Lía
“Dicen que los hombres no insisten”
Dormí mal.
El reloj marcaba casi las once cuando abrí los ojos, y lo primero que pensé fue en que había vuelto a comportarme como una idiota.
Di vueltas toda la noche, no por calor ni por frío, sino porque cada vez que cerraba los ojos lo veía:
el tipo de la moto, su sonrisa torcida, esa mirada que no me soltó hasta el último segundo.
—No empieces, Lía —me dije al levantarme de golpe.
Fui hasta el baño y abrí el grifo de agua fría. Me miré al espejo con el cabello enredado, los labios resecos y el tatuaje brillando más de lo que quería.
Ese árbol seco parecía burlarse de mí, recordándome que ya había pasado por hombres que jugaban a encender hogueras donde solo quedaban cenizas.
No iba a caer otra vez.
No debía.
Me vestí con los vaqueros de siempre y una camiseta negra. Al salir de casa, forcé una sonrisa en el reflejo de la puerta del ascensor.
Porque aunque el mundo no me creyera, yo iba a repetirlo hasta convencerme:
No era mi tipo.
Ese hombre no era mi tipo.
Lo malo era que mis latidos empezaban a contradecirme.
Gael
"No la elegí. Ella me encontró."
El taller olía a aceite y metal caliente. Ese olor se me había pegado a la piel desde crío. Era lo único constante, lo único que nunca me fallaba.
—Hay un trabajo fácil —dijo Nico, entrando sin pedir permiso y tirando un sobre sobre la mesa.
Ni lo toqué.
—No hago esas cosas ya.
—Claro, y yo soy cura. —Se encendió un cigarro, echando el humo hacia el techo—. Anda, Gael, si te ponen la cifra justa, vuelves. Siempre vuelves.
Lo miré fijo, sin pestañear.
—No yo.
Me sostuvo la mirada un segundo y acabó riendo, como siempre que no conseguía lo que quería.
—¿Entonces qué? ¿Una de bar? —escupió con burla—. Las camareras duran lo que una copa. Y siempre piden más de lo que puedes dar.
No respondí.
No lo iba a hacer.
Pero la imagen se me cruzó sola, sin permiso: pelo rojo cayendo sobre el hombro, ojos que no me buscaron ni un instante, labios que no se abrieron para regalarme una sonrisa.
Nada. No me dio nada.
Y aún así, llevaba todo el día con esa mujer atravesándome la cabeza.
No era lo que dijo, ni cómo se movía.
Era lo que no hizo.
Lo que se negó a darme.
Me limpié las manos en el trapo, agarré la chaqueta y salí del taller.
—No la elegí —murmuré para mí mismo—. Ella me encontró.
Lía
"No esperaba verlo ahí."
El aire del bar estaba cargado de humo y rutina, como siempre.
Nada nuevo.
O al menos eso me repetía mientras me ataba el delantal detrás de la barra.
Intenté convencer a Héctor de cambiarme el turno. Le dije que estaba cansada, que necesitaba salir antes. Me miró con esa media sonrisa suya, la que siempre significa un no disfrazado de calma.
Así que me quedé. No había opción.
—¿Va todo bien? —preguntó Julia, mi compañera, mientras llenaba un cubo de hielo.
—Perfecto —mentí, sin parpadear.
Me acomodé el mechón rebelde detrás de la oreja y salí a atender la primera mesa.
Un grupo de chicos hacía ruido en la esquina, nada fuera de lo normal.
Coloqué vasos, serví copas, fingí sonrisas.
Hasta que lo sentí.
Esa presión invisible en la nuca.
Ese cosquilleo en la piel que no viene del frío ni del calor, sino de una mirada clavada en ti.
Me giré.
Y ahí estaba.
El de la moto.
En la barra.
Sentado como si siempre hubiera pertenecido a ese lugar.
No me sonrió.
No dijo nada.
Solo me miraba.
Como si me hubiera estado esperando.
Y yo… yo odié lo que sentí en ese momento.
La rabia de querer irme.
El miedo de quedarme.
