Capítulo 14

1811 Words
Punto de vista HELENA El correo había llegado la noche anterior. Escueto, elegante, con el logo de la Fundación Doménech como firma. “Asunto: Reunión estratégica – Posible alianza.” Adjuntaba un archivo con dirección, hora y nombre del supuesto interlocutor. Nada parecía sospechoso. Y sin embargo… algo en su intuición vibraba como una alarma muda. Helena llegó puntual. El edificio era nuevo, demasiado nuevo. La recepción relucía, pero estaba casi vacía. Una planta sin oficinas definidas, con carteles temporales y olor a pintura fresca. —Buenos días —dijo al recepcionista—. Helena Campos. Tengo una cita con la Fundación Doménech. El hombre frunció el ceño, revisando una lista. —¿Nombre del remitente? Helena revisó su móvil. El correo ya no estaba. Desaparecido. Borrado. Sin rastro. Ni en la bandeja de entrada, ni en enviados. —Debe ser un error —murmuró, sintiendo cómo la sangre le bajaba a los pies. El recepcionista volvió a mirarla. Ahora con una mueca ambigua. —Lo siento, señorita. Nadie de la Fundación trabaja aquí. Helena sintió que el estómago se le comprimía. No era un error. Era un movimiento calculado. Una jugada en la sombra. Y alguien… había querido que se sintiera así: expuesta, vulnerable, ridícula. Pero no lo iba a lograr. Respiró hondo, dio media vuelta y salió sin mirar atrás. Solo cuando estuvo en la calle, en medio del aire frío de la mañana, se permitió apretar los dientes. —Muy bien —susurró para sí, mientras marcaba el número que nunca pensó volver a usar—. Si querían jugar… ahora sí tienen una rival. Punto de vista GASPAR —¡¿Quién carajos organiza una reunión estratégica sin avisarme?! —bramó Gaspar, golpeando la mesa con la palma abierta. Salazar y Samuel intercambiaron una mirada rápida. De esas que dicen “ya empezó el apocalipsis en corbata”. —No fue ninguno de nosotros —intentó decir Salazar, alzando las manos como si la sala fuese una zona de guerra—. No hubo solicitud formal. No hay registros. Gaspar caminaba de un lado a otro como un león enjaulado. Se quitó la americana, se aflojó la corbata, y terminó arrojándola sobre el respaldo de la silla. —La Fundación Doménech no envió nada. ¡Alguien usó nuestro nombre! ¡Nuestro maldito logo! Samuel se aclaró la garganta. —Helena fue. ¿No? Gaspar se giró hacia él tan rápido que Samuel retrocedió un paso sin querer. —¡Claro que fue ella! ¿Y sabes qué es lo peor? —continuó, con el gesto desencajado— Que seguro llegó puntual, educada, profesional… y se encontró con una trampa. Se frotó el rostro, frustrado. Se estaba quemando por dentro. Por la idea de ella sintiéndose engañada, expuesta, jugando sola en un tablero lleno de hienas. —Está furiosa. Lo sé. No ha contestado mis mensajes —murmuró ya más bajo—. Y con razón. —¿Querés que... investigue quién lo hizo? —preguntó Salazar. Gaspar lo miró con una ceja arqueada. —No. Quiero que lo encuentres, que le saques una foto y que me la imprimas en papel mate. Lo voy a colgar en mi despacho... para escupirle cada vez que entre. Samuel soltó una risa contenida. Gaspar lo miró de reojo, resignado. —No me mires así. Estoy celoso, paranoico y probablemente al borde de un brote. Pero no soy idiota. Esto fue personal. Y no solo para ella. Fue un mensaje para mí. Silencio. Solo el tic-tac del reloj de pared. Gaspar se dejó caer en la silla, derrotado pero no vencido. —Ella piensa que fui yo —dijo al fin, con voz grave. —Entonces ya sabés qué hacer —contestó Salazar, firme. Gaspar alzó la mirada. —Sí. Ir a buscarla y explicarle. —No, jefe. Ir a buscarla... y que lo entienda sin que tengas que explicarle nada. Gaspar sonrió. Una sonrisa torcida, de esas que prometen incendios. —¿Y si no me cree? —Entonces —intervino Samuel— te vas al infierno con estilo. Pero con la verdad por delante. Punto de vista HELENA El ascensor subía lento. Como si supiera que ella estaba a punto de explotar. Helena apretaba el móvil entre los dedos. Pero el correo ya no estaba. Desaparecido. Borrado. Como si alguien quisiera que pareciera una loca. Solo recordaba la frase final: “Nos veremos muy pronto, Helena. Prepara tu mejor jugada.” Y el logo de la Fundación Doménech. Cuando la puerta del despacho de Gaspar se abrió sin oponer resistencia, no se molestó en llamar. —¿Me vas a explicar qué clase de trampa fue esa? Gaspar estaba de pie junto al ventanal. No se giró enseguida. Como si ya supiera que ella vendría. —Te estaba esperando —dijo, sin levantar la voz. Helena frunció el ceño, desconcertada. —¿Estás admitiendo que lo enviaste? Gaspar se volvió al fin. Su mirada era directa, limpia. —No. Pero sé que lo recibiste. Y también sé que ya no puedes encontrarlo en tu bandeja de entrada. Helena dio un paso atrás. —¿Cómo sabes eso? —Porque Samuel me lo contó esta mañana. Revisó los registros. No hay ningún correo oficial enviado desde la Fundación. Ese mensaje no salió de mi equipo… ni de mí. Helena apretó los labios. Sintió el golpe seco del orgullo herido. —Pensé que