En la nueva y ominosa quietud, Marcus se arrodilló de nuevo en el borde. El polvo se había disipado por completo, permitiéndole por fin ver el fondo. El pozo tenía unos siete metros de profundidad. En el suelo, una espesa acumulación de hojas secas formaba un colchón natural que, sin duda, había suavizado su caída. Las dos chicas estaban de pie, separadas por la máxima distancia que el reducido espacio permitía. Maya, con los brazos cruzados, le daba la espalda a Fernanda, quien permanecía acurrucada contra la pared de tierra, como si quisiera fundirse con ella.
—¿Qué sucede? —preguntó Maya, su voz resonando contra las paredes húmedas.
—El guía fue por ayuda. Volverá con sogas —explicó Marcus, intentando proyectar una calma que estaba lejos de sentir.
—Qué horror —masculló Maya, y se dejó resbalar contra la pared hasta quedar sentada en el lecho de hojas—. Estar atrapada aquí... contigo.
El sol comenzaba su descenso, alargando las sombras de los árboles que se cernían sobre el pozo como espectadores silenciosos. Los minutos se estiraban, transformándose en una tortura. La espera se volvió insoportable. No se oía nada, ni pasos a la distancia, ni voces anunciando el rescate. Un pensamiento gélido se abrió paso en la mente de Marcus: era posible que, en el pánico, el guía no pudiera recordar la ubicación exacta de este nuevo pozo oculto.
Dentro del hoyo, la paciencia de Maya se agotó. El miedo a quedar abandonada se mezcló con su rabia latente.
—Todo esto es tu culpa, maldita mustia —escupió, clavando una mirada cargada de odio en Fernanda.
—¿Por qué mi culpa? —la voz de Fernanda sonó quebrada, aún débil por el golpe—. Tú fuiste la que me pegó primero, y ni siquiera sé por qué.
—¿No sabes por qué? —Maya soltó una risa amarga—. ¡Si todo el viaje no has hecho más que insinuarte a Marcus! Y luego pones esa cara de mosca muerta, fingiendo que no te interesa. Me tienes harta con tu cinismo. ¡Descarada!
La furia volvía a bullir en ella, pero el espacio reducido y la fatiga física la contuvieron. En un gesto nervioso, hundió las manos entre el manto de hojas secas, revolviéndolas con rabia contenida. Quería hacer algo, romper algo. Sus dedos, entonces, tropezaron con algo frío, duro y extrañamente familiar. Por pura desesperación, lo aferró y lo sacó a la luz.
El grito que escapó de sus labios no fue humano. Fue un alarido visceral, un sonido puro de terror que heló la sangre de Marcus en las venas.
—¿Qué pasa? ¡Maya! —gritó, asomándose al límite.
Maya se había puesto de pie de un salto, tambaleándose. En su mano, sostenía con horror la causa de su espanto: un cráneo humano, blanquecino y terroso, que las hojas habían ocultado. Lo soltó como si le hubiera quemado la piel. El objeto cayó de nuevo sobre el follaje con un crujido sordo. Pero el griterío de Maya no cesaba; era el sonido de una cordura que se resquebrajaba, un eco de horror que llenaba el pozo y se perdía en el bosque crepuscular, mientras Marcus las miraba, impotente, desde arriba.
Desde su posición en el borde, Marcus intentó calmar a la aterrada Maya, aunque a él mismo le resultaba inconcebible haber descubierto restos humanos en aquella fosa. Sin embargo, fue Fernanda quien, moviéndose con una calma que parecía surgir de la nada, se acercó a su antigua acosadora y la envolvió en un abrazo, apartándola suavemente del macabro hallazgo.
—Tranquila, ya pasó —murmuró Fernanda, con una voz tan serena que contrastaba brutalmente con el horror de la situación. Su abrazo no era un gesto de familiaridad, sino un acto de pura humanidad. Los gritos histéricos de Maya se quebraron, transformándose en sollozos convulsivos que le sacudían todo el cuerpo.
—¿N-no te das cuenta? —balbuceó Maya, enterrando la cara en el hombro de Fernanda—. Somos las siguientes. Esto es una tumba y vamos a morir aquí.
—No digas eso. La ayuda ya viene. Solo respira —insistió Fernanda, acariciando los rizos despeinados de Maya con una ternura que desarmaba toda lógica.
—¡ESTO ES MI CULPA! —aulló Maya, con la voz cargada de mocos y lágrimas—. Es mi karma, por cómo te traté... y ahora voy a pagarlo aquí, contigo.
—Si es por Marcus, no hay problema. Ya no me le acercaré… —intentó ceder Fernanda, pero Maya la interrumpió con vehemencia.
—¡No, no es solo por eso! —gritó, apartándose un poco para mirarla a los ojos—. Es por todo lo demás. Por cómo me desquité contigo por culpa de la maldita De la Rose, por mi envidia... y ahora nos vamos a morir aquí, ¡y es lo que me merezco!
