Capítulo 3.2: Mientras tanto.

1895 Words
—Eso es tétrico —se estremeció Alicia, imaginando siluetas hundiéndose en la penumbra acuática. —Son advertencias, no cuentos de fantasmas —rectificó Marcus con la voz grave de quien carga con la responsabilidad—. Si no nadan bien, la orilla es su mejor aliada. Y al bosque, no le falten al respeto; tiene más peligros ocultos que un animal herido. El sendero serpenteaba entre una muralla de pinos que, como celosos guardianes, ocultaban el lago. De pronto, el manto vegetal se rasgó. El aire se impregnó de una calidez húmeda y sulfurada que prometía relax, pero que a Marcus le supo a advertencia. —Bueno, chicos. Al fin llegamos. La vista no era solo espectacular; era sobrecogedora. El lago era una cicatriz de azul pálido en la tierra, una extensión de agua tan vasta que la zona balnearia parecía un espejo gigante, y más allá, se fundía con el cielo en una línea difusa. El bosque no solo lo abrazaba; lo estrangulaba con su verdor, salpicado aquí y allá por las llamativas lantanas, cuyos racjos de rojo, naranja, violeta y amarillo vibraban como joyas al sol. El agua, lechosa, exhalaba un vapor fantasmagórico que se arrastraba en jirones sobre la superficie, lamiendo la orilla antes de disiparse en el aire, como almas en pena buscando escape. La gente flotaba en el agua como si el tiempo no existiera, entregada al abrazo dual del aire frío y el agua caliente. Cerca, las pozas de concreto formaban cráteres primitivos, invitando a un ritual de inmersión en el corazón mismo del calor terrestre. En el horizonte, las lanchas se mecían en una zona despejada de vapor, un reino más frío y ajeno. Marcus recordó las lecturas: al norte yacía la zona fría, un espejismo inalcanzable sin auto, un recordatorio de que este paraíso termal tenía sus propias e inflexibles fronteras. El gobierno había intentado domar el lugar con una retícula militar de 200 enramadas idénticas, una civilización de teja y hormigón frente a la naturaleza salvaje del lago. El grupo se filtró entre ellas como una mancha de júbilo, dejando atrás a Marcus. Detrás, el eco de las risas de Fernanda y Ángela sonaba a distancia segura, un recordatorio de su papel de líder, siempre un paso atrás, siempre observando. El silencio fue más elocuente que cualquier grito. Marcus se volvió y el tiempo se ralentizó: Fernanda en el suelo, un desconocido de espaldas ofreciendo una mano que a Marcus le pareció una amenaza, y Ángela convertida en una furia protectora. —...¡la próxima vez abre los ojos! —escupía Ángela, con los puños apretados. Fernanda, aún aturdida, era un tínte entre la vergüenza y la molestia. —Fue sin querer —musitó, buscando apaciguar la tormenta. —Lo siento, de verdad —la voz del desconocido era seda, un contraste irritante—. Si necesitas algo… —Y entonces, su mano capturó la de Fernanda con una familiaridad que hizo arder la sangre de Marcus— …pregunta por mí en la cabaña "fiesta". Marcus intervino, y su voz sonó a trueno en la calma tensa. —¿Qué pasa aquí? —Fernanda retiró la mano como si la hubiera electrocutado. El alivio en sus ojos al verlo fue un bálsamo momentáneo para su ego. —Nada grave —resopló Ángela—. Solo un distraído que no mira por dónde va. —Un accidente, lo juro —el chico se dio la vuelta, y para Marcus, el mundo se inclinó. Era la personificación de todo lo que él no era: una cabeza más alto, esculpido con la elegancia de un galgo, con unos ojos verdes que parecían perforar el alma. Su camisa abierta era una exhibición descarada de un torso cincelado, y su barba, esa maldita barba perfecta que a Marcus solo le crecía en parches desiguales, era la guinda de un pastel de superioridad genética. —Tendrías que mirar más por donde caminas —le espetó Marcus, avanzando. Su cuerpo ancho y fuerte era su único territorio de ventaja en ese momento. —Tranquilo, amigo —el chico, Leonardo, alzó las manos en una rendición que no era sincera. Un destello de cálculo cruzó sus ojos verdes—. Mi error, no se repetirá. Si surge algún problema, ya saben dónde estoy. —Retrocedió, pero no sin antes deslizarse hacia Fernanda con la fluidez de una serpiente—. O si solo buscas buena compañía… soy Leonardo. Su mirada se aferró a la de Fernanda con una intensidad que era casi un tacto. Incluso al irse, su última mirada fue para ella, un mensaje privado que excluía a todos los demás. Marcus no solo ardía de rabia por el atrevimiento de ese mequetrefe, sino por el rubor que vio trepar por el cuello de Fernanda, una traidora chispa de interés que le encendió los celos como una tea. El camino hacia la mesa fue un suplicio. Las chicas, caminando ahora delante de él, no eran más que un murmullo constante sobre "el chico del pelo así", "el acento extranjero", "esa sonrisa". Cada palabra era un clavo en el ataúd de su paciencia. Juró que si volvía a ver a ese Leonardo, remodelaría su sonrisa perfecta con sus puños. En la mesa, Marcus se hundió en la banca. El lago extendía su magnificencia ante él, pero su belleza le resultaba ajena, un decorado para su tormento interior. Escaneó a su grupo: Sam y Gloria en su burbuja de complicidad; Maya y Alicia, un nudo de secretos y susurros; Gabriel, prisionero con Cecil en el regazo, cuya mirada era una jaula de celos. Y Fernanda, aún con esa luz en los ojos puesta por