Elías Navarro

1335 Words
Miami es una ciudad tramposa, te seduce con sus playas, su sol y esas palmeras que parecen pintadas en una postal, pero detrás de cada hotel lujoso hay sangre seca pegada en el piso. Yo lo sé mejor que nadie. Mi familia levantó medio Coral Gables a base de favores sucios, amenazas y cadáveres lanzados al océano de madrugada, amarrados a bloques de cemento para que nadie los volviera a ver. A los turistas les encanta venir aquí porque creen que todo es fiesta, ron y cuerpos en bikini, que lo disfruten. A mí me da igual,, yo sé que, debajo de esa fachada de paraíso, lo que se respira es miedo. Me llamo Elías Navarro, tengo treinta y tres años y soy el hijo mayor de Don Gabriel Navarro, el patriarca de esta familia. Para la prensa somos hoteleros, empresarios carismáticos, benefactores que ponen plata en universidades y hospitales. Pero para los que realmente entienden el juego, somos otra cosa: dueños de la noche, los socios que nadie quiere tener enfrente pero que todos, tarde o temprano, necesitan. Yo nunca quise ser político como mi padre, ni encantador como mi hermano menor, Julián, que sonríe y seduce hasta a las víboras. Mi papel fue distinto desde el principio, yo fui el elegido para ensuciarme las manos. Desde los diecisiete me entrenaron para lo que soy: el verdugo de la familia. El que ajusta cuentas cuando alguien se olvida de pagar. El que se encarga de que los testigos desaparezcan como si nunca hubieran existido. El que se asegura de que el apellido Navarro siga siendo intocable, aunque haya que regar de sangre media ciudad. ¿Me molesta? Para nada, hay algo limpio en la violencia, aunque suene contradictorio. Una bala no se anda con rodeos. Una bala dice más que mil palabras, y cuando atraviesa un pecho, cierra discusiones para siempre. Esa noche, sin embargo, mi padre no me mandó a matar a nadie. Me mandó al muelle de la familia, en Coconut Grove, a recibir a nuestros nuevos “aliados”, el avión los había dejado en Fisher Island, para no levantar sospechas y fuera más segura su llegada. Los Silvestri. Eran viejos capos italianos, con base en Nápoles y ramificaciones en Milán. Durante décadas defendieron su territorio con cuchillos y pólvora, pero los tiempos cambiaron y ellos se quedaron atrás. Hace unas horas, una emboscada casi los aniquila. El viejo Silvestri quedó herido de gravedad, y ahora, buscando sobrevivir, aceptaron la mano que mi padre les tendió desde América. Recordaba a su hija, en ese tiempo yo tenía veintiséis años, y la chiquilla tenía tan solo once, era divertido ver como me veía con insistencia cuando creía que yo no me daba cuenta, el temor en su mirada me divertía, tal vez para ella era como una especie de monstruo, pero miraba de manera muy diferente a mi hermano. Y sin embargo, ahora esa niña crecida venía a mi ciudad, a mi casa, algo dentro de mí me decía que su llegada iba a joderlo todo, estaba seguro de que era una caprichosa, mimada. El muelle estaba casi a oscuras, apenas iluminado por faroles, mis hombres custodiaban el perímetro, con rifles colgando del pecho, atentos a cualquier sombra que se moviera. Nadie podía acercarse sin mi permiso. Yo estaba apoyado contra la baranda, fumando, cuando vi las luces de una lancha rápida acercándose hasta atracar en el embarcadero. Los guardias saltaron primero, con las armas listas, y luego los paramédicos bajaron una camilla. Encima iba un hombre inconsciente, con vendas empapadas en sangre, era el capo Silvestri. Una leyenda reducida a un anciano moribundo. Y entonces la vi a ella. Valentina Silvestri. Nada quedaba de aquella niña que recordaba, la mujer que bajó de la lancha parecía hecha de acero, ¿Cómo carajos se había desarrollado tanto en tan solo siete años? vestía un pantalón n***o ajustado al cuerpo, (y