Capítulo 19

1951 Words
Lía “Lo que no se dice.” Estuve todo el turno pensando en él. En la manera en que me miró antes de irse, en la línea de su mandíbula cuando dijo “entonces aléjate de mí”… y en lo poco que lo hice. El mensaje anónimo seguía grabado en mi cabeza, pero Gael era el ruido más fuerte de todos. Cuando lo vi entrar casi al final del turno, sentí un vuelco en el estómago. No era miedo. Era esa mezcla insoportable entre alivio y rabia que me provocaba solo él. Tenía las mangas arremangadas y el rostro más cansado que de costumbre. No pidió nada, solo se sentó en el taburete frente a mí y apoyó los codos en la barra. Su simple presencia hizo que todo el ruido del bar pareciera más lejano. —¿Vas a quedarte ahí mirándome o quieres algo? —le dije, rompiendo el silencio. —Un café. Y que no te vayas sin dormir otra vez. Bufé. —No estás a cargo de mis horas de sueño. —No. Pero si vas a desplomarte, prefiero que no sea cuando cierres el bar. Le serví el café sin responder. El vapor subía despacio, como si quisiera alargar ese momento absurdo donde ninguno decía lo que realmente importaba. Después de unos minutos, su voz volvió, más baja. —¿El mensaje? —Sigue ahí —admití. —¿Y tú? —También. Gael me miró con esa seriedad que usaba para desarmar a cualquiera. —No deberías tomártelo a la ligera. —No lo hago —respondí—. Pero tampoco voy a esconderme. —Siempre crees que puedes con todo. —Y tú siempre crees que puedes salvar a todos. Una sonrisa apenas visible se le escapó, cansada, resignada. Se inclinó hacia adelante, apoyando las manos sobre la barra. —¿Sabes lo que me pasa contigo? —murmuró—. Que cuando intento protegerte, termino sintiéndome yo en peligro. Esa frase me golpeó más de lo que quise admitir. El aire se volvió espeso, y solo el zumbido del viejo ventilador llenó el silencio. —No sabía que tenías debilidades —dije al fin, intentando sonar ligera. —Todos las tenemos. La diferencia es que yo las reconozco cuando me miran a los ojos. No supe qué contestar. Quizá porque por primera vez no lo sentí como una amenaza, sino como una confesión. Y eso era peor. El bar se fue vaciando hasta quedar solo el reloj marcando las doce. Gael seguía allí, con el vaso vacío y la mirada perdida. Yo ya había terminado de limpiar, pero no quería romper la calma. —Tu turno terminó hace rato —dijo él. —Y el tuyo también, supongo. —Yo no tengo turnos. Solo deudas. Guardó silencio unos segundos y añadió: —Anselmo me sacó de un sitio donde no tenía nombre. A veces pienso que todavía no sé si le debo mi vida… o la perdí cuando me la dio. Esa frase me dejó sin aire. No lo había oído hablar así nunca. Sin arrogancia, sin defensas, sin rabia. Solo verdad. —¿Por qué me lo cuentas? —pregunté. —Porque no confío en mucha gente. —¿Y confías en mí? —No. Pero quiero hacerlo. Nos quedamos así, frente a frente, hasta que el reloj marcó la una. Sabía que debía irme, pero había algo en su mirada que me retuvo. Esa mezcla de fuerza y cansancio que solo tienen los que ya han visto demasiado. Me di cuenta entonces de que no era el único que estaba intentando sobrevivir a sí mismo. Cuando se levantó para irse, dejó unas monedas sobre la barra que no hacía falta dejar. —Gracias —dijo simplemente. —¿Por qué? —Por no mirar hacia otro lado. Lo vi marcharse por la puerta y supe que esa noche no me iba a dejar dormir tampoco. Oscar “Los ojos que ven.” La conocía demasiado bien como para creerle cuando decía que estaba bien. Lía podía fingir serenidad con la misma habilidad con la que servía un café: pulso firme, sonrisa precisa, mirada que no dejaba escapar nada. Pero esa mañana algo había cambiado. Entré al bar antes de que terminara de abrir. La puerta estaba entreabierta y ella, detrás del mostrador, secaba vasos con una concentración innecesaria. El tipo de gesto que uno repite cuando quiere que el cuerpo calle lo que la mente grita. —Buenos días —saludé, apoyándome en la barra. —Demasiado temprano para hablar —respondió sin mirarme. Sonreí con paciencia. Llevaba años aprendiendo a leer sus silencios. Pedí un café, aunque sabía que ella ya lo tenía preparado. Era su forma de tenerme controlado: siempre un paso adelante. —¿Dormiste algo? —pregunté. —Lo justo. —¿Y el visitante? Ahí se detuvo. No hizo falta decir su nombre. Bastó con el leve temblor en la mano que sostenía la taza. —Vino a hablar —dijo al fin. —¿Y tú lo escuchaste? —¿Qué otra cosa podía hacer? Me acerqué un poco más, bajando la voz. —Podías haberle cerrado la puerta. Ella soltó una risa seca. —No me conoce tanto como para darme órdenes. —No, pero tú sí lo estás dejando entrar demasiado. La miré a los ojos. Había algo distinto: menos rabia, más duda. Y eso, en Lía, siempre era peligroso. —¿Sabes lo que más miedo me da, Óscar? —me preguntó—. No él. —¿Entonces qué? —Que me vea como soy. Suspiré. —Eso no es miedo, Lía. Eso es esperanza, y en este mundo es peor que el miedo. Ella giró la taza entre los dedos, pensativa. —Anoche me habló de su pasado. —¿Y tú del tuyo? —Solo lo necesario. —No existe “lo necesario” cuando se trata de heridas —le respondí—. Si se abren, sangran; si