un extraño. —Les propongo… —comenzó, alzando la voz para reclamar su lugar—. Es decir, yo sugiero… Ángela salió disparada como un cohete, cortándole el discurso. —¡¿QUÉ ESTÁS MIRANDO?! —el grito de Cecil fue un cuchillo en la tranquilidad. El subsiguiente drama de celos fue un espectáculo bochornoso que Marcus no tuvo energía de detener. —Qué intensos —susurró Sam. —Crees que eso es intenso? —Gloria soltó una risotada—. Antes casi me declara la guerra por mirar a Gabriel. ¡A mí! —Su complicidad era un club exclusivo del que nadie entendía, Sam y Gloria carcajeaban. —Bueno —intentó de nuevo, con la mandíbula apretada—. Les decía que si quieren… Se calló. El grupo se había esfumado. Faltaban los amantes en guerra, faltaba Ángela... y entonces, el vacío a su lado se hizo tangible. —¿Dónde está Fernanda? —preguntó, y el silencio incómodo fue su respuesta. Un frío que nada tenía que ver con el lago le recorrió la espalda—. Alicia —la voz le salió áspera—, ¿a dónde fue Maya? —Fue a bañarse, para nadar —dijo Alicia, encogiéndose de hombros. —No me digas que fue tras Fernanda —fue una conclusión, no una pregunta. Una certeza visceral. Agarró su bolsa y partió hacia los vestuarios, dejando a Sam a cargo con una orden brevísima. Sabía, con una certeza que le heló la sangre, que la obsesión de Maya por fastidiar a Fernanda no conocía límites, y los vestuarios, un lugar sin testigos, eran el campo de batalla perfecto. El laberinto de enramadas se convirtió en una trampa. Cada rostro ajeno era una burla, cada sonido lejano, una posible voz de Fernanda pidiendo ayuda. Siguió las señales con la urgencia de un bombero camino a un incendio, con el corazón martilleándole en el pecho no solo por la carrera, sino por el miedo a lo que podría estar ocurriendo. Cada segundo de búsqueda era una eternidad. Para llegar a los baños, el camino serpenteaba entre dos zonas bulliciosas que flanqueaban el área de mesas. La primera era un vibrante mercado de comida, donde el aire se espesaba con los aromas seductores de carnitas recién hechas, barbacoa especiada y caldos de pancita. Bajo lonas y techos de lámina, los comerciantes pregonaban sus tacos, tamales, pozole y mariscos, creando un festín para los sentidos que, a pesar de la tentación, no lograba distraer a Marcus de su misión. La segunda zona era un colorido bazar de recuerdos, un lugar donde el lago se convertía en un fetiche: llaveros con forma de pez colibrí, imanes con la silueta de Quetzalcóatl y camisetas desteñidas proclamando "Yo estuve en Peces Colibrí". Fue entre este laberinto de puestos y baratijas donde Marcus, por fin, le dio alcance a Maya. La encontró agazapada, en cuclillas, escondida como una sombra detrás de un local cerrado con una lona. Su postura era la de un depredador al acecho. Al seguir su mirada furtiva, Marcus comprendió todo: su presa era Fernanda, quien, a cinco puestos de distancia, contemplaba absorta una colosal figura de Quetzalcóatl. La serpiente emplumada, con sus alas desplegadas, se alzaba dos metros sobre el suelo, obligando a Fernanda a inclinar la cabeza hacia atrás para enfrentar el hocico sereno de la deidad de piedra. Era una imagen casi mística, la frágil figura pálida frente al dios antiguo. —¿Se te perdió algo? —preguntó Marcus, su voz cortando el silencio como un cuchillo. Maya se sobresaltó con un grito ahogado que se convirtió en un jadeo. Al darse la vuelta y ver a Marcus, se puso de pie de un salto, alisando su ropa y su cabello con una nerviosidad que delataba su culpabilidad. —Marcus —logró decir, con una voz tan frágil que casi se quiebra—. ¿Qué… qué haces aquí? —Iba hacia los baños —mintió él con una facilidad que lo sorprendió, adoptando una máscara de ingenuidad—. Para, ya sabes, ducharme. Pero te vi aquí, sola y escondida… Pensé que podrías necesitar ayuda. —No, para nada. Adelante, ve. Yo solo estoy esperando a Alicia. Quedamos en vernos aquí —farfulló, evitando su mirada. —Ah, entiendo. ¿Y el hecho de que estés espiando a Fernanda no tiene nada que ver, verdad? —preguntó, clavándole la mirada. El semblante de Maya se endureció. La máscara del nerviosismo se quebró. —Bien, de acuerdo. Sí, la estoy siguiendo —admitió, su voz ahora fría y rígida—. Pero adivina qué: va a ir a bañarse. Al baño de mujeres. Y debo detenerla. —¿Detenerla? ¿O humillarla? —Marcus no le permitió esconderse. Había visto la intención acechando en sus ojos. —¿Humillarla? ¿Yo? —Intentó desentenderse, pero sus miradas furtivas hacia Fernanda la traicionaban. —Pudiste abordarla antes, hablar con ella claramente. En vez de eso, estás aquí, acechando, esperando el momento más vulnerable: cuando se dirija a un lugar íntimo. ¿Me equivoco? —¡Claro que sí te equivocas! —protestó, recuperando el tono nervioso—. Yo solo la seguía para… para no acusarla sin pruebas. ¡¿Y si va al baño de hombres?! Entonces no tendría que decirle nada. Pero si va al de mujeres… entonces sí, hablaré con ella. Era una excusa débil, y Marcus no se la creyó. Pero no pidió más explicaciones. En ese momento, Maya se movió bruscamente; su presa había desaparecido de la vista del dios serpiente. Marcus también apretó el paso. La conversación no había terminado; necesitaba que esta cacería absurda cesara de inmediato.
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