Luego, la mezcla de arroz y sal se convirtió en una pasta abrasiva que trabajó con empeño, limpiando hasta el último poro de la piedra. Incluso se dedicó a sacar con la uña los granos de arroz atrapados en las grietas. Al regresar, Sam lo examinó con ojo crítico y asintió con aprobación.
—Buen trabajo. Ahora, a moler. —Ya tenía lista la olla con los tomates y chiles cocidos en la mesa.
Marcus comenzó, y sus movimientos torpes y exagerados delataban su total inexperiencia. Pero Sam, con una paciencia infinita, lo guió: "Échale un poco más de sal", "Ahora los chiles, pero sin las venas si no quieres que pique mucho", "Muévelo en círculos, no como si estuvieras cavando un hoyo". Cada consejo era una pequeña revelación. Y con cada probada que él mismo daba a la salsa, podía jurar que el sabor mejoraba, transformándose de una mezcla aguada a algo complejo y sabroso. Por fin, dio por terminada su obra y Sam probó.
—¡Ja! —soltó una carcajada—. ¿Quién iba a decir que un gorilón como tú tendría tan buen sazón?
La cocina se convirtió entonces en un dúo sincronizado. Sam seguía con las tortillas mientras Marcus, ahora con una confianza recién descubierta, la ayudaba a acomodar la carne en la parrilla.
Fernanda fue una de las primeras en llegar. Le siguieron Cecil y Gabriel, pegados el uno al otro como de costumbre, aunque había algo distinto en su dinámica, una relajación nueva, como si un peso se hubiera esfumado.
El lugar comenzaba a bullir de vida. Todas las mesas parecían ocupadas. De algunas se escapaban los compases de música, mientras el aroma de la comida al carbón se mezclaba con las risas de los niños que, en una partida interminable de atrapadas, se mojaban unos a otros con pistolas de agua llenadas directamente en el lago. Dentro del agua, la escena era similar: las orillas estaban pobladas por padres vigilantes y bañistas que entraban y salían de la superficie vaporosa.
Como hormigas ante un festín, los vendedores ambulantes surgieron entre las mesas, ofreciendo un surtido variopinto: pulseras de colores, lentes de sol, sombreros de ala ancha, aceites, cremas, frituras, recuerdos kitsch, e incluso servicios de tatuajes temporales y peinados extravagantes. Los chicos, con una sonrisa educada, declinaban una y otra vez sus ofertas.
Mientras, Sam y Marcus formaban un dúo inesperado en la cocina, cortando nopales, longaniza y cebolla con concentración.
—¿No piensas nadar? —preguntó Sam, sin apartar los ojos de sus tortillas.
—No, no sé nadar —confesó Marcus, el cuchillo golpeando el tablero con ritmo seguro.
—¿En serio? —La incredulidad era palpable en la voz de Sam—. Parece extraordinario. Con tu físico, cualquiera diría que dominas cualquier deporte. Entonces, ¿por qué viniste?
—No conocía el lago —respondió él, tajante, enfocándose en no cortarse—. Quería verlo antes de irme.
—¿Irte?
—Cuando termine la secundaria, regreso a Oaxaca.
—¿No vas a seguir estudiando? —preguntó Fernanda, en un susurro que casi se lo llevó el viento.
El muchacho no contestó. Siguió cortando. La había escuchado, pero no tenía intención de responder; no quería revivir la memoria de cómo lo habían obligado a regresar a Oaxaca. Sin darse cuenta, perdido en ese pensamiento amargo, la hoja del cuchillo se desvió y se clavó en la yema de su dedo índice. Soltó el utensilio con un juramento ahogado y se llevó el dedo a la boca. El dolor y la cortada eran insignificantes, pero bastaron para atraer la atención de Fernanda, quien, con movimientos urgentes, sacó de su mochila un pequeño kit de primeros auxilios. De él extrajo un antiséptico en aerosol, algodón y una vendita. Sin pedir permiso, le arrebató el dedo de la boca a Marcus, le roció el antiséptico, limpió el minúsculo tajo con un trozo de algodón y le colocó la curita. La curación fue tan rápida y eficiente que dejó a Sam y al propio Marcus boquiabiertos, mirando su dedo ya vendado como si fuera magia.
