sospechas. Mis dedos temblaban mientras tecleaba "Villa del Carmen" en Google. El mapa me mostró varios caminos posibles, pero todos parecían complicados. Tomé aire otra vez, recordándome que no podía darme el lujo de parecer una adolescente perdida.
Mientras revisaba las opciones, intentaba mantener una postura segura, aunque por dentro sentía que cualquiera podría notar mi inexperiencia. Era una extraña en una ciudad desconocida, pero no podía darme el lujo de fallar. Este era solo el primer paso de muchos.
Tomé un taxi desde el aeropuerto hasta una parada de autobuses. El chofer, un hombre de unos cuarenta años, con barba rala y una gorra descolorida, intentó hacerme plática durante el trayecto.
—¿Primera vez en México? —me preguntó, echándome un vistazo a través del espejo retrovisor.
—Sí, pero me está esperando mi tío —respondí con seguridad, aunque mis manos sudaban ligeramente. Levanté la barbilla intentando parecer confiada—. Es policía, vive cerca de aquí.
El hombre asintió, pero no hizo más preguntas. Mi mentira parecía haber funcionado, aunque mi corazón latía con fuerza. Cada segundo que pasaba me recordaba lo lejos que estaba de mi zona de confort.
El autobús era viejo y ruidoso, pero después de algunas horas me dejó en el puerto. Allí, el olor del mar mezclado con el calor del sol me golpeó como una bofetada. Me acerqué a una pequeña caseta donde ofrecían traslados en lancha a Villa del Carmen. Después de pagar, me indicaron que esperara mi turno.
La lancha era pequeña, casi improvisada, y estaba repleta de pasajeros. Apenas había espacio para moverse, y todos estábamos prácticamente aplastados unos contra otros. El motor hacía un ruido ensordecedor mientras nos adentrábamos en el agua. El sol abrasador me caía directamente sobre la cabeza, y el aire pesado me hizo sentir sofocada.
Miré a mi alrededor: familias con niños pequeños, un par de hombres hablando en voz baja, y una mujer mayor que sostenía una bolsa de mercado con frutas. Intenté no llamar la atención, aunque mi aspecto de extranjera seguramente me delataba.
El trayecto se sintió eterno. Cada ola que golpeaba la lancha hacía que mi estómago diera un vuelco, y el calor era insoportable. Mi ropa estaba pegada a mi piel, y el sudor me caía por la frente. A pesar de la incomodidad, no dejé de mirar al horizonte. Cada minuto que pasaba me acercaba más a mi destino, y eso era lo único que importaba.