Capítulo 1.2:Marcus.

1925 Words
Aplaudía tres veces con un ritmo marcial, luego silbaba una nota larga y clara. Después, cuatro aplausos más, seguidos de otro silbido. Y volvía a empezar. Tres aplausos, un silbido. Cuatro aplausos, un silbido. Un patrón absurdo e inquietante que resonaba en el parque vacío y que hacía que los instintos de Marcus se pusieran en alerta máxima. La mujer avanzaba con pasos lentos y deliberados, girando la cabeza de izquierda a derecha como un péndulo humano, sin interrumpir su ritmo de aplausos y silbidos. Marcus la observaba, fascinado e intrigado. Tenía la clara sensación de que estaba buscando algo, y que ese algo no era el camino hacia el quiosco. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Marcus pudo estudiarla. No tendría más de veinte años. Llevaba el cabello oscuro cortado de forma asimétrica y peinado con brusquedad hacia el lado izquierdo. Su rostro pálido hacía que el rímel n***o, aplicado con exceso, pareciera la máscara de una aparición. De su hombro colgaba un bolso bandolera n***o, adornado con el estampado de una luna menguante y una estrella. Su atuendo—una playera negra de manga corta y jeans rasgados—resultaba absurdamente veraniego para el manto frío de la neblina matutina. De pronto, cesó su ritual sonoro. Se acercó a Marcus con decisión, clavándole una mirada fija que pronto se curvó en una sonrisa ladeada. Al estar frente a él, alcanzó un cigarrillo que llevaba detrás de la oreja izquierda y lo colocó entre sus labios. Sus manos revolvieron los bolsillos del jeans y luego el interior del bolso con una urgencia caótica. —¿Fuego? —preguntó, la voz un poco ronca. Marcus negó con la cabeza y mostró sus manos vacías. —Ya fue —masculló, con un dejo de irritación. —. ¿No has visto un perro? —¿Un perro? —repitió Marcus, desconcertado—. ¿Qué tipo de perro? —Un perro. Ya sabes, cola, cuatro patas, hace "guau"… —Soltó una carcajada áspera al ver la perplejidad del joven—. Ay, perdón. Vi la oportunidad y no pude evitarlo —se excusó, aún con una sonrisa burlona—. Es que… un perro r**a Alaska. Blanco con gris. Se perdió. —Lo siento —se limitó a decir Marcus—. No he visto ningún perro, al menos no como el que describes. —Demonios. Y eso que hay una recompensa jugosa —dio una calada, muy larga—. Mira —Abrió de nuevo el bolso y sacó un volante doblado. Se lo extendió a Marcus. Era una hoja con la fotografía de un cachorro Alaska, exactamente como ella lo había descrito: blanco con manchas grises en el lomo y una cola rizada. Pero lo que detuvo la respiración de Marcus no fue el perro, sino el fondo de la imagen. Ahí, con una sonrisa que le partía la cara, estaba un niño de unos siete años. Llevaba el cabello corto y una playera blanca con un estampado que Marcus reconoció al instante: dos peces de colores y la leyenda "¿Qué le dice un pez a otro? -NADA-". La cara del niño le resultó vagamente familiar, pero fue la playera la que le provocó un escalofrío. La había visto antes. —Bueno, Marc —dijo la chica, arrancándolo de su ensimismamiento—. Ahí está mi número, en la hoja. Muéstraselo a tus amigos, a ver si lo han visto. Estoy dispuesta a compartir la recompensa. Sin esperar respuesta, dio una última y profunda calada al cigarrillo, lo aplastó bajo la suela de su bota y se alejó, reiniciando de inmediato su secuencia de aplausos y silbidos. Marcus se quedó mirando el volante. "¿Marc?", pensó, con un nudo de inquietud en el estómago. "No le dije mi nombre". Trató de convencerse de que había sido un error auditivo, que quizás ella había dicho "muchacho". Al final, con un gesto de fastidio, dobló