Marcus caminó sin rumbo, arrastrado por la inercia de su culpa, hasta quedar plantado frente a la tienda donde se erguía la imponente estatua de Quetzalcóatl. Se detuvo en seco, alzando la vista hacia la serpiente emplumada. Sus ojos vidriosos escudriñaban la piedra, no buscando respuestas en el dios, sino tratando de comprender la monstruosidad que acababa de cometer. Nada de esto formaba parte de su plan. Con cada latido, veía cómo la posibilidad de una reconciliación con Fernanda se alejaba, convertida en un espejismo.
«Pero se lo merecía», resonó en su mente un pensamiento venenoso, una justificación heredada. «Si yo le hablara así a mi papá, me daría una santa golpiza». Era el eco de su padre, un fantasma que ahora le hablaba desde dentro.
—¡Marcus!
La voz de Ángela lo arrancó del abismo. Ella se acercaba con Cecil a rastras, quien parecía un trapo escurrido, los ojos hinchados y rojos, sin ánimo ni de respirar.
—Menos mal que te encontramos —dijo Ángela, con un hilo de alivio en la voz.
—¿Qué sucede? —preguntó Marcus, aunque la imagen de Cecil le daba la respuesta.
—Buscamos a Fernanda —espetó Ángela, su mirada escrutándolo—. ¿Dónde está?
Marcus se sintió acorralado. No podía llevarlas hasta donde había dejado a Fernanda; lo más probable era que la chica aún estuviera tirada en el suelo, destrozada por su culpa.
—Sigue... buscando a Gabriel —mintió, pero el nerviosismo le tensaba la garganta, haciendo que las palabras sonaran falsas.
—No —intervino Cecil con una chispa inesperada de determinación. Su voz era ronca por el llanto, pero firme—. Fer no debería seguir arruinándose el día por mi culpa. Debo ser yo quien hable con Gabriel.
Tanto Marcus como Ángela la miraron sorprendidos. Marcus, además, se preguntó cuándo diablos Cecil y Fernanda se habían vuelto tan cercanas.
—Podrías llevar a Cecil a buscar a Fernanda —indicó Ángela, volviéndose hacia Marcus—. Yo tengo un asunto del que ocuparme.
Un alivio instantáneo inundó a Marcus. Uno de sus mayores temores era enfrentar la furia de Ángela, una fuerza de la naturaleza cuando se trataba de proteger a Fernanda.
—Claro. Sí, yo la llevo.
Mientras Marcus y Cecil emprendían el camino hacia la encrucijada de los baños, Ángela dio media vuelta y se perdió entre el laberinto de puestos de recuerdos, su expresión grave.
Al llegar al lugar del altercado, Marcus solo encontró el vacío. Fernanda ya no estaba. Bajo la influencia de una Cecil ahora urgente, comenzaron a buscarla, describiendo círculos cada vez más amplios y desesperados entre la multitud.
—Cecil —habló Marcus, rompiendo el silencio cargado—, ¿en verdad vas a hablar con Gabriel?
Ella no respondió de inmediato. Su rostro era una máscara de fastidio, y sus ojos no dejaban de escudriñar cada rostro, buscando el de Fernanda o el de su novio.
—Creo que lo mejor que puedo hacer es alejarme de ese tonto —dijo al fin, con un hilo de voz—. Pero Fernanda se mete en medio, y eso no es justo. Quiere arreglar las cosas y se lo agradezco, pero ya lo pensé... y no hay nada que arreglar. Es decir, amo a Gabriel, es el hombre de mis sueños. Solo que no puedo vigilarlo todo el tiempo. Me enoja pensar en todas las veces que pudo haberme engañado...
—¿Gabriel te ha engañado? —preguntó Marcus, buscando claridad en el torbellino de sus emociones.
—No que yo sepa. Nunca le di la oportunidad.
—Y si te hubieras apartado, y al final él no te hubiera engañado... ¿no significaría que está contigo porque te ama de verdad?
Las palabras de Marcus cayeron con el peso de una losa. Cecil guardó silencio, digiriéndolas.