que cuerpo) y una chaqueta de cuero, el cabello oscuro suelto caía hasta su cintura, caminaba erguida, sin titubear aunque sabía que cada hombre que estaba allí llevaba un arma cargada. Se detuvo frente a mí y me miró directo a los ojos, sin miedo, muy pocos hacen eso. —¿Tú eres el Navarro? —preguntó, con un acento italiano, mirándome de arriba abajo. Me quité el cigarro de la boca y lo apagué contra la baranda. —Elías Navarro —dije despacio— y sí, vine a recibirte —contesté, devolviéndole la mirada. Ella arqueó una ceja, no agradeció, ni fingió cortesía. —Recibirnos —corrigió, señalando con la cabeza hacia la camilla donde iba su padre. No respondí, solo hice un gesto a mis hombres para que trasladaran al capo al vehículo blindado que esperaba al inicio del muelle. La observé de reojo mientras caminaba detrás de los paramédicos, no había ni un temblor en sus manos. Ni una lágrima, yo sé reconocer el miedo, es parte de mi trabajo. Y en ella no vi ni una gota. Lo que sí vi fue rabia, una rabia que me pareció más peligrosa que cualquier arma. El convoy salió del muelle a toda velocidad, con dos camionetas negras abriendo paso. Yo iba en el asiento delantero, junto al chofer, miraba el retrovisor cada tanto. Ella estaba atrás, al lado de la camilla, con una mano apoyada sobre el pecho de su padre, como si con ese gesto pudiera mantenerlo con vida. —En la villa tendrán médicos privados. Nadie entrará sin autorización —le dije, por si eso era lo que le preocupaba. Ella me lanzó la mirada más fría que he recibido en años, ninguna mujer me había visto de esa manera, sino todo lo contrario. —¿Y debo confiar en tu palabra? —preguntó, con un tono despectivo. —Depende de cuánto valores seguir respirando tranquila —le contesté sin subir el tono. Nuestros ojos se encontraron en el espejo. La mayoría de los hombres no soportan mirarme a los ojos más de unos segundos. Ella no apartó la vista. —No estoy aquí para ser prisionera —escupió. —Eso depende de ti, princesa —dije con calma. Vi cómo se tensaba. Odió que la llamara así, perfecto. La villa apareció al final de una avenida privada, estaba rodeada de palmeras altas, era una mansión blanca, con ventanales grandes y rejas de hierro forjado. Nuestra fortaleza. Los guardias abrieron el portón y el convoy entró. Los médicos ya esperaban adentro, trasladaron a Don Silvestri a una habitación en el segundo piso. Valentina intentó seguirlos, pero uno de mis hombres le bloqueó el paso. Ella lo fulminó con los ojos. —Quítate —dijo, poniéndose tensa. El guardia no se movió. Yo intervine al ver que ella apretaba los puños, pensé que en cualquier momento le soltaría un golpe. —Déjalos trabajar, lo único que quieren es salvar a tu padre —dije, lo menos que quería era tener que soportar una rabieta. Ella se giró hacia mí, con la mirada ardiendo, sus enormes ojos verdes me fulminaron. —Si mi padre muere, te juro que lo pagarás con tu sangre —¿Era en serio? ¿Se atrevía a amenazarme? Lo dijo como quien ya tiene decidido el modo en que va a hacerlo. Me incliné sobre ella, con una sonrisa torcida. —Entonces más te vale rezar para que los médicos sean buenos. Ella se apartó, cruzando los brazos. Me quedé viéndola, había conocido a muchos herederos, muchos hijos de capos. Algunos eran cobardes. Otros, simples marionetas, ella no era ninguna de las dos cosas. Ella era fuego que quemaba con solo mirarle. Y estaba en mi casa, bajo mi protección, no sé qué estaba pensando mi padre al enviarme a hacerme cargo, debería de estar ajustando cuentas, no estar perdiendo el tiempo. Al verla entendí que aquella no iba a ser una alianza tranquila, esa mujer me iba a traer muchos problemas, aunque tenía que admitir que iba a ser entretenido lidiar con ella.
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