habías vuelto a tus viejos trucos. Que querías arrastrarme de nuevo a tu juego. Gaspar suspiró. Caminó hasta su escritorio con calma, como si no tuviera nada que ocultar. Como si el pasado ya no tuviera poder sobre él. —Lo habría hecho, Helena. Hace unos meses… lo habría hecho sin pensarlo. Pero desde el mirador… todo cambió. Helena tragó saliva. —¿Entonces por qué no me advertiste? —Porque quería saber si vendrías. No por miedo, ni por rabia. Sino porque aún quieres respuestas. Y yo también. Se detuvo frente a ella. No invadió su espacio. No la tocó. —Pero si sigues mirándome con los ojos de antes, si cada paso que doy lo vas a leer como una amenaza… entonces no puedo acompañarte. Porque no soy tu enemigo. Helena sintió una punzada en el pecho. La rabia se le desinfló en los pulmones, reemplazada por algo mucho más difícil de enfrentar: el miedo a haber errado. —Y si hubiera sido una trampa de verdad… —Entonces me habrías encontrado igual. Esperando. Sin disfraz. El silencio que siguió fue casi tan intenso como la lluvia que golpeaba los cristales. Y por primera vez, Helena no supo si estaba luchando contra Gaspar… o contra ella misma. Escena 4 – Punto de vista de Gaspar Gaspar la observó en silencio. Helena no decía nada, pero su cuerpo hablaba. Esa rigidez en los hombros. La forma en que miraba el suelo como si necesitara excusas para no mirarlo a los ojos. No estaba enfadada. Estaba herida. Confundida. Y eso lo golpeó con más fuerza que cualquier grito. Dio un paso, y luego otro, hasta quedar frente a ella. —No quiero discutir más contigo, Helena. Ella levantó la mirada, desafiante, pero sus ojos no tenían la misma furia de antes. Tenían miedo. —Entonces deja de darme motivos. Gaspar no respondió con palabras. Solo levantó una mano y la posó con suavidad en su brazo. Ella no se apartó. Y entonces la abrazó. Sin permiso. Sin advertencia. Con esa firmeza templada que no asfixiaba, que no exigía. Solo contenía. Helena se quedó quieta. Por un segundo. Por dos. Luego su frente tocó su pecho, y Gaspar supo que había una g****a. Pequeña. Pero real. —No voy a dejar que te pase nada —murmuró él, bajito, contra su cabello húmedo. Helena no respondió, pero su respiración tembló. Gaspar cerró los ojos un instante. Y lo dijo, sin dramatismo, sin estrategia. —Pero necesito que confíes en mí. No del todo… no todavía. Solo lo justo para que me dejes estar. Para poder defenderte. Ella se separó apenas. Lo justo para mirarlo. Sus pupilas eran un abismo, y él no supo si se iba a caer o a encontrar finalmente su lugar. —¿Y si no sé cómo confiar? —preguntó ella, con un hilo de voz. Gaspar sonrió, con ese dolor sereno que aprendió desde que la conoció. —Entonces empieza por no empujarme cuando lo único que quiero… es quedarme. Punto de vista LAUTARO Lautaro movía el vino en su copa con la misma parsimonia con la que leía un contrato: despacio, atento a los detalles. Helena, en cambio, no dejaba de inquietarse. Jugaba con el borde de su servilleta, cruzaba y descruzaba las piernas, y cada tanto lo miraba como si esperara un veredicto. —No fue Gaspar quien mandó ese correo —dijo ella, finalmente—. Lo supe al verlo. Lo supe en su voz, en su forma de tocarme como si no quisiera romperme. Me abrazó, Lautaro. Y me dijo que no me dejaría sola… pero que debía empezar a confiar en él. O al menos, dejarlo defenderse. Lautaro asintió, apoyando su copa sobre la mesa. Estaba orgulloso de su amigo, aunque no se lo diría. No aún. —¿Y lo harás? Helena no respondió de inmediato. Bajó la mirada, como si buscara la respuesta en sus propios miedos. —No lo sé. Lautaro se inclinó un poco hacia ella. —Entonces ve preparando tu mejor jugada. Porque esto ya no va de sentir… va de sobrevivir. Ella frunció el ceño. —¿A qué te refieres? —A que tu enemigo no siempre llega disfrazado de amenaza. A veces… se presenta vestido de recuerdos. Antes de que pudiera procesar la frase, Helena giró la cabeza por puro instinto. Sus ojos se clavaron en la entrada del restaurante. Y se congeló. Un par de tacones resonaban con elegancia calculada sobre el mármol. Un vestido burdeos que hablaba de lujo antiguo. Unos labios pintados con precisión quirúrgica. Y del brazo… Iván. Con esa sonrisa torcida que lo hacía parecer encantador solo a los ojos más ingenuos. Pero no fue él quien le robó el aliento. Fue ella. La mujer del brazo de Iván. —No puede ser… —murmuró Helena, la voz hecha trizas. Lautaro se levantó, con calma, como un general que reconoce el campo minado. —¿Quién es? —preguntó, ya sabiendo la respuesta por el temblor en sus pupilas. Helena apretó la servilleta con tanta fuerza que le temblaron los dedos. —Es mi madre. Lautaro giró levemente el rostro hacia la entrada. —Entonces el tablero está completo —dijo, más para sí mismo que para ella—. Porque ahora no solo van por tu corazón, Helena… van por tu pasado. Y esta vez, lo harán con la máscara de tu propio apellido.
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