Capítulo 4.2: Rojo

1506 Words
Marcus se abrió paso entre la multitud hacia la zona de comida, con la imagen mental del puesto de leña aún fresca. Sin embargo, el camino se vio interrumpido por un espectáculo familiar: Cecil y Gabriel, en medio de una de sus disputas cíclicas, se habían convertido en el entretenimiento público de unos cuantos curiosos. —¡¿Otra vez me haces esto?! —estalló Cecil, con lágrimas de furia arrastrando el rímel por sus mejillas—. ¡Fueron tres míseros segundos! ¿En serio no puedes aguantarte? —Vamos, Cecil, por favor —suplicó Gabriel, intentando zafarse mientras su mirada recorría a los espectadores con vergüenza. Ella, sin embargo, le aferró la muñeca con una fuerza que hablaba de desesperación. —No me mientas, Gabriel. ¿Quién es? ¿Desde cuándo me haces esto? Fue entonces cuando Fernanda emergió de entre la multitud como un fantasma benévolo. Envolvió a Cecil en un abrazo, susurrándole palabras tranquilizadoras. La distracción fue suficiente para que Gabriel, liberado, se esfumara entre la gente. Al ver a Cecil relativamente a salvo con Fernanda, Marcus decidió seguir a su amigo, alcanzándolo a pocos metros de distancia. —Oye, Gabriel, espera. Gabriel aminoró la marcha, una sonrisa amarga y forzada en su rostro. —¿Viste el show, verdad? Los arranques de Cecil deberían venderse como entradas. —No es la primera vez —comentó Marcus, con un dejo de cansancio. —No son peleas —se corrigió Gabriel, encogiéndose de hombros—. Es solo que es... muy apasionada. —Debe ser agotador. —Sí, un poco —admitió Gabriel, y por un segundo su máscara de indiferencia se quebró. Pero se recuperó al instante, su entusiasmo reapareciendo de forma artificial—. ¡Oye, pero hablando de pasiones! Debes ver a la chica que acabo de ver. ¡Una diosa! Cabello largo, blanco como la nieve, un cuerpo de escándalo... delantera de lujo y una defensa impresionante. —Acabas de describir a Maya, pero con el cabello de otro color. —¡No, para nada! Ven, vamos a buscarla —insistió Gabriel, con una chispa de su antiguo yo cazador. —Me encantaría, pero tengo que ir por la leña —se excusó Marcus. —Como quieras —dijo Gabriel, y se alejó con una rapidez que delataba su deseo de escapar de cualquier responsabilidad emocional. —¿Y Cecil? —preguntó Marcus a su espalda, pero Gabriel ya no estaba para responder. Marcus reanudó su camino, su mirada barriendo el área con la esperanza secreta de ver a Fernanda. No la encontró, pero su atención fue capturada por otra figura: la mujer que lo había engañado con el volante del "Mechas". La vio de reojo, deslizándose entre la multitud como una sombra. Sin pensarlo, se lanzó tras ella, esquivando turistas y puestos, su corazón latiendo con una mezcla de rabia y determinación. La siguió hasta la encrucijada de los baños, donde la perdió de vista por un instante, solo para encontrarla de nuevo, dirigiéndose hacia la entrada de los hombres. Al apresurar el paso, su pie tropezó con una piedra suelta y cayó de bruces contra la tierra. Al levantarse, polvoriento y frustrado, la mujer había desaparecido. La buscó alrededor del edificio, hasta llegar al límite sur, donde un cartel oxidado advertía sobre la prohibición de adentrarse en el bosque. Recordando las palabras de Ángela sobre los peligos ocultos, dudó. En ese momento de indecisión, giró y chocó de lleno contra una presencia sólida pero elástica. El impacto fue tan inesperado que lo envió de espaldas al suelo. —¡Oh, lo siento mucho! —Una voz melodiosa, como campanillas, cortó el aire. Una mano, fuerte y esculpida, se extendió hacia él. Al tomar esa mano y alzar la vista, el aliento se le cortó. Era ella. La chica de cabello blanco. Su melena, larga y esponjosa, parecía absorber la luz del sol. Su cuerpo, alto y atlético, estaba moldeado con curvas perfectas que su traje de baño n***o de una sola pieza, acentuado por una franja roja en la cintura, delineaba sin pudor. Marcus, ya de pie, se sintió empequeñecido por sus dos metros de estatura. Ella le sonrió, una sonrisa amplia y despreocupada, y él, completamente idiotizado, solo pudo balbucear un sonido incoherente. Antes de que pudiera reaccionar, ella se dirigió hacia la línea de árboles. —¡Alto! ¡Está prohibido