La mañana comienza como cualquier otra. El bullicio de la oficina, el sonido constante de teclados y teléfonos, el zumbido de conversaciones dispersas. Sin embargo, en mi escritorio, todo parece en silencio. Mi mente está atrapada en un único pensamiento: Eduardo.
Es imposible concentrarme. Cada vez que pasa cerca de mi escritorio, mi cuerpo reacciona como si un imán invisible me atrajera hacia él. El aire se vuelve denso, cargado de una energía inconfundible. Me esfuerzo por mirar mi pantalla, por no darme cuenta de la forma en que sus pasos se acercan, por no sentir la presión en mi pecho cuando su sombra se posa sobre mí.
Me obligo a mirar los papeles frente a mí, pero puedo sentir su mirada en la nuca, como un fuego que me quema la piel. ¿Cómo es posible que, a pesar de estar rodeada de gente, de tener mil cosas que hacer, mi mente solo se enfoque en él?
Es como si el resto del mundo desapareciera en el momento en que él está cerca. Cada uno de sus movimientos, cada paso que da, cada respiración que toma parece resonar en mis venas.
— ¿Todo bien? — Su voz rasga la quietud del aire, profunda y segura. La miro de reojo, y ahí está, parado frente a mí, sus ojos clavados en los míos. El magnetismo de su presencia me obliga a levantar la cabeza.
— Sí, claro. — Mi voz suena más vacía de lo que quisiera, y mi mente lucha por encontrar una respuesta coherente, pero todo lo que logro es quedarme atrapada en su mirada.
Su sonrisa es sutil, casi imperceptible, pero hay algo en ella, algo en la forma en que se curva, que me hace pensar que sabe exactamente lo que está causando en mí. El pensamiento me hace sentir vulnerable, expuesta. ¿Por qué no puedo mantener la calma? ¿Por qué la atracción que siento por él se ha convertido en una lucha interna?
Él no se mueve, no se aleja. Se queda allí, observándome, como si estuviera esperando algo, como si buscara una señal, un permiso para continuar con esta guerra silenciosa que se libra entre nosotros.
Mis manos tiemblan al escribir, la palabra "proyecto" se convierte en una serie de letras que no tienen sentido, como si mi cuerpo estuviera rebelándose contra mi mente. La tensión es palpable, cargada de un deseo que no quiero admitir.
— Necesito esos informes para la reunión de la tarde. — Su tono es firme, pero la mirada que me lanza es cualquier cosa menos profesional. Es como un roce eléctrico que me recorre desde la punta de los dedos hasta el corazón, y me obliga a dejar todo lo que estoy haciendo.
— Sí, los tendré listos. — Respondo, mi voz más baja de lo que debería.
Cuando se da la vuelta, puedo sentirlo, su cuerpo acercándose más y más, como si su esencia quedara flotando en el aire. No puedo dejar de pensar en él, en cómo su proximidad me consume, en lo difícil que se ha vuelto mantener la compostura.
Paso el resto del día atrapada entre la necesidad de concentrarme y la lucha por ignorar lo que está sucediendo entre nosotros. Cada vez que sus pasos se acercan a mi escritorio, mis sentidos se despiertan, alertas a cada movimiento suyo. Mi mente sabe que este juego, esta atracción peligrosa, no puede seguir así. Pero mi corazón no entiende de límites, no sabe de precauciones. Solo late al ritmo de cada mirada furtiva, de cada palabra no dicha.
La oficina, con su ruido constante, su flujo de personas, se convierte en un campo de batalla silencioso donde, entre papeles y proyectos, la guerra es de deseo, y yo estoy perdiendo terreno.
La tarde avanza lentamente, las horas se estiran como si el tiempo mismo estuviera jugando en nuestra contra. No puedo concentrarme. El sonido de los teclados, el zumbido de las conversaciones, todo parece desvanecerse cuando él se acerca una vez más.
— ¿Te ayudo con algo más? — pregunta Eduardo, esta vez con un tono que me hace dudar si está siendo amable o si, en realidad, está probando los límites de lo que puedo soportar.
— No... no, estoy bien. — Respondo con rapidez, tal vez demasiado rápido, y me doy cuenta de que mi respiración está acelerada, como si hubiera corrido una maratón.
Mi respuesta no es suficiente para disuadirlo.
Él sigue de pie allí, como si quisiera decir algo más, pero en lugar de eso, sus ojos se clavan en mí, llenos de una intensidad que me hace sentir como si mi cuerpo fuera a desintegrarse en la atmósfera. No sé cómo manejar esto. No sé cómo manejar lo que está sucediendo.
Finalmente, Eduardo se da la vuelta y se aleja. Pero, aunque sus pasos se desvanecen, la tensión permanece. Cada centímetro de mi piel sigue resonando con su presencia, como un eco que no deja de retumbar en mis venas.
El día termina, y yo aún no tengo idea de cómo manejar lo que está sucediendo entre nosotros. Mi mente sigue atrapada en ese espacio entre lo prohibido y lo deseado, un espacio donde la atracción y el peligro se mezclan y no puedo separarlos.
Es una guerra que no puedo ganar, pero tampoco puedo dejar de pelearla.
Cuando las luces de la oficina finalmente se apagan, me quedo en silencio, mirando el reflejo de mi rostro en la pantalla del ordenador, preguntándome si alguna vez seré capaz de escapar de esta trampa que se ha tejido entre él y yo.