la hoja y la guardó en el bolsillo de su pantalón, decidido a no darle más importancia. Poco después, aparecieron Cecil y Gabriel, entrelazados como enredaderas. Cecil, con su melena oscura recogida en dos trenzas y sus gruesos lentes de pasta, se aferraba al brazo de Gabriel con una posesividad que hacía que ambos caminaran al borde del tropiezo. Llevaban tres semanas de novios, un récord para ella. Gabriel, en contraste, era la imagen de la armonía juvenil: delgado, de facciones finas y un rostro tan impecable que parecia esculpido en porcelana. Su cabello sedoso, oscuro y desordenadamente largo, era un imán para las miradas, lo que convertía a Cecil en una centinela de celos perpetua. Marcus había sido testigo en más de una escena donde sus arrebatos de ira ahuyentaban a cualquier chica que osara dirigirle la palabra a su novio. —¿Listos? —preguntó Marcus, cortésmente, alegre y motivado. —Sí —respondió Gabriel con una sonrisa fácil. Cecil, sin soltar el brazo de su novio, se limitó a un murmullo de aprobación. Se sentaron en una banca, dejando caer sus mochilas con un suspiro de alivio. A las 7:30, la llegada de Maya, Alicia y el padre de Maya cambió la dinámica del grupo. Maya era, simplemente, deslumbrante. Aún bajo cinco capas de ropa, su figura curvilínea era imposible de disimular. Su cabello rizado y n***o caía como una cascada hasta la espalda baja, enmarcando unos grandes ojos color miel. A su lado, Alicia, con su cabello castaño y liso cortado a la altura de la barbilla, pasaba desapercibida, su alta estatura como único atributo notable. El padre de Maya, un hombre de mirada escrutadora, cargaba una maleta rosa igual de voluminosa que la de Marcus. —Buen día, señor —saludó Marcus, tendiendo la mano con un respeto que sentía obligatorio. El hombre le estrechó la mano con un apretón firme y una inclinación de cabeza. Su mirada recorrió a Marcus de arriba abajo, evaluándolo. —Buen día. Cuiden de mi hija —dijo, más una orden que una petición. Marcus luego se volvió hacia las chicas, saludándolas con un beso en la mejilla, como era su costumbre. —Hace frío, ¿no? —comentó, viendo cómo tiritaban a pesar de sus abrigos. —Te pusiste nerviosa, ¿verdad? —susurró Alicia a Maya, con sorna. —Cállate, nos va a oír —repuso Maya, dándole un codazo disimulado. Marcus, que lo había oído todo, prefirió alejarse. La historia con Maya era un capítulo incómodo. Su breve noviazgo había nacido de su propio despecho, un intento vano de darle celos a otra. Maya, ignorante de esto, había quedado con el corazón encogido. Él sabía que ella aún coqueteaba con la idea de una reconciliación, pero sus sentimientos seguían anclados en la chica que lo había rechazado. Fernanda. Diez minutos después, Martín llegó como un torbellino, jadeante y con el rostro marcado por una batalla perdida contra el acné. Su corte de cabello "taper" no podía distraer la atención de su piel, llena de costras y de un grano particularmente enfurecido en la punta de su nariz aguileña. Llevaba una mochila y una bolsa de plástico con una pelota dentro. —¡Y… eso… que, me quedé dormido! —logró articular entre toses, raspándose la garganta para luego escupir al suelo—. ¿Cómo ves? ¡No fui el último! —dijo, como si hubiera ganado una maratón. Se acercó a Marcus y se saludaron con un choque de puños. Martín se dejó caer en una banca y, con desesperación, rebuscó en su mochila hasta encontrar su cartera. Al abrirla, Marcus, sin querer, vio el fajo de billetes en su interior. "Fácilmente cinco mil pesos", calculó, impresionado. Martín extrajo un billete de quinientos y se lo