Capítulo 18

1444 Words
Lía “El eco del amanecer.” El amanecer llegó sin permiso. Ni Gael ni yo habíamos dormido realmente; él seguía en el sofá, con la chaqueta aún puesta, y yo miraba el reloj cada pocos minutos, fingiendo que el silencio era descanso. El mensaje seguía en la mesa, el móvil apagado, y entre nosotros, un aire espeso hecho de cosas que ninguno se atrevía a decir. Cuando la primera luz entró por la ventana, él se incorporó sin mirarme. —Voy a dar una vuelta. —No tienes que justificarte —murmuré, sin levantar la vista del café frío. Asintió y salió, dejando tras de sí el olor a tabaco y metal. Esa fue su manera de decir que no podía quedarse, aunque tampoco sabía marcharse del todo. Llegué al bar antes de abrir, con la rutina como escudo. Encendí las luces, puse la cafetera y dejé que el zumbido del agua hirviendo tapara mis pensamientos. Cada sonido era una excusa para no recordar la respiración de Gael a mi espalda cuando ambos fingíamos dormir. A media mañana, Óscar apareció con su chaqueta gastada y esa mirada que siempre parece saber más de lo que dice. Dejó una bolsa con pan sobre la barra. —Pensé que no habías desayunado. —Ni cenado —le respondí, intentando sonreír. —Entonces compensamos. Se sentó en el taburete de siempre. No pidió nada. Solo me miró un segundo más de lo necesario. —Tienes mala cara —dijo al fin. —Será el insomnio. —O las compañías. Clavé la mirada en la taza que secaba. —Si vienes a darme lecciones, ahórratelas. Sonrió apenas, sin ironía. —No. Vengo a recordarte que los lobos siempre avisan antes de morder. Guardé silencio. Esa frase no era suya; sonaba a historia vieja. —¿A quién mordieron esta vez, Óscar? —A mí —respondió, con una calma que dolía—. Hace años. Pensé que podía salvar a alguien que jugaba en un mundo demasiado sucio. Creí que bastaba con querer. Pero el fuego no se apaga con las manos. Se inclinó hacia mí, con la voz baja. —Lía, cuando empieces a pensar que puedes manejar el peligro, recuérdalo: el fuego siempre gana. Me quedé quieta, como si su advertencia hubiera congelado el aire. No pregunté más. Él dejó unas monedas en la barra, sabiendo que no se las cobraría. —Cuídate —dijo antes de irse—. Y no confíes en quien duerme tranquilo mientras tú vigilas la puerta. Lo vi alejarse por la calle, con las manos en los bolsillos, sin volver la vista. El sonido de la campanilla al cerrarse la puerta me devolvió al presente. Serví otro café, aunque no lo necesitaba. No era cafeína lo que me faltaba. Era aire. El resto del día pasó en automático, pero las palabras de Óscar siguieron ahí, repitiéndose entre los ruidos del bar: El fuego siempre gana. Y por primera vez, me pregunté si lo que me quemaba era el miedo… o Gael. Gael “El instinto del cazador.” No sabía qué me empujaba de vuelta a su puerta. Tal vez la imagen del mensaje sobre la mesa, o el modo en que ella me miró antes de fingir que todo estaba bien. Quizá era solo rabia, de la que se confunde con miedo. El reloj del coche marcaba las once y media cuando aparqué frente al edificio. Las luces del bar estaban apagadas, pero arriba, en su ventana, un resplandor tenue se colaba por las cortinas. No iba a tocar el timbre. No otra vez. Subí las escaleras despacio, escuchando el eco de mis propios pasos. Cuando abrió la puerta, no pareció sorprendida. —Sabía que volverías —dijo, sin dejarme entrar del todo. —No me gustó cómo quedamos. —¿Cuándo te ha gustado algo de lo que hacemos? La ironía le quedaba bien. La usaba como otros usan perfume: para disimular el temblor. —No deberías estar sola. —Estoy en mi casa, Gael. —Y él lo sabe —dije, dando un paso al frente. Su ceja se arqueó con fastidio. —¿“Él”? ¿Ahora le pones nombre al miedo? —No le pongas límites a lo que no entiendes. —No lo entiendo porque tú no lo explicas —replicó, cruzándose