Capítulo 2.2: Azul y Blanco

1969 Words
Sin esperar una respuesta completa, sacó unos formularios de un cajón y comenzó a rellenarlos con una velocidad mecánica. —Sí —afirmó Marcus, apresurándose a colocar el fajo de billetes sobre el escritorio, como si el dinero pudiera sellar el trato por arte de magia. En ese preciso instante, la puerta se abrió y entró el hombre de la familia que acababan de ver. La recepcionista, con un reflejo felino, guardó el dinero y los papeles a medio llenar en el mismo cajón, cerrándolo con un clic definitivo. —¿Me permites un momento? —dijo, y su tono era ahora de una profesionalidad impenetrable—. Lo atenderé a él primero. Marcus, con el corazón hundiéndose, asintió en silencio y se apartó unos pasos, sintiéndose invisible y a la vez terriblemente expuesto. —Buenos días —saludó el hombre con confianza—. Señorita, tengo una cabaña reservada a mi nombre. Sacó su billetera y extrajo su credencial de elector, entregándosela. La recepcionista la tomó, la examinó un momento y luego, con movimientos pausados, se levantó y se dirigió al archivero de madera que había al fondo. Abrió la gaveta superior y extrajo una libreta encuadernada en cuero. Regresó a su asiento, comparó el nombre de la credencial con las filas de la libreta hasta encontrar lo que buscaba. —Aquí está —anunció, y su voz sonó clara en la habitación silenciosa—. Reservación de una cabaña mediana desde el 29 de enero. Marcus sintió una punzada de vergüenza tan aguda que casi fue física. El 29 de enero. Esa fecha, tan lejana y preventiva, lo acusaba de su improvisación. La joven abrió de nuevo el cajón, revolvió entre un montón de papeles y extrajo una hoja específica que le entregó al hombre, lanzándose entonces a una explicación técnica sobre las condiciones, restricciones y normas de la cabaña. Marcus, decidido a no parecer un oyente interesado, se volvió hacia la estantería. Tomó al azar un folleto cuyas letras bailaban ante sus ojos. Hablaba de las aguas termales, de su temperatura y su geografía. Un mundo de calor y calma que le parecía irónicamente distante mientras su futuro, y el de su plan, pendía de un hilo en aquella habitación lúgubre. —Firme el contrato aquí —indicó la recepcionista, señalando con un dedo de uña impecable—, y aquí, por favor. El hombre firmó con rapidez. Al terminar, ella le entregó una copia y las llaves de su cabaña, que había sacado de otro cajón del escritorio. Tras un agradecimiento rutinario, el cliente salió. La recepcionista se volvió hacia Marcus. —Me permites tu credencial —pidió. El joven se quedó boquiabierto. ¿Cómo decirle que era menor de edad? Por un momento, pensó en salir corriendo a buscar a Ángela. Mientras él vacilaba, la mujer, que ya había rescatado los formularios, siguió rellenándolos con calma. —Listo —anunció de pronto, justo cuando Marcus daba un paso hacia la puerta. Se levantó y se dirigió directamente hacia él para entregarle un juego de llaves. —¿Y dónde firmo? —preguntó Marcus, confundido. —Ya está todo firmado. Cabaña 4 —respondió ella, manteniendo una mirada fija e inescrutable en los ojos del joven. Marcus salió del lugar, aturdido. Supuso que la recepcionista había visto a Ángela a lo lejos y que eso había solucionado el problema de la credencial. Al volver la vista hacia el cuartucho, observó cómo una rendija se abría entre las persianas. De forma inquietante, una segunda brecha apareció en la parte más alta de la ventana, como si alguien más estuviera observando desde dentro. La certeza de que no había nadie más en la recepción lo dejó profundamente