(punto de vista de Elías)
El olor a muerte entraba por debajo de la puerta incluso antes de abrirla. No es un olor que se aprenda en los libros, sino que se aprende en los almacenes húmedos a las tres de la madrugada, con un cuerpo a tus pies. Lo conocía bien. Y ahora impregnaba el pasillo de mi propia casa.
Había pasado la noche en el estudio, bebiendo whisky y revisando informes de nuestros negocios en Nápoles. La caída de los Silvestri dejaba un vacío de poder. Un vacío que era una oportunidad sangrienta y lucrativa para muchos interesados.
Don Silvestri había tenido un hijo, mayor que Valentina, pero lo asesinaron cuando aún era un niño, su madre no pudo soportarlo, y murió un par de años después, años que pasó de un hospital a otro, Valentina muy pequeña quedó a cargo de su padre.
Ella era la heredera de un imperio inmenso, un territorio codiciado por jefes de territorios dentro de la misma Italia y de otros países, por eso Don Silvestri había aceptado aliarse con mi padre, para protegerla.
No podía concentrarme en mi trabajo, tenía mucho que organizar y revisar, pero cada pensamiento volvía a ella. A la furia en sus ojos verdes, a la forma en que se había plantado ante mí, descalza y con mi camisa, a sus curvas, a su irreverencia, a su atrevimiento desafiándome en mi propio territorio. Era un problema, un problema precioso e irritante.
Un golpe en la puerta me sacó de mis pensamientos. Era Luca, el primo de ella, tenía la cara demacrada, los ojos hundidos.
—Es Don Silvestri —dijo, sin preámbulos— me pidió que te buscará, quiere verte.
Maldije en silencio, eso no era buena señal. Un hombre moribundo que pide a la familia y al verdugo sólo quiere una cosa: legados. Y los legados siempre son un lío.
—Ahora no tengo tiempo —contesté malhumorado —iré más tarde.
—Ya no hay tiempo, son sus últimos momentos —Luca no suplicó directamente, pero podía ver la súplica en sus ojos, después de todo era su tío el que estaba muriendo.
Asentí lentamente, me levanté para seguirlo.
Al entrar en la habitación, el viejo estaba en la cama, parecía ya más cadáver que hombre. Valentina estaba arrodillada a su lado, agarrando su mano, sus hombros temblaban, pero no emitía un solo sonido. Era más fuerte de lo que le parecía.
Los ojos vidriosos del viejo Silvestri se clavaron en mí. Me hizo una seña débil con los dedos, para que me acercara. Respiré profundo, apretando la mandíbula, y obedecí. Me puse al otro lado de la cama, frente a Valentina.
—Elías Navarro —la voz de Silvestri era un susurro áspero, parecía que arrastraba piedras pesadas— ¿Eres un hombre de palabra?
Fruncí el ceño al escucharlo, aquella pregunta era una trampa.
—Soy un hombre de negocios —respondí, evasivo— y mi palabra cuenta. ¿Por qué lo pregunta? —Aquel viejo aun en el umbral de la muerte era astuto.
Una tos violenta lo sacudió. Valentina apretó su mano, sus nudillos se pusieron blancos.
—No tengo tiempo para juegos de palabras, muchacho —escupió él, recuperando el aliento— te lo diré claro, estoy muriendo.
Valentina hizo un sonido ahogado.
—Papá, no…
—Cállate, niña —la interrumpió— escucha, esto es importante —se escuchaba desesperado, sus ojos se clavaron en los míos— cuando yo me vaya, ella se quedará sola. Será un blanco fácil, todos querrán su territorio, su nombre, su sangre. Luca es buen hombre, pero no es un capo. No puede protegerla.
Sentí una sensación extraña en mi estómago. Sabía hacia dónde iba esto. Y lo detestaba, no quería tener nada que ver con lo que estaba sucediendo.
—¿Qué quiere que haga? —pregunté, aunque ya lo sabía, en mala hora me había encargado hacerme cargo de esta gente mi padre, ¿Por qué demonios no había regresado antes de su viaje?
—Cásate con ella —dijo directo, sin preámbulos.
Me quedé en silencio, hasta el pitido de la máquina pareció callarse. Vi cómo el rostro de Valentina se descompuso en una mueca, para ella aquella locura era igual de desagradable.
—¿Qué? —logró decir, con voz quebrada— papá, no... por favor…
—¡Cállate! —rugió él con la poca fuerza que le quedaba, y el esfuerzo lo dejó jadeante— es la única manera... La única... te matarán, o te obligarán a casarte, y tal vez sea alguien despreciable —me miró de nuevo, suplicante y exigente —Júramelo, júrame que te casarás con ella. Que la protegerás, que serás su escudo. Y que tomarás el control de lo que es suyo... hasta que... hasta que puedan defenderse.
Maldije internamente, con toda la furia que llevaba dentro. No quería una esposa, menos una como ella, una fiera indomable, y que de seguro iba a odiarme, sería una cadena, un grillete, una distracción, un dolor de cabeza constante. Quería negarme, quería decirle al viejo que se fuera al infierno con su petición absurda, tenía muchos enemigos, y ella sería un punto débil.
Iba a negarme, pero miré sus ojos, eran los ojos de un hombre que lo había perdido todo y suplicaba por lo único que le quedaba. A un hombre así no se le niega nada. Es la única regla no escrita en la mafia que hasta los monstruos respetamos.
Apreté la mandíbula hasta que me dolió. Asentí, obligadamente.
—Lo juro —dije, casi en un siseo, mientras maldecía internamente.
Una paz inmediata, se apoderó de su rostro. Sonrió, fue una mueca triste, y apretó la mano de su hija.
—Bien... —susurró— ahora... ahora puedo... descansar…
Su respiración se hizo más lenta, y los ojos se le fueron cerrando, mi juramento era lo único que había estado esperando.
—Papá... —lloriqueó Valentina— papá, por favor, no te vayas. No me dejes —Valentina lloraba desesperada.
Pero él ya no respondía, su pecho se elevó una última vez, con un suspiro prolongado, y luego... nada. La línea de la máquina se volvió, un pitido largo se escuchó al instante..
Valentina lo miró, incapaz de procesar lo que estaba pasando. Y entonces, se quebró por completo.
Un grito desgarrador, animal, salió de su garganta, fue un sonido que no parecía humano, cargado de un dolor tan grande que me hizo retroceder un paso. Se abrazó al cuerpo de su padre, sacudiéndose con unos sollozos tan violentos que parecía que iba a desarmarse.
—¡No! ¡No! ¡Papá! ¡Vuelve! ¡Por favor! —Suplicó, sacudiendo el cuerpo.
Luca entró corriendo, al oír el grito. Se detuvo en la puerta, viendo la escena, y su rostro se arrugó en un dolor silencioso. Me miró, y en sus ojos no había sorpresa, sólo una resignación amarga.
Los médicos y las enfermeras entraron de inmediato, se acercaron para revisar al viejo, trataron de sacar a Valentina, pero fue inútil, no pudieron hacerlo, después de revisarlo, una enfermera apagó el aparato que pitaba, el médico cubrió el rostro de Don Silvestri, y antes de salir dirigió a Valentina un débil lo siento.
Yo sólo podía quedarme ahí, plantado, sintiendo el peso de un juramento que ya me ahogaba. Acababa de prometerle mi libertad a un fantasma.