Capítulo 1: Marcus.
El aire olía a tierra húmeda y a pasto recién cortado. Un grupo de diez estudiantes de la clase “C” de la secundaria “Ignacio Altamirano de la Rose” había planeado con meticulosa alegría juvenil una excursión de fin de semana al lago "Peces Colibrí". El lago, una mancha de zafiro enclavada en las montañas, era el orgullo del municipio de Amalestlán, el lugar del que todos ellos, menos uno, eran originarios. La promesa de un sábado y un domingo completos en una de las cabañas de madera del bosque, cocinando al carbón, nadando en las aguas frías y riendo sin preocupaciones, era el bálsamo perfecto para el alma de cualquier adolescente.
Entre la decena de jóvenes —seis chicas de risa fácil y cuatro chicos— se erguía Marcus. A sus quince años, ya tenía la estatura y la complexión de un hombre hecho y derecho: alto, ancho de espaldas, con una piel del color de la canela oscura y unas facciones talladas a cincel que parecían prestadas de una estatua prehispánica. Pero esa fachada de guerrero indómito se desmoronaba en cuanto abría la boca y dejaba escapar una voz tranquila, o cuando una sonrisa desarmaba la dureza de su mirada. Llevaba apenas cuatro meses en Amalestlán y, por ende, en la clase C.
Su vida, hasta entonces, había sido un susurro constante del viento en los valles de Oaxaca, interrumpido de golpe por una emergencia familiar que lo había arrancado de raíz. Un suceso del que era, a la vez, protagonista y espectador ignorante, porque nadie, ni su padre ni su madre, había tenido la deferencia de explicarle el porqué de aquel exilio precipitado.
A veces, el recuerdo lo asaltaba con la violencia de una bofetada. Una noche de noviembre, el sueño profundo y plácido en el que estaba sumergido se quebró de la manera más brutal: el mundo se volcó. Literalmente. Su padre había irrumpido en la habitación y, con una fuerza bruta, había levantado el colchón, arrojando a Marcus al suelo desnudo y desorientado. La luz del techo, encendida de repente, le hizo entrecerrar los ojos. Al enfocarlos, vio a su madre, Hortensia, moviéndose como un autómata. Metía ropa en cajas de cartón que olían a polvo y embutía las cobijas, aún calientes por el calor de su cuerpo, en grandes y siniestras bolsas de plástico n***o.
—¡Hortensia, nuestras cosas! —exigió el hombre con una voz tan ronca que parecía tener la garganta llena de astillas. La mujer, sin mediar palabra, dejó lo que hacía y salió disparada de la habitación. El padre entonces se volvió hacia Marcus, y sus ojos, inyectados de una urgencia feroz, lo traspasaron—. ¡Sube lo que puedas a la camioneta! En 10 minutos nos vamos.
La orden, seca y tosca, flotó en el aire como un humo venenoso. Marcus, con la mente aún nublada por el sueño, obedeció. Se puso los pantalones y los tenis a tientas, sintiendo el latido de su corazón en las sienes. Cargó dos cajas con sus pertenencias y varias de las bolsas negras hacia afuera. Allí, bajo la luna fría, esperaba una enorme camioneta roja de caja cerrada que nunca había visto. Al asomarse a la caja, un escalofrío le recorrió la espalda. Estaba casi llena, y entre el amasijo de objetos reconoció los muebles de la sala, la televisión, el refrigerador, la lámpara de pie y el pesado ropero de sus padres. Apilados contra una pared, dos colchones nuevos con sus bases parecían muebles de una casa fantasma. No era una mudanza. Era un despojo.
Al regresar a la casa, ahora más vacía y extraña, intentó adivinar la hora. Miró el cielo: la luna estaba en su cenit, pero no lograba calcular. Buscó con la mirada el reloj de péndulo de la sala, pero la pared estaba desnuda. Pensó en su despertador, pero tampoco estaba. Una pregunta se formó en sus labios, dirigida a su madre, pero en ese momento su padre pasó cerca de él, y el aura de furia contenida que lo envolvía fue suficiente para sellarle la boca. Sabía, por experiencia, que en esos estados de su padre, las preguntas eran percibidas como un desafío, y los desafíos tenían duras consecuencias.