Y lo peor: ese pulso acelerado, traidor, que me recordaba que hacía mucho no me sentía así.
Me obligué a seguir con el trabajo.
A servir copas, a cobrar cuentas, a fingir normalidad.
Pero cada vez que levantaba la vista, sus ojos estaban ahí, oscuros, constantes.
No había tocado mi mano.
No había rozado ni un centímetro de mi piel.
Y aún así, la tensión me recorría como electricidad contenida.
Quise odiarlo por eso.
Quise odiarme más aún por notarlo.
Gael
"Con la mirada basta."
El bar seguía siendo el mismo agujero ruidoso de la noche anterior.
Pero había algo distinto: ella.
Más erguida, más desafiante, como si quisiera convencer al mundo de que nada podía moverla.
A mí no me engañaba.
Me senté en la misma mesa, pedí lo mismo, y no aparté la vista ni un segundo.
Fue entonces cuando apareció el imbécil de turno.
Un borrachín de sonrisa torcida que se creía gracioso, acercándose a la barra con más alcohol que sangre en las venas.
—Vamos, Lía, dame otra ronda y esa sonrisa tuya —soltó, inclinándose demasiado hacia ella.
Ella apretó los labios, seca.
—Lo que quieras beber, Sergio.
El tipo rio, alargando la mano como si pudiera rozarla.
Y ahí sí.
No me levanté, no le grité, no lo toqué.
No hizo falta.
Me eché hacia atrás en la silla, abrí los brazos sobre el respaldo y lo miré fijo.
Un segundo.
Dos.
Tres.
La sangre se le heló. Lo vi.
Se retiró con una carcajada forzada, murmurando algo que no me importó entender.
Se fue a su mesa como un perro al que le quitan el hueso.
Ella me miró entonces.
Directo a los ojos.
No agradeció.
No sonrió.
Pero tampoco apartó la vista al instante.
Ese segundo de más me bastó.
Con la mirada basta.
El dueño del bar, Héctor, se quedó observándome desde la puerta de la cocina.
Atlético, guaperas, curtido en mil noches como esta.
Sabía lo que veía: un tipo que trae problemas.
No dijo nada.
Solo se cruzó de brazos, evaluándome.
Yo tampoco hablé.
Pero por dentro, la decisión ya estaba tomada:
Ese bar podía ser de Héctor, pero esa mujer ya jugaba en mi terreno.
Lía
"Ese tipo no era mi tipo."
El turno había terminado.
La barra limpia, las luces medio apagadas, y yo salí a la puerta como siempre, buscando un respiro que no oliera a cerveza derramada ni a grasa de cocina.
El aire frío de la madrugada me golpeó en la cara.
No era un bosque celta ni una playa del norte, pero era lo más cerca que podía estar de la vida que en silencio anhelaba.
Me abracé a mí misma y cerré los ojos un segundo.
Solo un segundo.
Entonces lo sentí.
Esa presencia. Ese peso.
—Deberías dejar de trabajar en sitios como este —dijo su voz a mi espalda.
No me giré.
No iba a darle el gusto.
—Y tú deberías dejar de aparecer donde no te llaman —respondí, sin abrir los ojos.
Lo escuché acercarse. Dos pasos. Lo justo para invadir mi espacio sin tocarlo. El olor a cuero y metal se mezcló con el aire nocturno, y mi piel se tensó.
Abrí los ojos y lo miré.
Él no sonreía.
Tampoco se disculpaba.
Solo estaba ahí, mirándome como si yo fuera el único reto que le importaba.
Silencio.
Pesado. Intenso.
—Mañana. Misma hora —dijo al fin, como si dictara una sentencia.
Quise responder. Decirle que no, que estaba loco, que conmigo no.
Pero nada salió.
Yo, que siempre tenía una réplica, me quedé muda.
Él se giró despacio. Caminó sin casco, sin prisa, como si supiera que ya había ganado esta noche.
Yo me quedé allí, en la puerta, aspirando aire frío y tratando de convencerme de que no me importaba.
De que no era mi tipo.
Ese tipo no era mi tipo.
Pero mis latidos no opinaban lo mismo.