ofreció. —La cooperación —dijo, aún sin aliento. —Guárdalo —lo detuvo Marcus—. Recaudaremos allá. Es peligroso andar con tanto dinero encima. Casi de inmediato, aparecieron Sam y Gloria. Sam, menuda y delgada, caminaba al lado de Gloria, quien, con una complexión tan atlética como la de Marcus, cargaba sin esfuerzo una pesada bolsa de mandado que, en realidad, pertenecía a Sam. El grupo se fue cerrando, tejiendo una red de conversaciones cordiales. Todos, en algún momento, intentaban entablar charla con Marcus, quien respondía con amabilidad, consolidando su papel como líder natural. Sin embargo, cuando el reloj marcó las 8:00, una corriente de impaciencia comenzó a circular. Faltaban dos personas. —Quedamos que a las 8:30 nos iríamos —recordó Marcus, y su tono calmado bastó para aquietar los murmuros, al menos por un rato. —Tal vez… Fernanda se arrepintió —sugirió Maya, con genuina preocupación—. Ya saben, ella no quería venir mucho. Al escuchar el nombre, Marcus sintió una punzada de ansiedad en el pecho. Su más profundo deseo era que ella sí apareciera. —Bueno, si no vienen ni Ángela ni Fernanda, pues ni modo, ¿verdad, Marcus? —preguntó Martín, fingiendo una indiferencia que no sentía. —Supongo —mintió Marcus, imitando su tono. —No lo sé de Ángela, pero sin Fernanda, ¿no sería mejor? —cuestionó Alicia—. Ella es… muy complicada. —¡Oh, por Dios, no! —se apresuró a decir Maya, lanzando una mirada de advertencia—. No lo digas ni de chiste. Fernanda puede ser un tanto… especial, pero hay que ser tolerantes —buscó la aprobación de Marcus con la mirada—. ¿Verdad, Marcus? —Yo qué sé —espetó él, y su semblante se nubló de inmediato—. Si ella no quiere venir, pues ni modo. No es como si no nos fuéramos a divertir sin ella. Ella se lo pierde. Guardaba las apariencias con la destreza de un actor, negando con cada fibra de su ser el torbellino de esperanza que Fernanda desataba en él. El reloj marcó las 8:30 con una crudeza inapelable. Ni rastro de Fernanda ni de Ángela. Una punzada de decepción atravesó el pecho de Marcus, pero la ahogó de inmediato bajo una máscara de determinación. —Bueno, no podemos esperar más —anunció, con una voz más firme de lo que sentía—. Vamos al paradero. —¡Esperen! —suplicó Maya—. Sólo cinco minutos más. Su propuesta se perdió en el aire. El grupo, encabezado por un Marcus que fingía seguridad, ya se movía. El padre de Maya, convertido en un mudo cargador, los seguía con la maleta rosa. Al salir del parque, Marcus no podía evitar volver la cabeza cada pocos pasos, un tic nervioso que compartía con Maya, escudriñando cada sombra en busca de la figura que tanto anhelaba ver. A media cuadra, el rugido de un motor potente los hizo detenerse en seco. Una camioneta negra, imponente y con los vidrios tintados como ojos ciegos, se deslizó junto a ellos y frenó. Un silencio tenso se apoderó del grupo. Por un instante de pánico colectivo, imaginaron lo peor: un asalto. Instintivamente, Marcus, Gabriel y el padre de Maya formaron una barrera protectora frente a las chicas y, bueno, Martín. La portezuela del copiloto se abrió con un clic sordo. De ella emergió una figura menuda y abrigada hasta el exceso. Un suéter gigante de rombos multicolores la envolvía, las mangas le cubrían las manos y la lana le caía casi hasta las rodillas, contrastando con los ajustados leggings negros. Su rostro, pálido y delicado, estaba enmarcado por un gorro rosa y mechones de cabello café. Eran los enormes ojos color cafe, rodeados de largas pestañas, los que confirmaron su identidad: Fernanda.
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