Lía
“El cazador en mis pensamientos”
Estaba en mi cama después de otra noche complicada. No sé qué fue peor: si él mandando con Julia la servilleta, o yo intentando poner orden en algo que no lo tiene.
Mi rutina al llegar a casa es casi automática… excepto cuando cierto hombre de casco decide irrumpir en mi vida. Llego, me saco los zapatos —pobres, ya tienen más millas que una carretera en desuso—, le doy de comer a mis peces y luego entro a la ducha.
Mientras el agua caía sobre mi cabello cerré los ojos y, por un instante, lo imaginé tocando mi cuerpo.
Dios… debo dejar de pensar en él o terminaré perdiendo la cabeza.
Después preparé un café con leche, porque parece ser el único líquido caliente que en vez de darme insomnio me adormece, y me recosté en la cama con la taza entre las manos.
Entonces vi el pantalón tirado en la silla.
Metí la mano en el bolsillo y saqué la servilleta.
“Gael.”
No sé si creer que es su verdadero nombre o uno de esos que usan los cazadores cuando salen de caza. Porque él desprende ese aroma: el de un depredador. Uno que aprendí a mantener a cien kilómetros de mí.
Me gustó el nombre. Lo dije en voz alta, y enseguida me reprendí a mí misma por dejarlo salir de mis labios. Ya me había costado casi la vida un hombre como él. Debía mantenerme lejos.
Gael… me gusta, no puedo evitarlo.
Por un impulso metí el papel en el cajón de la mesilla de noche, apagué la luz y me bebí lo que quedaba del café. Solo esperaba que la noche, por una vez, me dejara descansar.
Gael
“Moverse o caer”
Desde que llegué a esta zona y descubrí este bar me lo paso patrullando. Da igual la hora que sea o lo lejos que me quede del sitio donde voy, siempre termino pasando por aquí. Necesito verla, aunque sea de lejos.
Si me arriesgo a que me pille frente a la puerta de su casa, se volverá a enfadar. Y ahora lo último que necesito es que me cierre el acceso a su vida. Menos todavía cuando el imbécil de Nico ha decidido meter las narices en mis asuntos.
No había terminado de repetirme esas cosas cuando lo vi entrar al bar.
Donde trabaja Lía.
Lo conozco demasiado bien: con esa sonrisa falsa y la carisma barata que le regaló la vida, saca información sin mover un dedo. Así que estacioné la moto y entré detrás de él.
Si quiere meterse con ella, tendrá que pasar por encima de mí.
Y eso le va a costar caro.
Dentro, el ambiente era distinto al de la noche: familias comiendo, menos lobos solitarios buscando distracción.
Lo encontré en mi mesa, con una de las camareras y esa maldita sonrisita.
Pidió lo suyo… y pidió otra para mí.
Se la pusieron delante justo cuando me acerqué.
Saltó un poco de la silla al verme.
Me gustó. Eso significaba que lo había pillado sin excusas.
Sonreí con calma.
—¿Qué haces aquí?
—Lo mismo que tú —contestó, ladeando la cabeza—. ¿O acaso no estás por negocios?
Me incliné hacia él.
—Ya es hora de movernos. Sabes que hemos pasado demasiado tiempo aquí. Y los negocios no esperan.
Nico arqueó una ceja, sin creérselo del todo.
—¿Ya te olvidaste de la pelirroja?
No parpadeé.
—Mejor que nadie sabes lo que significa quedarnos más de la cuenta. Si quieres rendir explicaciones tú, que eres el sobrino, adelante.
El golpe le caló. No le gustó nada que usara esa carta, pero no me importó.
Era lo mínimo que podía hacer para sacarla del embrollo en el que yo mismo la había metido.
Lía
"Un recuerdo que arde."
Siempre es un caos cambiar el turno: bandejas llenas de cristales, bebida que reponer, los ojos cansados del chaval del turno de la mañana. Me hacía recordar a mí cuando Héctor me dio la oportunidad de redimirme.
—Esto es una mierda —me soltó mientras se sacaba el mandil y se iba al vestuario.
Menuda novedad que me acababa de dar el niño.
Sé que aún le falta experiencia, y si sigue sin faltar un solo día, se acostumbrará. Este oficio es cansador, pero tiene sus recompensas y, sobre todo, paga facturas.
Estaba en esas cuando Julia apareció con esa sonrisa que significa una sola cosa: hubo drama en el turno de la mañana.
Metí la primera tanda de vasos en el lavavajillas.
—Julia, hoy vamos a tener cien cenas. Mejor céntrate y dime qué pasó, sin rodeos. O déjame arreglar este desastre antes de que llegue la hora punta.
Ella me hizo un puchero.
—Siempre le quitas lo divertido a todo.
Rodé los ojos y seguí trabajando, hasta que al fin lo soltó:
—El guaperas que acompaña al de la moto… se pelearon. Héctor tuvo que intervenir.
