Valentina Silvestri

1457 Words
La iglesia estaba llena, pero lo único que escuchaba era mi respiración detrás del velo, avancé lentamente, con los ojos nublados por las lágrimas. Sentía impotencia y rabia, no era una novia, era una prisionera vestida de blanco. Las flores, la música, los invitados… todo parecía una burla. Yo quería gritar, romperlo todo, pero mis pies seguían moviéndose, aunque los sentía pesados, como si fueran de plomo. Él me esperaba al fondo, lucía tranquilo, convencido de que me tendría. Apreté el ramo con fuerza, fue entonces cuando mi cabeza me llevó de golpe a aquella noche, la noche que lo cambió todo. Italia, medianoche. Nunca confíes en el silencio, esa fue la primera lección que me dio mi padre desde que era niña, me decía que el silencio en nuestro mundo no era paz, “Si todo está demasiado quieto, significa que alguien ya se movió contra ti, y tarde o temprano lo sabrás de la peor forma”. Esa noche lo confirmé. Me despertó un ruido extraño, un golpe contra la ventana del pasillo. Abrí los ojos y el corazón me dio un vuelco, como esa punzada que te dice que el peligro ya está dentro. La costumbre me salvó, no me tomó por sorpresa, siempre dormía con una pistola bajo la almohada. Siempre la tenía por cualquier cosa. Me levanté descalza, y avancé sigilosamente, el pasillo estaba apenas iluminado por una lámpara de pared. Avancé despacio, y ahí lo vi. La silueta de un hombre entraba por la ventana, el intruso traía un cuchillo en la mano. No pensé, solo actué. Le disparé directo al pecho. El sonido se escuchó en toda la villa, el hombre cayó de espaldas, convulsionó en el suelo un par de veces y se quedó inmóvil. La sangre manchó la alfombra, el olor a pólvora invadió mi nariz, quemándome la garganta. Era la primera vez que disparaba contra un hombre, pero esa noche sentí que no sería la última. Escuché gritos en la planta baja, muchos pasos, y luego disparos, entendí al instante lo que estaba pasando, aquel no era un ladrón, estábamos bajo ataque. Mi celular vibró en el bolsillo del pijama. “Valentina, baja ahora”. Era un mensaje de Luca, mi primo y jefe de seguridad. Guardé el arma y corrí por el pasillo, bajando las escaleras lo más rápido que pude, el infierno había empezado. La puerta principal se derrumbó con una explosión, hombres encapuchados entraron, disparando ráfagas. Los nuestros respondieron, y el vestíbulo se convirtió en un campo de batalla. El olor a pólvora se mezclaba con el humo de los sillones incendiados. Entonces vi a mi padre. Don Silvestri, capo de la familia, estaba desplomado en el sofá, tenía la camisa empapada, manchada de rojo. Dos de nuestros hombres lo cubrían mientras Luca trataba de arrastrarlo hacia la salida trasera. —¡Valentina, corre! —me gritó Luca. —¡No lo voy a dejar! —respondí, corriendo hacia mi padre. Otro disparo estalló cerca. El vidrio de la lámpara sobre mi cabeza se hizo añicos y los fragmentos me cortaron la mejilla. —¡Joder, niña, no discutas, hazme caso! —Luca me sujetó del brazo con tanta fuerza que me dejó la piel ardiendo— nos van a acribillar si seguimos aquí. ¡Muévete ya! No vamos a dejarlo. Mi corazón latía de prisa, ver a mi padre débil, jadeando, era como mirar a un gigante derrumbado. Los hombres de Luca lo cargaron, mientras la sangre goteaba. Corrimos hacia la salida secreta que daba hacia el jardín trasero. Detrás de nosotros, la villa se estremecía con explosiones y gritos. Un coche n***o nos esperaba con el motor encendido, y las puertas abiertas. Me metieron casi a empujones mientras subían por el otro lado a mi padre. Mientras los guardias nos cubrían disparando ráfagas. . Luca subió al asiento del copiloto y gritó: —¡Vámonos! El auto arrancó a toda velocidad, bajando la colina hacia el puerto privado. Desde la ventana trasera vi cómo la villa ardía, mi hogar, mis recuerdos, todo se consumía en llamas, a lo lejos se escuchaban las sirenas, pronto llegaría la policía. Me ardían los ojos, pero no lloré, eso no remediaría nada, las lágrimas no sirven en la mafia. Llegamos al muelle, ahí nos esperaba un yate pequeño, con hombres armados custodiando. —De aquí a Marsella, y de Marsella