de brazos—. Vienes, me ordenas, desapareces. No eres mi guardián. La rabia me subió sin aviso. No porque me desafiara, sino porque tenía razón. —No intento ser tu guardián —dije, acercándome un paso más—. Intento que sigas viva. Ella rió, sin humor. —¿Y en qué momento te nombré mi salvador? La distancia entre ambos era mínima, el aire espeso. Podía oler su piel, esa mezcla de jabón barato y algo más dulce, más peligroso. —Tú no entiendes a esa gente, Lía —murmuré, bajando la voz—. No amenazan por diversión. No juegan. —Entonces dímelo, Gael. ¿Por qué lo hacen? —Porque pueden —dije, mirándola fijo—. Porque alguien les enseñó que el poder se gana haciendo sangrar a los demás. Hubo un silencio que dolió. Ella sostuvo mi mirada con desafío, pero sus manos temblaban apenas. —¿Y tú? —susurró—. ¿También aprendiste eso? Esa pregunta me golpeó como un disparo. Por un instante, quise decirle que sí, que había aprendido de los peores, que el hombre que ella veía no era más que un experimento de Anselmo. Pero no lo hice. En lugar de eso, di un paso más, hasta sentir su aliento mezclarse con el mío. —Yo aprendí a elegir —le dije—. Y hoy te elijo viva. No sé quién se movió primero. Solo sé que su espalda chocó contra la pared, y mi mano, sin permiso, buscó su rostro. El beso no fue suave. Fue la manera más torpe de pedirle que dejara de desafiar a la muerte. Ella respondió al principio, después se apartó bruscamente, con la respiración entrecortada. —Esto no es protección, Gael —susurró—. Es otra forma de quemarse. La miré unos segundos, intentando recuperar el aire. Tenía razón. Otra vez. Pero aún así no podía irme. —Entonces aléjate de mí —le dije, con voz baja—. O déjame hacer lo que sé hacer. —¿Cazar? —preguntó con ironía. —Proteger —respondí, aunque sonara igual de peligroso. Me marché sin mirar atrás. En la calle, el aire olía a lluvia, y el cielo parecía contener el mismo peso que yo. Encendí un cigarro sin querer fumarlo y pensé en su voz: “Esto no es protección, es otra forma de quemarse.” Tal vez lo era. Pero había algo peor que arder. Verla desaparecer en silencio. Lía “El silencio después del fuego.” La noche cayó temprano, o eso me pareció. Tal vez era yo la que se apagaba. Había cerrado el bar sin hablar con nadie, solo el eco del cierre metálico acompañándome. El aire olía a lluvia vieja, y cada sombra me devolvía algo parecido a un recuerdo. Gael no había vuelto, pero su presencia seguía en cada rincón. Una taza sobre la mesa. Su chaqueta colgada en la silla. El silencio que dejó cuando se marchó. Puse agua a hervir sin saber para qué. Necesitaba ruido. Algo que me recordara que el mundo todavía seguía. Cuando el móvil vibró sobre la encimera, me quedé mirándolo unos segundos. Ningún número, solo un mensaje: “No deberías dejar que te protejan tanto. Hace ruido.” Sentí un escalofrío recorrerme los brazos, lento, como si el cuerpo entendiera algo que la mente no quería aceptar. Apoyé las manos en la mesa, intentando no temblar. No respondí. No borré el mensaje. Solo lo dejé ahí, como una advertencia más. Me senté en el sofá donde Gael había dormido la noche anterior. La manta todavía conservaba su olor, una mezcla de tabaco y algo que dolía. Cerré los ojos. Las palabras de Óscar volvieron primero: “El fuego siempre gana.” Luego las de Gael: “Yo aprendí a elegir. Y hoy te elijo viva.” Y ahora este silencio nuevo, sin nombre, que pesaba más que los dos juntos. Tres advertencias. Tres formas distintas de decirme lo mismo: que ya no había vuelta atrás. Apagué la luz, pero no dormí. Solo observé la oscuridad y pensé que, tal vez, el peligro no venía de fuera. Tal vez era eso que se encendía dentro cada vez que él me miraba. El fuego, al final, no estaba en el mensaje. Estaba en mí.
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