Poco a poco, el caos inicial dio paso a una tensión silenciosa y eficiente. Marcus se convirtió en un eslabón más de la cadena: empacaba lo que le indicaban y ayudaba a mover muebles pesados. Su cuarto quedó reducido a un cascarón vacío: solo su ropero, su cama y los pósters de sus bandas favoritas, que observaban la escena con indiferencia gesticulante. La casa, en general, no estaba del todo vacía, pero sí irreconocible.
Fue en medio de esa pausa lúgubre cuando un hombre irrumpió en la sala. Era Roberto, el hermano de su madre. Su camisa estaba manchada de hollín y una pestilencia a humo lo precedía.
—¡Omar! —gritó, ignorando por completo a Marcus, que estaba a su lado—. ¡Con un carajo! ¡OMAR!
—¡YA VOY! —La voz de su padre llegó desde el fondo de la casa, seguida de sus pasos apresurados—. ¿Qué pasó? ¿Cómo quedó todo?
—Pues ¿cómo crees? —espetó Roberto, con un gesto de exasperación—. Se corrió la voz, ya es para que estés en camino. Toma.
Le entregó un paquete a su padre. Era una pequeña caja cerrada con un lazo y una carpeta de cartón. Omar, el padre de Marcus, abrió la carpeta y sus ojos escanearon ávidamente el contenido.
—¿Amatlestán? ¿Amatestlán? —farfulló, intentando descifrar el nombre.
—Amalestlán —lo corrigió Roberto con impaciencia—. Apréndetelo, pues ahí van a vivir.
Las palabras de su tío impactaron en Marcus como un balde de agua helada. ¿Vivir? ¿En un lugar cuyo nombre ni siquiera pueden pronunciar?
—Ahí también hay un mapa, pero estoy seguro de que la Hortensia sabe llegar —continuó su tío—. Ahí están los papeles de la camioneta, desde hoy es tuya. Y en esa cajita —señaló la caja con el lazo— está lo que se juntó a estas horas.
Marcus sentía que se ahogaba en un mar de incertidumbre. ¿Un incendio? Por la pinta de su tío, era lo más obvio. Pero, ¿qué tenía que ver su padre en eso? ¿Por qué huían como criminales?
—Pues… —Roberto continuó, mientras su padre leía una hoja anexa con el ceño fruncido, maldiciendo en voz baja y negando con la cabeza, como si lo que leyera le disgustara profundamente— cuida a mi hermana y al Marcus.
Los dos hombres se dieron un apretón de manos firme, cargado de un significado que Marcus no podía descifrar.
—Siempre cuido a mi familia, que no te quede duda de eso —dijo Omar con solemnidad.
—Después de esta noche, nadie lo dudará —concluyó Roberto. Luego, su mirada se suavizó al posarse en su sobrino—. ¡He! Marcus, te voy a extrañar. Cuide a su amá y a su apá.
El chico solo pudo asentir, la garganta cerrada. Las preguntas ardían en su lengua, pero el respeto y el miedo a su padre se lo impidieron.
—Omar, ya vete —urgió Roberto—. Yo voy a seguir vigilando. No te detengas por nada hasta la autopista.
Minutos después, Hortensia salía de su dormitorio cargando una mochila mal cerrada y una bolsa de plástico llena de papeles. Un gesto silencioso de su madre lo impulsó hacia la puerta. Subieron a la cabina de la camioneta. Su padre cerró con llave la caja trasera, subió al volante y, sin una palabra, arrancó.