no, se pudren. Su expresión se endureció un poco, volviendo a ser la Lía que conocía. La que fingía que nada podía tocarla. —No empieces con tus metáforas, Óscar. —No empiezo. Termino —dije, dejando unas monedas sobre la barra—. Solo quiero que recuerdes algo: cuando alguien como Gael se muestra vulnerable, no está cediendo. Está avisando. Ella frunció el ceño. —¿Avisando de qué? —De que ya no piensa retroceder. Tomé mi abrigo y salí antes de que pudiera responder. Afuera, el aire olía a tormenta. Y por alguna razón, tuve la certeza de que esa tormenta ya tenía nombre. Gael “Miradas de pólvora.” El día había sido largo. Demasiado. Entre encargos, llamadas y esa sensación de que alguien movía los hilos por debajo de la mesa, terminé en el taller, solo, con las manos manchadas de grasa y la cabeza llena de ruido. Encendí un cigarro que no quería fumar y lo dejé en el borde del banco de trabajo. El humo subía lento, dibujando formas que se deshacían antes de entenderse. Así me sentía desde que Lía apareció: desarmado, incómodo, vivo. Estaba ajustando una pieza cuando escuché el ruido de unos pasos detrás. No era Héctor. Él siempre avisaba. El sonido de esos zapatos era distinto: más confiado, más… estudiado. —Bonito escondite para alguien que dice no esconderse —dijo una voz. No hizo falta girarme para reconocer el tono. Nico. Su forma de hablar tenía el veneno de quien no dispara, pero disfruta ver sangrar. Me giré despacio. Estaba apoyado en el marco de la puerta, con esa sonrisa sobrada que siempre usa la gente que confunde el respeto con el miedo. —¿Qué haces aquí? —pregunté. —Negocios. De los que no te incumben. —Entonces estás en el lugar equivocado. Rió, bajando la mirada hacia el cigarro que ardía. —No lo creo. Dicen que el fuego atrae al fuego. Me acerqué un paso. —No juegues conmigo, Nico. —¿Jugar? No. Solo me gusta conocer a los hombres que creen poder tocar lo que no les pertenece. El silencio que siguió fue peor que un golpe. No tuve que preguntar a qué se refería. Sus ojos hablaban de ella. De Lía. —No digas su nombre —le advertí. —No hace falta —respondió, encogiéndose de hombros—. Se le nota en la piel. A ti también. La rabia me recorrió como un pulso. Pero no le di el gusto de verme perder el control. No todavía. —Anselmo te dio un papel, no un reino —dije con calma—. Y si sigues cruzando líneas, no va a ser él quien te salve. Nico me miró en silencio, ladeando la cabeza. —Eso suena a amenaza. —No —respondí—. Suena a advertencia. Sonrió. Una sonrisa lenta, torcida, llena de algo que olía a guerra. —Entonces estamos empatados. Salió del taller con la misma tranquilidad con la que había entrado, dejando tras de sí el olor a perfume caro y peligro. El cigarro seguía ardiendo en el banco, consumiéndose solo. Lo apagué con los dedos, sin pensarlo. El dolor me recordó algo simple: las brasas, si no se apagan a tiempo, terminan prendiendo todo. Y yo ya había encendido demasiadas. Lía “El ruido del corazón.” Esa noche, el bar quedó en silencio antes de tiempo. No había música, ni risas, ni el sonido del ventilador dando vueltas sobre las cabezas cansadas. Solo yo, recogiendo vasos y apagando luces, con la mente en otro sitio. En él. Gael había pasado por la tarde, como si no hubiera dicho nada la noche anterior. Ni una pregunta, ni una disculpa, solo ese modo suyo de estar sin invadir. Me habló poco, pero cada palabra suya pesaba más que todas las conversaciones de la jornada. Y ahora, mientras cerraba la caja registradora, no podía dejar de pensar en lo que no dijo. El reloj marcaba las once y media cuando salí a la calle. La humedad pegaba en la piel como una advertencia. La ciudad dormía, pero yo no podía. Encendí un cigarro y caminé despacio, dejándome llevar por el sonido de mis propios pasos. Intenté convencerme de que todo seguía igual, que Gael era solo un cliente más, que las miradas y las palabras eran solo parte del cansancio. Pero mentirse también cansa. Lo peor no era lo que sentía. Era saber que no debía sentirlo. Me detuve frente a un escaparate, y el reflejo que me devolvió el cristal no era el de siempre. Tenía la mirada más blanda, el gesto más humano. Y eso me asustó más que cualquier amenaza. No se trataba de Nico, ni de los mensajes, ni de las sombras. Se trataba de mí. De lo que Gael había encendido sin permiso. “Cuando alguien como Gael se muestra vulnerable, no está cediendo. Está avisando.” Las palabras de Óscar me siguieron como un eco mientras subía las escaleras hacia mi piso. Avisando. De qué, no lo sabía. Pero lo sentía. Dentro, todo olía a café y a recuerdos que no quería recordar. La chaqueta de Gael seguía colgada donde la dejó. La toqué con la punta de los dedos, y un escalofrío me subió por la espalda. No la guardé. No podía. Era suya. Y dejarla ahí era mi manera de admitir que algo había cambiado. Apagué las luces y me quedé en la penumbra, escuchando el silencio. El corazón hacía más ruido que la calle entera. Por primera vez en mucho tiempo, no tenía miedo de estar sola. Tenía miedo de no volver a estarlo.
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