Punto de vista: Lautaro
El restaurante era uno de esos lugares donde las copas nunca hacían ruido, las servilletas olían a lavanda y las mentiras sabían a postre de tres pisos.
Helena se removía en su silla, incómoda. Lautaro lo notaba por la forma en que cruzaba las piernas y al segundo las descruzaba. No era nerviosismo. Era instinto de defensa.
Y tenía razón.
—¿Llegamos tarde? —dijo una voz firme, con esa entonación que no preguntaba, ordenaba.
Lautaro levantó la mirada. Iván estaba allí. Impecable, como siempre, con esa seguridad artificial de los que han leído demasiados libros de autoayuda. Pero no era él quien lo hizo tensarse. Fue ella.
Isadora.
La madre de Helena.
La recordaba vagamente de una gala, años atrás. Pelo rubio recogido en un moño impecable, traje entallado color champán, y esa mirada afilada como bisturí de cirujano plástico. Una mujer hecha de silencio y juicios internos.
—Iván me pidió que lo acompañara —dijo, como si fuera un gesto de caridad—. Y no pude resistirme a verte, Helena. Llevabas tanto sin aparecer… Supuse que la compañía te había confundido.
Helena tragó saliva. Lautaro no necesitaba que hablara para saber que le dolía. Le dolía cada palabra dicha con falsa dulzura.
—Supusiste mal —respondió ella con tono plano, pero los nudillos blancos sobre la copa la delataban.
—Qué lástima —continuó Isadora, paseando la mirada por la mesa—. El buen gusto parece deteriorarse con la distancia. Esa blusa… tan sencilla. No es lo que esperaría de mi hija.
Lautaro se inclinó hacia ella, como quien va a decir un brindis, pero clavó la mirada en la mujer con elegancia feroz.
—Y yo no esperaba encontrarme con una madre que vuelve cuando huele sangre en el campo de batalla.
El silencio fue tan denso que el camarero se detuvo en seco a unos pasos. Iván ni parpadeó. Helena cerró los ojos un segundo.
—Supongo que usted es el amigo fiel —dijo Isadora, sin perder la sonrisa ni un milímetro—. El que acompaña sin tocar. Qué lealtad tan... interesante.
—Y usted —replicó él con suavidad cortante— debe ser la madre ejemplar. La que regresa cuando su legado está en juego. No cuando su hija la necesita.
Iván chasqueó la lengua, visiblemente irritado.
—No has cambiado, Lautaro. Sigues metiéndote donde no te llaman.
—Y tú sigues arrastrando fantasmas como si fueran trofeos —respondió Lautaro, sin levantar la voz.
Helena los miró a ambos, con esa expresión de mujer que se cansó de jugar a la niña buena.
—¿A qué han venido exactamente? —preguntó, cansada.
—A devolverte el lugar que te corresponde —dijo Isadora, con tono solemne—. Tu padre no está bien. Las decisiones deben tomarse pronto. La familia necesita a su heredera.
Lautaro giró el rostro hacia Helena, con el ceño apenas fruncido. Ella no respondió enseguida. Se limitó a beber un sorbo de vino, con los labios tensos.
Y entonces, en voz baja, casi imperceptible, él susurró:
—Tendrás que mirar a tu enemigo de frente, Helena.
Ella alzó los ojos. Y por un instante, en ese reflejo rojizo de la copa, Lautaro vio algo nuevo: fuego. No rabia. No dolor. Fuego.
Y entendió que esa cena no era el final. Era el pistoletazo de salida.
Punto de vista: Lautaro
El aire de la noche no traía alivio. Solo más tensión.
Caminaban hacia el coche, lejos ya de la cena, pero no del torbellino que había desatado. Helena callaba. Su andar era firme, aunque por dentro todo crujía.
Lautaro, a su lado, mantenía las manos en los bolsillos. Esa mezcla suya entre contención y alerta lo hacía parecer siempre preparado para lo inevitable.