El viaje fue un suplicio en silencio. Su padre conducía con una paranoia palpable, mirando constantemente el retrovisor y acelerando cada vez que unos faros se acercaban por detrás. Sus nudillos, blanquecinos, apretaban el volante. Sus padres no intercambiaron ni una sola palabra. Marcus, atrapado en ese ataúd de metal en movimiento, sintió cómo una mezcla de furia, tristeza y confusión le revolvía las entrañas. Dejaba atrás a sus amigos, su escuela, la vida que conocía. Y, lo que más le dolía, dejaba atrás la posibilidad de declararse a Mónica, la chica de la que estaba enamorado y a la que había prometido, en su fuero interno, confesarle sus sentimientos ese mismo día. También abandonaba a su familia extendida: tíos, primos, y a su abuelo Mauricio, el padre de su padre, un hombre tan severo que hacía a Omar parecer dócil.
Durante una de las paradas para cargar gasolina, su madre, en un raro momento de complicidad, le susurró que Amalestlán estaba en el Estado de México, y que allí había una casa que perteneció a un tío suyo ya fallecido, una herencia que el tío Roberto nunca había usado y que ahora era su tabla de salvación. Los Castro, la familia de su madre, tenían allí sus raíces.
Como era de esperar, Marcus terminó inscrito en la secundaria Ignacio Altamirano de la Rose para no perder el año. Contra todo pronóstico, se adaptó. Su físico imponente y su carácter afable lo hicieron popular rápidamente. No era feliz, no del todo, pero no permitió que la amargura envenenara su espíritu. Hizo nuevos amigos, forjó lazos e incluso encontró un trabajo de medio tiempo como cargador en el mercado de abastos. Amalestlán, poco a poco, comenzó a sentirse menos como una prisión y más como un hogar.
Y entonces, como una cruel broma del destino, solo cuatro meses después de aquella noche traumática, llegó la nueva orden. Tenía que regresar a Oaxaca. La noticia lo angustió y lo enfureció en igual medida. Sin embargo, la costumbre de la obediencia, el miedo a la reacción de su padre, le sellaron la boca una vez más. Pero en su interior, una chispa de rebeldía encendió una decisión: antes de irse, disfrutaría hasta el último segundo de su estancia en Amalestlán. Por eso, cuando sus nuevos amigos lo invitaron a la excursión al lago Peces Colibrí, aceptó sin pensarlo dos veces. Y, casi por consenso unánime y después de unos cambios, fue nombrado el líder y responsable del grupo.
El sábado por la mañana, Marcus fue el primero en llegar al punto de encuentro: el quiosco del parque central de Amalestlán. El reloj marcaba las 6:45. Un amanecer frío y húmedo envolvía el mundo con un velo de neblina que difuminaba los contornos de los edificios. Llevaba un suéter delgado de lana que apenas lo protegía del frío, y a sus pies reposaba una maleta azul excesivamente grande y pesada, que su complexión atlética le permitía cargar con un estoicismo impasible.
Dejó la pesada carga en una de las bancas de concreto que rodeaban el kiosco, una hermosa edificación de dos pisos con techo de teja y gruesos pilares de piedra. El parque, un pulmón verde para el pueblo, estaba casi desierto. Sus amplias áreas de césped perfectamente cortado brillaban con el rocío de la mañana. Los veintisiete árboles de jacaranda, grandes y frondosos, y los quince duraznos en sus jardineras de granito rosa, se alzaban como fantasmas silenciosos en la bruma. De vez en cuando, algún transeúnte solitario pasaba cerca y lanzaba un "Buenos días" por pura educación, a lo que Marcus respondía con un murmullo cortés.
Caminaba de un lado a otro, intentando generar calor. Frotaba sus manos entumecidas, exhalaba su aliento —que formaba nubecillas efímeras— entre sus palmas y volvía a frotarlas. La espera se le hacía eterna. Su mente divagaba entre los recuerdos de Oaxaca y la incertidumbre del futuro.
Fue entonces cuando un sonido extraño, ajeno a la tranquilidad matutina, cortó el silencio. Eran aplausos. No eran aplausos de alegría, sino secos, medidos. Y un silbido agudo, penetrante. El sonido se intensificaba, acercándose. Entre la neblina, una figura femenina se materializó, caminando con decisión a través del césped húmedo.