—Aun así —replicó, esquivando la lógica—, Gabriel es todo apariencias. Le encanta mirar a las chicas bonitas y hablar de ellas, como esa peliblanca de la que ustedes estaban hablando.
—Bueno, en eso tienes razón. Él debe mantener esa fachada de rompecorazones —admitió Marcus—. Sin embargo, tengo entendido que se le declaró a medio mundo y que todas sus exnovias eran... bombones. Perdona que lo diga, pero...
—Lo sé —lo interrumpió Cecil, con una calma que sorprendió—. Yo no soy tan linda.
—Y con ellas solo duraba un par de días, o incluso horas —continuó Marcus, con cuidado—. Pero lo que tienen ustedes... los envidio. Se ve tan especial. Solo deberías bajar la intensidad. Descubrir que puedes dejarlo libre y, al final, si es para bien, él volverá a ti.
Justo cuando la última palabra abandonaba sus labios, dos figuras emergieron frente a ellos, como materializándose de sus pensamientos: Fernanda y Gabriel, que parecían estar inmersos en una conversación tan intensa como la suya.
Un silencio espeso cayó sobre los cuatro como una losa. Cecil y Marcus se detuvieron en seco bajo la mirada de Fernanda y Gabriel. El aire se cargó de una incomodidad palpable, una barrera invisible entre las dos parejas de opuestos: Fernanda y Marcus, Gabriel y Cecil, separados por el peso de lo ocurrido.
Sin embargo, fue Gabriel quien, con una serenidad desconcertante y mirada firme, quebró el estancamiento. Se acercó a Cecil.
—Podemos hablar —dijo, y extendió la mano con una elegancia de príncipe de cuento.
Ella, por su parte, quedó hechizada. Una mezcla de miedo y emoción iluminó su rostro aún marcado por el llanto. Sin mediar palabra, lo tomó y se apartaron, dejando atrás a Marcus y Fernanda.
Marcus desvió la mirada hacia Fernanda. Ella permanecía inmóvil, un espectro pálido. La vergüenza lo abrasó por dentro y, buscando una ruta de escape, decidió seguir a la pareja bajo el pretexto de ofrecer su "ayuda" si era necesario.
Los siguió con sigilo, escurriéndose entre sombras. Los observó mientras se deslizaban detrás de los baños de mujeres, hacia un claro oculto tras una cortina de arbustos. El suelo, alfombrado de hojas secas, crujió bajo sus pies, delatando la intimidad del lugar perfecto que habían encontrado.
Desde su escondite, Marcus fue testigo de la escena: Cecil lloraba, pero la verdadera conmoción fue ver a Gabriel quebrarse. No eran lágrimas de teatro, sino un llanto sincero que le sacudía el cuerpo mientras imploraba perdón y una segunda oportunidad para reconstruir lo que tenían.
Cecil, a su vez, se disculpó entre sollozos por sus celos asfixiantes y sus riñas constantes. En un momento de catarsis, se abrazaron con la fuerza de quien recupera algo perdido, y sellaron su reconciliación con un beso que hablaba más de alivio que de pasión.
—No deberíamos espiarlos —susurró una voz suave a su lado.
Marcus dio un salto al escuchar a Fernanda, quien se había deslizado junto a él para observar la misma escena, escondiéndose.
—Tienes razón —admitió él, una vez que recuperó el aliento. Bajó la mirada, jugueteando con una hoja seca. —Lo lamento —murmuró con un tono que apenas era audible—. No debí haberte golpeado.
—No te preocupes. Ya estoy acostumbrada —respondió Fernanda, con una resignación que sonaba a derrota.
—Si estuvieras acostumbrada, no llorarías —replicó Marcus, y esa actitud punzante, heredada de su familia, volvió a apoderarse de él. Inmediatamente se arrepintió. —No, no, lo lamento. No debería decir esas cosas. Pero es... difícil.
—¿Dejar los hábitos de tu familia? Lo sé —dijo Fernanda, y su voz se quebró. —Hay veces que me miro al espejo y veo a mis padres. Lo poco hombre e imperfecta que soy.