pasar! —logró advertir Marcus. —Es que mi cabaña está de este lado —aseguró ella con naturalidad, sin volverse. La explicación, plausible para un neófito del lugar como él, lo desarmó. Insistir lo haría parecer un acosador. —Ah... no sabía. Ella le lanzó una última sonrisa sobre el hombro y un gesto de despedida con la mano antes de ser tragada por la espesura. Marcus se quedó fascinado, la imagen de la diosa rubia incrustada en su mente junto a la de Fernanda. "¿Cómo pudo derribarme?", pensó, mientras regresaba (por fin) por la leña. "Claro, yo ya venía tropezando..." Al volver a la mesa, el ambiente era sombrío. Gabriel, cabizbajo, contemplaba la madera de la mesa como si contuviera los secretos del universo. Martín se examinaba obsesivamente en un espejo de bolsillo, y Maya y Alicia susurraban en un rincón. —¿Y los demás? —preguntó Marcus, depositando los troncos. —Quién sabe —murmuró Martín sin apartar los ojos de su reflejo—. Yo me voy a seguir comprando cosas. —Y se fue. Alicia se acercó. —Oye, Marcus, nosotras vamos al lago —anunció, tomando de la mano a una Maya que evitaba su mirada. Asintieron y se marcharon, dejando a Marcus a solas con la nube negra que era Gabriel. —Gabriel, la vi —confesó Marcus, incapaz de contener su emoción—. La mujer del cabello blanco. Estaba... increíble. Gabriel ni se inmutó. —Oye, ¿qué te pasa? —insistió Marcus. —Nada —masculló Gabriel—. Estoy pensando... Cuando me fui, Fernanda y Cecil se me acercaron. —Ah, ya. ¿Te volvió a gritar? —No —la voz de Gabriel se quebró—. Ella... ella terminó conmigo. Marcus guardó silencio. Sabía que era lo mejor, pero la genuina conmoción en el rostro de Gabriel era innegable. —Es lo mejor para los dos... —comenzó a decir. —¡¿QUÉ?! —Gabriel se puso de pie de un salto, descargando su furia contra la mesa con un puñetazo que hizo temblar los troncos. —¡Tú no lo entiendes! —gritó, con los ojos inyectados en sangre—. ¡Desde el primer día quise terminarla! Cada pelea, cada escena de celos, era mi excusa. "Mañana lo hago", me decía. "Esta es la última". Y ahora... ¡ahora ella lo hace! ¡Esa vieja no me puede dejar! ¡A mí no me dejan! ¡Yo las dejo! ¡Todas han sido iguales! Se agitaba, caminando de un lado a otro como un tigre enjaulado. —Y... —preguntó Marcus, con genuina curiosidad—, ¿Cecil era igual a todas? La pregunta surtió efecto. La ira de Gabriel se desinfló, reemplazada por una confusión dolorosa. —Ella era espe... —Comenzó a decir, pero se interrumpió al ver acercarse a Cecil y Fernanda. Inmediatamente, su máscara de galán regresó—. ¡Oye, la peliblanca! ¡Está para comérsela! ¿Dónde dijiste que la viste, Marcus? —preguntó con una voz forzadamente alegre, lanzando la pregunta como un hueso envenenado para herir a Cecil. Marcus sintió que la tierra se abría bajo sus pies. Gabriel lo había usado como escudo, y ahora Fernanda, la única chica que le importaba de verdad, lo miraba con esos ojos grandes, preguntándose por qué andaba pregonando su admiración por otra. —No sé de qué habla —se defendió, sintiendo cómo el calor subía por su cuello—. ¿Estás bien, Cecil? Cecil no respondió. Enterró su rostro en el hombro de Fernanda, quien la abrazó con una ferocidad protectora, acariciando su cabello mientras lanzaba una mirada gélida a Marcus. Derrotado, él giró y se dedicó en cuerpo y alma a la tarea más mundana que encontró: limpiar la parrilla cubierta de hollín, rascando la ceniza gris con un cartón como si pudiera borrar con ella la incomodidad del momento. La llegada de Sam y Gloria, charlando animadamente, fue un pequeño salvavidas. —Oh, Marcus, limpiando la parrilla —observó Sam con una sonrisa. —Sí, si no, luego se hace tarde —mintió él, sintiendo que el tiempo mismo se había distorsionado. Sam consultó su reloj de pulsera. —Tienes razón. Son casi la una. Con determinación, sacó una cacerola y comenzó a organizar jitomates, chiles, cebolla y aguacates. —Bien —anunció Gloria, carraspeando—. Yo voy a nadar. —Y partió hacia el lago, dejando a Marcus en su purgatorio particular, atrapado entre el drama ajeno, sus propios sentimientos enredados y el persistente recuerdo de una sonrisa blanca como la nieve.
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