desconcertado. Un gran alboroto proveniente de sus amigos lo sacó de sus cavilaciones y lo hizo apresurar el paso. —¡FERNANDA SE QUEDA CON NOSOTRAS! —gritaba Ángela, con el dedo índice apuntando al cielo como una espada contra Maya. —¡NO! ¡No voy a permitir que un hombre vaya a nuestro cuarto a espiarnos mientras dormimos! ¡Qué asco! ¡Eso es de pervertidos! —replicó Maya, cruzada de brazos y con el rostro enrojecido. —Pues entonces no nos quedamos —declaró Ángela, abriendo la cajuela del coche con un gesto brusco para que bajaran las maletas. Fernanda se acercó a su amiga, le tomó del brazo y, una vez más, se apartaron del grupo para hablar en privado. —¿Y ahora? —preguntó Marcus, abordando al grupo. —La "De la Rose" quiere que el pervertido se quede con nosotras —contestó Maya, aún furiosa. Tenía los ojos vidriosos y tragaba saliva con dificultad, sofocada por la riña. —Miren —intervino Martín—, se nota que tienen un problema con Fernanda. Por mí no hay inconveniente. Gabriel y yo ya hablamos, y pos' que se duerma con nosotros. ¿Tú qué dices, Marcus? Marcus guardó silencio por un momento, una imagen mental de Fernanda durmiendo cerca de él invadiéndolo, hasta que recobró la razón. —Primero que nada, ya lo había advertido —dijo, frotándose la frente con fastidio—. Les dije que Fernanda ocasionaría un problema social. ¿Acaso olvidaron el concurso de natación y la controversia del traje de baño? Pero ustedes quisieron invitar a Ángela por el estatus y el dinero. ¿Por qué? Nos sobran mil quinientos pesos y aún no me dan los cien de la comida. —Su mirada se posó en Maya—. Maya, no sé qué pasa contigo. Hace rato las querías esperar y hasta las defendías. Además, no olvides que fuiste tú quien dio la idea de invitar a Ángela. Fernanda dormirá con nosotros solo si ella quiere, lo mismo que Ángela. —No quiero que peleen por mi culpa —dijo Fernanda, que ya había logrado convencer a Ángela de quedarse. La pálida chica suspiró y miró a todos, especialmente a Marcus—. Tienen razón. Yo no soy mujer y no creo que deba dormir con ellas. Así que, si no hay problema con los chicos y con Marcus, yo no… —¡Ya dije que no hay problema! —la voz de Marcus resonó, haciendo que Fernanda diera un pequeño respingo. Al ver las miradas de todos, se calmó—. Vamos a la cabaña. Por favor. Todos bajaron sus cosas del auto. Marcus cargó con su maleta y, sin esfuerzo aparente, ayudó con las de Maya y Alicia. Gabriel y Martín se ofrecieron a llevar la hielera. Alicia, Ángela y Gloria bajaron las cacerolas, y Gloria también ayudó con la bolsa de Sam, mientras Cecil, Sam y Fernanda cargaban sus mochilas. Del estacionamiento tomaron un camino de piedra que se adentraba en el bosque. Al inicio del sendero, tres letreros con flechas apuntaban hacia adelante: Lago 300mts (Lake) 328yd Cabañas 200mts (Cabin area) 218yd Zona de acampar 250mts (Camping area) 273yd Los chicos caminaron hacia las cabañas. Tras unos cinco minutos bajo la densa sombra de abetos de treinta metros, donde el trinar de gorriones y golondrinas era incesante y las ardillas correteaban curiosas, llegaron a un claro con varias cabañas espaciadas. La cabaña 04 era una estructura rústica de madera por fuera, pero su interior estaba impecable y bien cuidado. Al entrar, encontraron una sala-comedor con tres sillones frente a una chimenea (sobre la cual descansaba una televisión plana con DVD) y una mesa de madera con cinco sillas. A un lado estaba la cocina, pequeña pero equipada. Del otro lado, un pasillo conducía a un baño y a dos habitaciones, cada una con su propio baño y regadera. El problema