—Tenés más aliados que la última vez que estuviste en el ojo del huracán —dijo él, sin rodeos—. Pero eso también hace que haya más enemigos.
Helena no respondió de inmediato. Asintió apenas, con la mirada perdida. No confiaba en nadie del pasado. Pero tampoco quería volver a sentirse sola.
—Gracias —murmuró.
Lautaro la detuvo antes de que abriera la puerta del coche. Le dio un abrazo breve. Uno de esos que sostienen sin asfixiar.
—Helena, estate alerta. Incluso con Gaspar.
Ella frunció el ceño. Él lo notó.
—No por maldad —añadió con suavidad—. Sino por miedo. Los hombres heridos… a veces aman con cuchillos.
Helena no supo si quería llorar o gritar. Pero se subió al coche sin mirar atrás.
Punto de vista: Gaspar
—¿Iván? ¿Y la madre también? —preguntó Gaspar, aún de pie junto a su escritorio.
Samuel asintió, con gesto serio.
—Ambos. En la misma cena que Lautaro y Helena.
Gaspar apretó los dientes. La rabia le subía por el pecho como una ola caliente. Pero se contuvo. No podía hacer nada si ella no lo pedía. No ahora.
Justo entonces, Alicia apareció en la puerta, como si el destino tuviera sentido del humor.
—¿Desde cuándo te preocupa tanto lo que quiere otra persona?
Gaspar se giró despacio, con una mirada que ya no tenía coraza.
—Desde que por primera vez… quiero que se quede.
Alicia dejó de sonreír. Lo miró en serio. Como si, por un instante, viera al hermano y no al CEO.
—Entonces no la presiones, Gaspar. Pero si te pide ayuda… no llegues tarde.
Y se marchó.
Él se quedó solo, con esa frase martillándole en el pecho.
Punto de vista: Iván
El despacho estaba casi en penumbra. Solo la luz de su escritorio, y la de la ciudad al fondo.
Iván sostenía una foto vieja. Helena, con el cabello más corto y la sonrisa intacta. Una foto que ella seguramente había olvidado, pero él… no.
—Ya te queda poco —susurró—. Ya casi vuelves conmigo.
Su dedo recorrió el borde de la imagen con una delicadeza que helaba la sangre.
Y luego rió. Una risa baja, sin alma. La risa de quien no acepta perder, aunque ya esté derrotado.
Punto de vista: Helena
El mensaje apareció sin previo aviso.
> “Mañana. A las cinco. Ven sola.”
Solo eso. Ninguna firma. No hacía falta.
Lo dejó en visto. No lo respondió.
Pero hizo otra cosa.
Abrió el chat con Gaspar. Dudó. Escribió.
> “¿Podemos vernos?”
La respuesta llegó segundos después:
> “Siempre.”
Y por primera vez en todo el día, Helena respiró.
Punto de vista: Gaspar
La puerta se abrió antes de que ella pudiera tocar.
Gaspar estaba ahí. Camisa remangada, el primer botón desabrochado, copa de vino en la mano… pero la mirada fija en ella. Ardía. Sin esconderlo.
—Helena.
Ella abrió la boca para decir algo, pero no alcanzó. Él la tomó por la cintura con decisión, sin brusquedad, y la atrajo hacia sí.
No fue un beso de cortesía.
Tampoco uno que pidiera permiso.
Fue un beso lento, profundo, que descendió desde la comisura de sus labios hasta el centro de su boca. Un beso que hablaba el idioma de lo contenido demasiado tiempo. De lo que arde aunque no se diga. De lo que se desea… aunque no se deba.
Cuando se separaron, él rozó su frente con la de ella, sin soltarla.
—Estoy aquí, Helena. Mientras me dejes estar… no pienso irme.
Helena cerró los ojos un segundo, respirando el aire que él acababa de ocupar.
Y por primera vez en mucho tiempo…
ninguno de los dos quiso huir.