—Gracias —logró pronunciar al volverse hacia ella.
Fernanda asintió con una leve sonrisa mientras guardaba el antiséptico en su estuche.
—No fue nada —dijo—. Si quieres, puedo enseñarte a nadar.
Marcus, de nuevo, no le contestó y volvió a su labor, sumido en un silencio que era más elocuente que cualquier palabra.
El tiempo transcurrió y, para las tres de la tarde, el grupo estaba completo, reunido alrededor de la mesa, cansado y hambriento. Sam, Marcus y Fernanda ya habían iniciado la cocción de la carne, sirviendo a los chicos conforme iban llegando: un plato con arroz, carne a la parrilla y nopales.
El ambiente era alegre y cordial. Comían y charlaban sobre sus aventuras en el agua, todos excepto Alicia y Maya, que habían ido al bosque en un tour, paseando con un grupo mientras escuchaban las explicaciones de un guía.
—En realidad el tour no es nada novedoso —comentó Alicia mientras se preparaba un taco con costilla y una generosa cantidad de salsa—. No nos contaron nada que no supiéramos desde el jardín de niños, ya saben, sobre la creación de los pozos.
—¿De qué hablas? —preguntó Marcus, que se servía un refresco.
—Es cierto —intervino Martín con energía—. Tú eres "nuevo".
—Supongo que conoces el mito del Quinto Sol —dijo Alicia, después de engullir medio taco.
—No estoy seguro.
—Es sobre Quetzal... —empezó Fernanda, animada, con un volumen suficiente para llamar la atención de todos—. Fue a Mictlán para pedirle a Mictlantecuhtli los huesos sagrados y poder llevarlos a la gran Tenochtitlán...
—¡Ah, sí! —exclamó Marcus, iluminándose—. Sobre la creación del hombre.
—Sí, bueno —continuó Alicia—. Cuando Quetzalcóatl salió de Mictlán, el dios de la muerte lo traicionó. Mandó a sus vasallos a que prepararan una trampa en la que Quetzalcóatl terminó cayendo y muriendo.
—Cayó porque se confió demasiado —agregó Fernanda.
—Fueron los pozos —siguió Alicia—. Resulta que el dios pasó por estos lares, que en esos tiempos solo eran tierras áridas, sin bosque ni lago. Los vasallos excavaron estos pozos como trampas y hicieron bastantes para que cayera. Cuando el dios resucitó, se dio cuenta de que los huesos sagrados estaban rotos y roídos por órdenes de Mictlantecuhtli. Eso enfureció a Quetzalcóatl. Su cólera fue tal que estas tierras empezaron a hervir, y las lágrimas del dios inundaron el lugar, creando el lago. —La chica terminó su relato y tomó un sorbo de su bebida.
—Vaya, qué increíble mito —expresó Marcus, que había puesto toda su atención—. La verdad no soy muy fanático de la mitología, pero esa histo...
El joven enmudeció. Sus ojos se clavaron en Fernanda. Como era habitual, pero esta vez de una forma inquietante. Los demás, al notar la mirada fija de Marcus, volvieron la cabeza hacia Fernanda y, de igual forma, se estremecieron al verla. La chica comía sin problema alguno, incluso con buen apetito, devorando un taco de costilla con longaniza y nopales. Pero de sus ojos, silenciosamente, caían gruesas lágrimas de un rojo oscuro y espeso.
—Por Dios —alertó Ángela, poniéndose pálida—. ¿Estás bien?
Fernanda, extrañada, pasó el bocado y vio que todos la observaban con horror.
—Estás llorando sangre —informó Ángela, con la voz quebrada.
Fernanda, alarmada, agarró una servilleta y se limpió los ojos, de donde las sangrientas gotas rodaban por sus mejillas y caían, manchando de un rojo crimsón la blanca playera que la envolvía.
—Oh, no, perdón, perdón —se disculpó, desconcertada—. Me pasa de vez en cuando.