era evidente: ambas habitaciones solo tenían dos camas. —Maldición —masculló Marcus—. Olvidamos lo de las camas. —Somos seis mujeres para un cuarto con dos camas —se quejó Gloria—. Vaya problema. —Tienen razón —admitió Marcus, quitándose el suéter—. Déjenme ir a recepción a ver si nos prestan un catre o algo. —Voy contigo —se ofreció Ángela—. A ver si mi "influencia De la Rose" sirve de algo. Una vez en el camino, Ángela aprovechó para hablar. —Escucha, bruto —comenzó, como solía hacerlo cuando estaban solos—. No me gusta nada la idea de que Fernanda se quede en un cuarto lleno de hombres. —Tienes razón. Un hombre rodeado de otros hombres, qué horror. —No te hagas el gracioso conmigo —lo cortó en seco—. Para los hombres, Fernanda es un fruto prohibido. Sé cómo babean por ella… —¡Uy, sí! Todos enamorados de 'él'. —¿En serio? ¿Tú me vas a hablar de no enamorarse de Fernanda? ¿Tú, que te le declaraste a los dos días de conocerla? —No fueron dos días… —intentó defenderse. —¡No me importa! —lo interrumpió—. Conozco a los hombres… —¡Claro que los conoces! ¡Convives con uno a diario! —replicó él, refiriéndose a Fernanda. —Fernanda es más mujer que yo o que las taradas de la clase. Es dulce, femenina, sentimental y hermosa… —suspiró, y su tono se volvió serio—. Mira, bruto. Por alguna razón, Fernanda confía en ti. Y espero que, ya que no se puede hacer nada —porque ella quiere quedarse, solo Dios sabe por qué—, la cuides de los pervertidos de Gabriel y Martín. —¿Qué? —Marcus se sorprendió, una oleada de esperanza inundándolo—. ¿Ella confía en mí? ¿En serio? —¡¿Es que no pones atención?! ¡Ese no es el punto! ¡¿Vas a cuidarla o no?! —Maldita sea, yo no soy niñera de nadie —refunfuñó—. Pero tampoco voy a dejar que se aprovechen de la situación. La respuesta, aunque no entusiasta, calmó un poco a Ángela. —Eso también va para ti —le advirtió. —Dime, Ángela —cambió de tema Marcus—, ¿qué problemas tienes con Maya? —¿Yo? —replicó ella, sorprendida—. Yo no tengo problemas con nadie. Es mi apellido el que los trae. Si Maya cree que yo soy el problema, debe ser por algo que hizo mi padre, o mi abuelo, o mi bisabuelo, o el abuelo de mi abuelo. La familia, cualquier familia, es un tremendo fastidio. Marcus asintió. Él también lo creía así. Recordó el día en que se organizó la excursión, el Día de San Valentín. Mientras degustaba unos volovanes que le habían llegado de forma anónima, escuchó a Maya, Alicia y América, la jefa de grupo, planear el viaje. Fue la propia Maya, cohibida por su presencia, quien propuso aceleradamente invitar a Ángela, alabando sus cualidades de estatus y financieras. "¿Están conscientes de que Fernanda y Ángela son inseparables?", había advertido Marcus entonces. "Si invitan a una, la otra también va". "Pues las invitamos a las dos", afirmó Maya. "Además, pobre de Fernanda, esta semana debió ser horrible para ella... Suena feo excluirla después de lo que pasó en la competencia de natación". "Solo no olviden", concluyó Marcus, "que si creó polémica en una piscina, puede hacerlo en un lago". De vuelta en el presente, en Peces Colibrí, Ángela detuvo su marcha. Marcus se detuvo con ella. —Ahora dime —exigió ella—, ¿qué te dijo esa mujer del volante? —Tú primero —reclamó él, desconfiando que ella le diera la espalda después de que él soltara la información. —Sabía que dirías eso —suspiró, sacando de su bolsillo el volante del perro perdido—. Me sorprende que no lo reconozcas, más que nada por esa playera. —Observaba el volante fijamente, especialmente la foto.
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