iremos en avión a Miami —explicó Luca mientras me entregaba un abrigo para cubrirme. —¿Miami? —repetí con incredulidad. —Don Navarro nos ofrece refugio, tu padre ya arregló la alianza antes de que lo atacaran. Los Navarro eran una familia poderosa en América, con redes en Miami, México y Madrid, conocidos por manejar hoteles y discotecas como fachada, pero eso no los hacía temibles, sino el hecho de hacer desaparecer a quien se interpusiera en su camino. Y especialmente era conocido Elías Navarro, el hijo mayor, a quien llamaban el verdugo. Un recuerdo llegó a mi mente, yo tenía once años y lo vi en una fiesta en Sicilia, él ya tenía veintitantos, llevaba un traje oscuro, era endiabladamente guapo, pero su mirada era helada, tenía una sonrisa torcida, nadie se atrevía a sostenerle la vista, yo tampoco, solo recuerdo que pensé que no parecía humano, sino una fiera contenida en un traje, me pareció inalcanzable. Esa noche, mientras cenábamos, mi padre me dijo sin rodeos: —Algún día tendrás que tratar con ellos, son nuestros aliados, pero también son depredadores, deberás mantener tus ojos abiertos. Nunca he olvidado esa advertencia. Ahora Elías tenía treinta y tres, y decían que era más cruel que antes, se había vuelto más frío, más despiadado. Y yo iba directo a su territorio. El motor del yate rugió, yo me aferré al asiento, apretando la pistola contra mi muslo. Me senté junto a mi padre, que estaba pálido, tenía ojos cerrados y su respiración era entrecortada. Cada tanto tosía y manchaba con sangre el pañuelo que Luca presionaba contra la herida. —Aprieta más fuerte —le dije, aunque sabía que la presión apenas lo mantenía con vida. Luca me miró, en sus ojos pude ver rabia, él era un muro de acero que difícilmente mostraba emociones. Pero esa noche, en sus ojos, también vi miedo. El mar estaba oscuro, apenas iluminado por la luna. Los guardias miraban alrededor con las armas preparadas, atentos a cualquier lancha que pudiera seguirnos. Yo no podía apartar la vista de la costa, la villa ardía como una antorcha en la colina, la columna de humo se elevaba hasta el cielo. Era mi hogar, los recuerdos de mi madre estaban en esos muros que se consumían ante mis ojos. Un disparo se escuchó a la distancia. —Nos siguen —murmuró uno de los hombres. Me levanté, pero Luca me empujó de nuevo al asiento. —¡Siéntate, Valentina! —me gruñó— no te muevas hasta que yo lo diga. Quise insultarlo, gritarle que no me hablara como si fuera una niña indefensa, pero la voz se me quebró. Porque en ese instante vi a mi padre abrir los ojos, apenas un segundo, su mirad se clavó en la mía. —Figlia mia… —susurró con un hilo de voz. Le sujeté la mano con fuerza. —Papá, no hables, vas a estar bien. Él sonrió, y me apretó la mano, como para tranquilizarme. —Sobrevive… —dijo. El motor rugió más fuerte cuando el capitán del yate aceleró, atrás, dos lanchas aparecieron. Los nuestros dispararon, el mar se iluminó con destellos. Yo me agaché sobre mi padre, protegiéndolo instintivamente. Podía sentir cómo cada sacudida del bote lo lastimaba. —¡Manténganse firmes! —gritó Luca, cargando su arma y disparando hacia la lancha más cercana. Los impactos resonaron en el casco de madera, yo respiraba entrecortado, con los dientes apretados, odiando mi impotencia. Un proyectil rozó la barandilla, astillando la madera. Otro pasó tan cerca de mí que lo sentí rozarme la oreja. Uno de los guardias cayó, un proyectil había dado de lleno en su frente, dos hombres lo lanzaron al mar, no había piedad en momentos como ese. El combate duró minutos que me parecieron eternos, hasta que las lanchas enemigas, dañadas, desaparecieron, yo seguía temblando, con la pistola entre las manos, dispuesta a usarla si era necesario. El capitán gritó algo, y el motor bajó la intensidad. Habíamos ganado un respiro. Luca revisó la herida de mi padre, maldiciendo en voz baja. —Necesitamos un médico ya —gruñó. —¿Cuánto falta para Marsella? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta. —Horas, pero desde ahí volaremos a Miami. Cerré los ojos con fuerza, solo rogaba para que resistiera mi padre.
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