La noche cae lentamente sobre la ciudad, y la oficina empieza a vaciarse, dejando el aire impregnado con la quietud de un día terminado. Las luces de los escritorios se apagan, pero la mía permanece encendida, como si me aferrara a una última esperanza de encontrar respuestas. Mi mente no deja de dar vueltas, atrapada entre la imagen de Eduardo y la realidad que sé que debo enfrentar.
Me levanto de mi silla, mis piernas un poco entumidas por tantas horas frente al escritorio. Mientras recojo mis cosas, una última mirada al reloj me recuerda que es hora de irme. Sin embargo, mis pasos parecen más lentos hoy, como si algo me retuviera en este lugar. Algo que no puedo comprender, algo que no quiero comprender.
Salgo del edificio y el aire frío de la noche me recibe, revitalizándome. Al tomar el taxi, mis pensamientos siguen enredados en las mismas preguntas. ¿Qué está pasando entre nosotros? ¿Qué son esos momentos, esos roces, esas miradas? La duda y el deseo se mezclan en mi mente, y aunque trato de calmarme, la sensación de estar al borde de algo prohibido no me abandona.
Llego a casa y, como si fuera lo único que me puede ayudar a organizar mis pensamientos, me dejo caer en el sofá. Un suspiro escapa de mis labios mientras mi teléfono vibra. Es un mensaje de mi mejor amiga, Carolina.
“¿Cómo va todo? Necesito saberlo, ¡hace mucho que no hablamos!”
Puedo sentir la calidez de su voz a través de las palabras, y no dudo ni un segundo en llamarla. Necesito hablar, necesito confesar lo que está pasando, aunque sé que no debo.
— ¿Hola? — Su voz curiosa me responde al otro lado, y aunque trato de sonar tranquila, sé que no lo estoy.
— Carolina... necesito contarte algo. — Mi voz suena un poco temblorosa, más de lo que quisiera. Siento cómo la incertidumbre se apodera de mí.
— ¿Qué pasa? ¡Me estás asustando! — Su tono cambia, se vuelve más serio, más preocupado.
Cierro los ojos un momento, pensando cómo empezar. Las palabras se enredan en mi boca, pero finalmente, encuentro la forma de decirlo.
— Creo que me enamoré... de un hombre prohibido.
El silencio al otro lado de la línea es profundo, y luego una risa nerviosa, como si Carolina no pudiera creer lo que está escuchando.
— ¿De un hombre prohibido? — Su tono se vuelve incrédulo. — ¿De quién hablas?
Mi mente se llena de recuerdos, de miradas, de roces. De Eduardo. De su presencia tan imponente, tan intensa, tan... peligrosa.
— De Eduardo Peldaños. — Digo finalmente, dejando el nombre caer como una bomba. — Mi jefe... el dueño de la empresa... Es casado, y yo... — Me quedo callada, incapaz de continuar.
Carolina estalla en una risa nerviosa.
— ¿En serio? ¿Estás diciendo que te has enamorado de tu jefe casado? — Su risa suena más como una mezcla de incredulidad y diversión. — ¡Esto suena como una novela, amiga!
Pero yo no encuentro la gracia.
— No es una broma, Carolina. No puedo dejar de pensar en él. Cada vez que lo veo, cada vez que nuestras miradas se cruzan... siento que algo está pasando, pero sé que no puedo... — Mi voz se apaga, porque sé que no hay palabras suficientes para describir lo que siento.
— Eso es peligroso, amiga. ¡Muy peligroso! — La advertencia en su voz me llega clara, y aunque sé que tiene razón, una parte de mí se resiste.
— Lo sé, lo sé... pero no puedo evitarlo. Él me mira de una manera que nunca me habían mirado, como si... como si yo fuera la única persona en la habitación. Como si... como si fuera todo lo que importa. — Mi voz tiembla con la confesión, y puedo escuchar el suspiro de Carolina al otro lado.
— Eso es lo peor. El "no poder evitarlo" es lo que lo hace aún más tentador. Pero piensa en lo que puede pasar, en las consecuencias. Y piensa también en su esposa. — La dureza en su voz me hace estremecer, y un peso pesado cae sobre mi pecho.
— Lo sé, lo sé... — Respondo, cerrando los ojos, sintiendo cómo el peso de la culpa empieza a instalarse en mi corazón.
El silencio se extiende entre nosotras, y sé que Carolina está pensando lo mismo que yo. No puedo seguir así, pero cada vez que veo a Eduardo, cada vez que escucho su voz, esa decisión se vuelve más difícil. La tentación me consume, pero el miedo a lo que podría suceder me paraliza.
Finalmente, Carolina rompe el silencio.
— Lo que está claro es que esto no va a terminar bien, ¿no? — Su tono es más suave ahora, como si intentara darme consuelo. Pero lo único que escucho es la verdad que no quiero oír.
— Lo sé. — Respondo, mi voz quebrada. — No sé qué hacer, Carolina.
— Tómate un tiempo. Alejate de él por unos días, y piensa con la cabeza fría. Este tipo de cosas no se resuelven en una noche.
— Lo intentaré... — Respondo, aunque en el fondo sé que mis pensamientos seguirán siendo un torbellino.
La conversación termina, pero la incertidumbre permanece. Me acuesto, dando vueltas en la cama, recordando cada momento, cada mirada de Eduardo. La guerra entre lo que debo hacer y lo que quiero hacer se libra en mi interior, y por primera vez, me siento atrapada.
Un hombre prohibido, un amor que no puedo tener, una decisión que no quiero tomar.
Y el silencio de la noche lo hace aún más insoportable.