—Son tonterías —repitió Fernanda, con una firmeza compasiva, y atrajo de nuevo a Maya contra su pecho—. Nadie se va a morir.
—¿Por qué... por qué eres tan buena conmigo? —gimoteó Maya, su orgullo completamente disuelto—. Si yo me porté horrible contigo.
—No podría guardarte rencor —susurró Fernanda, y era la verdad más pura que había pronunciado en mucho tiempo—. No dijiste ninguna mentira que no doliera, y los golpes... los golpes siempre sanan.
En ese momento, un rumor de pasos y voces autoritarias cortó la claustrofóbica escena. Marcus se puso de pie de un salto y divisó entre los árboles el destello naranja de los chalecos de Protección Civil. Tres oficiales y dos paramédicos con una camilla plegable emergieron del bosque, seguidos por el guía, la enigmática recepcionista y una Alicia pálida y preocupada.
Con eficiencia militar, los oficiales apartaron a Marcus, aseguraron una soga gruesa al tronco de un pino robusto y la dejaron caer por la sima. Uno de ellos se descendió en rápel. Minutos después, que se hicieron eternos, Maya era izada a la superficie. Los paramédicos se abalanzaron sobre ella, evaluando los numerosos raspones y moretones que adornaban su piel. Alicia no esperó; corrió y abrazó a su amiga con una fuerza que hablaba de un miedo reprimido.
—¿Te sientes bien? —preguntó Marcus, acercándose mientras los paramédicos trabajaban.
—Solo... avergonzada —confesó Maya, evitando su mirada—. En serio pensé que no saldría de ahí.
—Entonces, ¿todo lo que dijiste ahí abajo fue solo... el pánico hablando? ¿Un intento de que algún Dios te perdonara y te sacara de allí? —presionó Marcus, con suavidad pero sin dejar de mirarla—. ¿O de verdad dejarás de buscar pleito con Fernanda y Ángela?
Maya guardó silencio, concentrándose en el escozor del alcohol que limpiaba sus heridas. La pregunta quedó flotando en el aire, sin respuesta.
—¿Cuál es la profundidad? —preguntó una de las paramédicas a un oficial que pasaba cerca.
—Siete metros —fue la respuesta seca, sin detenerse.
—Siete metros —repitió el otro paramédico, silbando bajito—. Y parece que no tiene ninguna fractura.
—Eres una chica con mucha suerte —concluyó la paramédica, vendando un rasguño—. Solo raspones y moretones. Aunque aún falta ver a la otra chica. —Hizo una pausa y miró hacia el pozo con preocupación—. Por cierto, se están tardando en sacarla.
—Es que hay un esqueleto completo ahí abajo —aclaró su compañero—. Se embobaron con el hallazgo.
Al oír la palabra "esqueleto", Maya se encogió como si la hubieran golpeado. Se abrazó a sí misma, empezando a temblar de nuevo, entorpeciendo el trabajo de la paramédica. El shock regresaba con fuerza.
—No, no quiero... quiero irme, ¡quiero irme de aquí! —suplicó, y echó a caminar tambaleándose hacia el sendero.
—¡Maya! —la llamó Marcus, interceptándola—. Maya, tranquila. Ya estás a salvo.
—Esa... esa cosa —tartamudeó, con los ojos desencajados—. No puedo... no puedo sacarla de mi cabeza.
Alicia la abrazó de nuevo, conteniendo su temblor.
—Lo importante es que las dos están a salvo y... —intentó decir Marcus.
—¡Es que no lo entiendes! —lo interrumpió Maya, mostrándole sus manos manchadas de tierra como si estuvieran sucias de muerte—. Estuvimos en una tumba. —La palabra cayó con un peso funesto, y rompió a llorar de nuevo, sin consuelo.
—Es mejor que la llevemos a la cabaña —sugirió Alicia con voz firme.
Marcus asintió, encomendándole la tarea. Su mirada ya buscaba regresar al pozo, necesitaba ver con sus propios ojos que Fernanda estaba bien.
Cuando volvió al borde del abismo, encontró un espectáculo distinto. Todos, incluidos los paramédicos, miraban hacia abajo con curiosidad mórbida. Marcus se asomó, buscando a Fernanda entre las figuras de abajo, pero su corazón dio un vuelco al no encontrarla. Entonces, por pura casualidad, su mirada barrió el perímetro del claro y captó un movimiento furtivo: la recepcionista, con su impecable uniforme, guiaba a una Fernanda visiblemente conmocionada, pero ya a salvo, hacia la espesura del bosque, alejándose de todos con una discreción que parecía calculada.
Sin pensarlo dos veces, ignorando a los oficiales que ahora celebraban el macabro hallazgo arqueológico, Marcus se escabulló en silencio y comenzó a seguirlas. El misterio, lejos de resolverse, se profundizaba.