Velozmente, se levantó de su lugar y salió corriendo en dirección a los baños. Ángela la siguió de inmediato. En la mesa, los chicos se quedaron sumidos en un silencio cargado de ansiedad.
—Raro una vez, raro siempre —insinuó Maya, burlona, rompiendo el hechizo.
—Llorar sangre es un síntoma muy grave —mencionó Gabriel, preocupado—. Puede ser que esté herida.
—Claro que sí —respondió Maya con sorna—. Es normal que lo pongan en su lugar.
—¿No les parece raro que se mencionara lo de las lágrimas de ira de Quetzalcóatl y ella llorara sangre? —comentó Gloria de forma ingenua, encontrando una relación que a los demás se les había escapado.
—¿A qué te refieres? —cuestionó Sam.
—¡No, no hay relación! —exclamó Alicia, histérica—. Hablamos de mitología y, tal como dicen Gabriel y Maya, debieron haberla golpeado o... debe tener una enfermedad. Solo es coincidencia que llorara sangre justo ahora.
Todos tomaron esa afirmación como verdad y decidieron no hablar más del tema. Marcus, por su parte, estaba inquieto. Una curiosidad profunda lo corroía por conocer la historia detrás de esas lágrimas, aunque no estaba seguro de si debía preguntar.
Poco tiempo después, Ángela y Fernanda regresaron. Fernanda se había lavado la cara, eliminando cualquier rastro de sangre. Su playera, sin embargo, estaba húmeda y mostraba manchas de un color café oscuro donde antes habían caído las gotas rojas.
Cuando Cecil terminó de comer, se levantó. Gabriel, al verla, devoró el último bocado de su taco y la siguió. Martín, sin decir nada, se puso de pie y partió con su plato, no sin antes agarrar unos trozos más de bistec y tortillas. Ángela anunció que iría a la cabaña a revisar si el colchón ya estaba ahí; de lo contrario, visitaría de nuevo la recepción. Alicia y Maya cuchicheaban y de vez en cuando reían con risitas frenéticas. Gloria y Sam, en cambio, conversaban en un tono más bajo y recatado.
De pronto, Maya abandonó la conversación con su amiga y se acercó a Marcus, que daba sorbo tras sorbo a su refresco.
—Oye, Marcus —le habló, con un tono un tanto apenado—. Me preguntaba, más bien, nos preguntábamos Alicia y yo, si... bueno, si no tienes nada que hacer, si podrías acompañarnos, a la entrada del lado oriente del lago. Iremos en una expedición por el bosque; resulta que hay una exposición que da más detalles sobre los pozos.
Marcus no contestó de inmediato. Giró la cabeza para mirar a Fernanda, que luchaba a mordiscos contra un bistec que se resistía a ser mascado, y pensó una respuesta.
—¿Puede ir Fernanda con nosotros? —tanteó.
El semblante de Maya pasó de la feliz expectación a un ceño fruncido. Torció los labios con desagrado al volver la vista hacia Fernanda.
—¿Por qué? —cuestionó, ya enfadada.
—No puedo alejarme de ella —respondió el muchacho, contándole a medias la precaria situación en la que se encontraba Fernanda y lo probable que era que volviera a ser atacada—. Ángela me mataría.
Maya pensó un momento y, a regañadientes, aceptó.
—Entonces sí vamos a ir —dijo entusiasmada Alicia, que se había acercado a los muchachos.
—Claro. Déjenme, voy por Fernanda —contestó Marcus, confundiendo a Alicia.
El fortachón se acercó a la pálida chica.
—¡Fernanda, vamos! —ordenó, con un tono autoritario que no admitía réplica. Luego, girándose hacia Sam y Gloria—: Chicas, vamos a acompañar a Alicia y a Maya al lado este del lago. ¿Les encargo el campamento mientras no estamos? Espero no tardarnos.
Sam asintió y Gloria levantó el pulgar en señal de aprobación. Fernanda, sin entender del todo lo que ocurría, se levantó, se limpió la boca con una servilleta y siguió a Marcus, que ya alcanzaba a Alicia y a Maya.