La confesión le salió del alma, y sin poder contenerse por más tiempo, y para no arruinar el momento de Cecil y Gabriel, Fernanda se tapó la boca con la mano y salió corriendo, ahogando un gemido.
Marcus intentó seguirla, pero cuando emergieron del jardín secreto, la confusión de la multitud se tragó la frágil silueta de Fernanda, perdiéndola de vista y dejándolo solo, una vez más, con el sabor amargo de su error.
Por un instante, Marcus no solo comprendió, sino que sintió el dolor de Fernanda. Era una confusión profunda y desgarradora que resonó en su propio pecho: ¿en qué lugar del mundo cabía ella? ¿Dónde terminaba la mujer y empezaba el hombre, o viceversa? La pregunta, ajena y a la vez propia, lo dejó con un vacío helado en el estómago.
Sacudiendo la incomodidad, el joven decidió que era hora de volver con los demás. Había abandonado su puesto como líder por demasiado tiempo y una punzada de responsabilidad lo llamaba de regreso.
Al llegar a la mesa, se encontró con un torbellino de aromas y actividad personificado en Sam. La chica era un epicentro de eficiencia culinaria: de un lado, una olla burbujeante donde chiles y tomates danzaban en agua hirviendo; del otro, amasaba con destreza mientras unas tortillas perfectamente doradas se inflaban sobre el comal. En un tercer frente, el arroz comenzaba a tomar un color dorado en su cacerola.
—¿De dónde sacaste la masa? —preguntó Marcus, impresionado por la logística.
—Fui a comprarla a los puestos de quesadillas —respondió ella sin levantar la vista, sus manos moviéndose con una precisión casi maquinal.
—¿Y esa máquina de tortillas? —inquirió, fascinado—. No recuerdo que la trajéramos.
—Martín —contestó Sam, secándose la frente con el antebrazo—. Se la compró al señor de las carnitas. Dijo que era un regalo. Yo solo mencioné que sería buena idea hacer nuestras propias tortillas y apareció cargando con esto... y también trajo ese molcajete. —Señaló con la barbilla hacia una bolsa de donde asomaba la piedra volcánica.
Marcus observó el molcajete semioculto entre los víveres. —Ese loco... —masculló con una sonrisa.
—Sí que lo está —coincidió Sam, pero su tono era de genuino agradecimiento.
—Pero no crees que es demasiado? —insistió Marcus—. ¿No prefieres ir a nadar o explorar? Te la has pasado cocinando desde que llegamos.
—Es que me encanta —confesó Sam, y por primera vez se detuvo un segundo, con una sonrisa sincera que le iluminó el rostro—. Es la expresión más hermosa que existe. Me fascina ver cómo los demás disfrutan lo que preparo; es mi manera de... hacerlos felices.
La afirmación, cargada de una calidez tan genuina, contagió a Marcus. Un impulso de ayudar, de ser parte de esa creación, lo invadió.
—Bueno, ¿entonces en qué te ayudo?
—¡Perfecto! —exclamó ella—. Ayúdame con la salsa.
La orden hizo que a Marcus le diera un vuelco el estómago. ¿Cocinar? Su experiencia se limitaba a quemar agua. Aun así, no se dejó amedrentar y agarró el pesado molcajete con determinación.
—¡Espera! —lo detuvo Sam—. Primero hay que lavarlo y curarlo. —Sacó entonces una bolsa de sal y otra de arroz de su mochila, como un mago preparando su truco—. Llévalo a la llave, lávalo golpeando suavemente el tejolote contra el interior para que suelte las piedritas sueltas. Cuando termines, échale arroz y sal y muélelo todo. Luego lavas y repites como tres veces, ¿ok?
Marcus, un poco aturdido por el ritual, repitió los pasos mentalmente como si se tratara de una misión de vida o muerte. Tomó el molcajete, el arroz y la sal, y se encaminó hacia una llave de agua sujeta a un tronco cercano.
Allí, con una concentración que no dedicaba ni a los exámenes de matemáticas, ejecutó cada paso al pie de la letra. Frotó, golpeó con cuidado y enjuagó hasta que el agua salió limpia.