Me quedé con el paño en la mano.
Julia siguió:
—Les dijo que, si querían volver a entrar, más les valía encontrar sus modales donde los habían perdido.
Pasé las manos por mi cabeza, intentando frenar el ardor que me subía al pecho.
Sé que Héctor no es ingenuo, pero a esos tipos una provocación así puede salirle muy cara.
Lo sé porque ya lo viví.
Vi a Manuel prender fuego a un coche por menos.
Y lo peor es que los detalles… los tenía justo el hombre del que intento mantenerme lejos.
Gael
“No huyo.”
No estaba tranquilo. Menos después de la movida que tuvimos Nico y yo en el bar donde trabaja Lía. Héctor nos echó —con razón— y me soltó que volviera cuando encontrara los modales que había perdido. Me dolió. Mi abuela me había peleado por lo único que nunca debía faltar: la educación.
Me quedé cerca de la puerta, fumando, dándole vueltas a la idea de sacarla del radar de Nico; era evidente, pero no tenía un plan. Esperaría y, si hacía falta, improvisaría cuando la viera.
No tardó en llegar. Su pelo rojo se agitaba con la luz del atardecer y, joder, era un puto cuadro: hermosa y peligrosa al mismo tiempo. Iba con los cascos morados puestos —ese refugio suyo— y un perfume de jazmín y vainilla que me atravesó la cabeza y me obligó a contener el impulso de acercarme.
Apagué el cigarro y entré. La barra era un caos: vasos, comandas, gente... pero yo tenía una misión: convencerla de que se alejara de esa zona. Ni más ni menos.
Me planté en la barra justo cuando dejó una cerveza. Su mirada me fulminó: sabía que había estado ahí desde el principio. Le dije, directo:
—Tienes que irte de esta zona.
Su cara fue un mapa: sorpresa, enfado, desprecio. Tiró la mano de la mía como si la hubiera recibido una descarga.
—No me pienso ir de ningún sitio —respondió—. ¿Quién te crees que eres para decirme qué hacer?
No me tenía miedo. Eso me cabreó y me gustó a partes iguales. Me dio ganas de robarle un beso y al mismo tiempo me dejó plantado viendo cómo bailaba entre copas y platos, como si nada.
No es una broma —le dije, apretando la voz para que entendiera que no era juego.
—Te lo repito —me soltó, alto, sin importarle quién la oyera—: no le debo nada a nadie. No voy a salir huyendo por lo que digas. Sigue en tu mundo, que yo me quedo en el mío.
Me dejó con la cerveza intacta frente a mí y sin respuesta coherente para arreglar lo que me había salido. Me marché con la rabia pegada en la boca y una certeza que quemaba: no la podría sacar con órdenes. Si quería protegerla, tendría que remangarme y ensuciarme de otra manera.
Lía
“Entre la espada y la moto.”
No me gusta que me digan qué hacer. Generalmente termino haciendo lo contrario, aunque esta vez lo que me desconcertó no fueron las palabras de Gael, sino la chispa que vi en sus ojos. ¿Era miedo? ¿Era rabia? No lo sé.
Su calor en mi mano me dejó temblando, pero su advertencia activó en mí esa parte que nunca se deja domesticar: no soy uno de tus reclutas, no me vas a dar órdenes.
El turno terminó, y yo seguía rumiando la escena como si no pudiera soltarla. Guardé las botellas, limpié la barra y colgué el mandil. Tenía la mente más revuelta que las copas sucias en el lavavajillas.
Fue entonces cuando lo vi.
El imbécil del colega de Gael me cerró el paso en la puerta, bloqueándome como si fuera dueño del callejón.
—¿Me dejas pasar? —escupí, con ese tono despectivo que me sale natural aunque no lo quiera.
Él sonrió como quien se cree irresistible.
—Eres muy guapa para estar trabajando de camarera. Si quieres, tú y yo podríamos ser algo inolvidable.
Por un segundo pensé que el palo de la escoba apoyado contra la pared me vendría de lujo para reventarle la sonrisa.
Entonces escuché el rugido.
La moto de Gael frenó detrás de él. El sonido me recorrió la piel como un escalofrío. No sé de dónde saqué el coraje, pero mi voz salió clara, fuerte, como si lo hubiera ensayado:
—¡Gael! —grité—. Qué bueno que has llegado.
El tipo se giró justo a tiempo para ver cómo yo me lanzaba hacia Gael sin dejarle ni quitarse el casco.
Le rodeé con los brazos y sentí el peso de su cuerpo firme, la sorpresa en su postura.
—Sácame de aquí —le susurré, clavando el abrazo como si hubiera sido planeado.
Y lo dejé a él, al otro, plantado, con la figura congelada y la boca abierta, sin saber qué demonios acababa de pasar.