Capítulo 16

1454 Words
Punto de vista HELENA —No has cambiado tanto como creías —dijo Isadora, con esa voz seca y elegante que había heredado de generaciones de mujeres que nunca pedían perdón. Helena alzó la mirada desde su taza de café. La reunión no tenía una razón clara, pero sí una intención oculta. —Y tú sigues pensando que las cicatrices son deshonra —replicó, serena pero firme. Isadora suspiró. Llevaba un conjunto impecable, maquillaje sutil, peinado sin una hebra fuera de lugar. Como si incluso el dolor familiar tuviera que venir planchado. —Te necesito, Helena. No yo. Tu padre. No está bien. Helena apretó los dedos alrededor de la taza. No era la primera vez que escuchaba esa frase. Pero esta vez… no la rechazó de inmediato. —¿Y él me necesita… o necesita a su heredera? Isadora no respondió. Pero su silencio fue la respuesta más cruel. —Iván ha cambiado —añadió ella, con una sonrisa diplomática—. Y tú también. Este es el momento de volver a casa. —No estoy segura de que ese “hogar” exista aún. —Hazlo por tu apellido. Helena se levantó. —Mi nombre me lo gané sola. Y lo voy a seguir defendiendo igual. Punto de vista GASPAR —Está rodeada —dijo Samuel, dejando el informe confidencial sobre el escritorio. Gaspar no lo abrió. Ya lo sabía. Lo había olido en el aire como un lobo joven, alerta, hambriento… y cada vez más dueño del bosque. —Iván. Isadora. Y ese almuerzo con viejos conocidos… Samuel lo observó con la prudencia de quien sabe que su jefe, con apenas treinta años, tenía más temple que muchos de cincuenta. Gaspar se levantó. El traje oscuro, sin una arruga. La mirada directa, sin una duda. En él todo era precisión y estrategia. —No te pidió ayuda —añadió Samuel. —Pero si lo hiciera, estaré allí —dijo él, caminando hacia la ventana de su despacho con paso decidido. La ciudad latía abajo como un tablero de ajedrez en movimiento. —No voy a interrumpir su juego. Ni a rescatarla —continuó—. Pero si me llama, si me da la mínima señal… entonces no habrá pieza que no mueva por ella. Samuel lo miró con respeto. Gaspar no gritaba. No necesitaba. Era joven, sí. Pero había nacido para mandar. —¿Y si no te llama? Gaspar apoyó la mano en el cristal, con la vista perdida en las luces de la ciudad. —Entonces tendré que hacer lo que ningún Doménech ha hecho antes. Samuel frunció el ceño. —¿Qué? —Respetar una derrota. Punto de vista LAUTARO Lautaro cruzó los brazos mientras apoyaba la espalda contra la barandilla de la terraza. El aire olía a tormenta, y no solo meteorológica. A su lado, Alicia Doménech se mantenía imperturbable, elegante como si el mundo no pudiera tocarla. —No creí que vinieras —comentó ella, observando las luces de la ciudad como si fueran piezas de un tablero. —Y sin embargo, aquí estoy. Lo mismo podrías decir de ti —respondió él, sin mirarla, aunque conocía de memoria cada una de sus expresiones desde el primer cruce de palabras. —Yo solo vine a asegurarme de que mi hermano no se entierre solo. —Y yo para evitar que Helena se convierta en un objetivo más —murmuró Lautaro, esta vez sí girándose hacia ella—. Aunque si te soy sincero, hay días en los que creo que es ella la que está armada hasta los dientes. Alicia sonrió de lado. No una sonrisa dulce, sino una que decía “sé más de lo que digo, y eso me divierte”. —¿Siempre hablás así? ¿O solo cuando estás cerca de mujeres que podrían desarmarte? —Depende. ¿Querés intentarlo? Ella soltó una carcajada corta, seca, elegante. —Tienés agallas, Lautaro. Pero no te confundas… yo no soy parte del cuento romántico de mi hermano. —Tranquila. Yo no vengo a escribir historias de amor —contestó él, acercándose apenas—. Pero si esto fuera una guerra, no me molestaría tenerte en mi flanco. Alicia lo miró de reojo, entornando los ojos con una mezcla de burla y análisis. —Cuidado, abogado. A veces, los aliados más peligrosos… son los que terminan robándote el corazón. —¿Y tú creés que yo todavía tengo uno? —Helena lo tiene. Así que quizás vos también —murmuró ella, y se alejó sin mirar atrás. Lautaro se quedó allí, con una sonrisa torcida. Definitivamente, esa Doménech no era de cartón. Punto de vista IVÁN La copa de brandy temblaba levemente entre sus dedos, pero no por nervios. Era impaciencia. Iván Cebrián observaba a Isadora desde el otro lado de la mesa privada del restaurante más exclusivo de la ciudad. Todo en ella hablaba de linaje: el gesto altivo, la forma en que giraba la pulsera de perlas, esa mirada que había aprendido a juzgar antes de escuchar. Perfecta. Fría. Igual que su hija. —Helena no vendrá —dijo Isadora, sin rodeos—. Ella ya no se rige por los códigos de esta familia. Iván sonrió con esa expresión que no tocaba sus ojos. —Oh, pero vendrá. Porque lo que la alejó de ustedes… fui yo. Y lo que la hará volver… también lo seré. Isadora entrecerró los ojos. Peligro. —No estás aquí por Helena. Estás por el nombre que ella representa. Por el dinero, por el apellido, por el poder que jamás tu familia pudo darte. Iván no se ofendió. Ni se molestó en negarlo. —Yo la amé, Isadora. La amo todavía. Pero soy pragmático. Tu hija es mi redención. Y ustedes… necesitan una figura fuerte al lado de su heredera. No un idealista, ni un niño con traje caro. Yo tengo cicatrices reales. Isadora frunció los labios. —¿Y qué te hace pensar que ella te dejará entrar otra vez? Iván apoyó los codos sobre la mesa. Bajó la voz. Veneno en seda. —Porque he estado sembrando dudas. Porque la he aislado sin tocarla. Porque tengo en mis manos su historia… y pronto tendré también su presente. Y cuando Helena mire a su alrededor y no vea a nadie en quien confiar, adivina quién será el único que seguirá allí. Isadora no respondió. El silencio era peor que una amenaza. Iván sonrió otra vez, esta vez más oscuro, más real. —Con tu ayuda, podemos devolverla al lugar que le corresponde. O puedes quedarte del lado de los que no entienden cómo se ganan las guerras de verdad. Se inclinó hacia ella, como quien dicta sentencia: —Yo no vine a suplicar. Vine a tomar lo que es mío. Y si para eso tengo que devolverle el apellido… lo haré. Aunque sea lo último que haga. Punto de vista GASPAR Cuando Helena llegó, Gaspar ya la esperaba junto a su coche. La mirada limpia, la corbata floja. Como si se hubiera quitado el escudo, pero no el deseo. Ella bajó del taxi sin sonreír, pero sin miedo. —Gracias por venir —dijo él, abriéndole la puerta del copiloto. —No sabía si lo harías —replicó ella, entrando. Arrancaron sin hablar, solo con la música de fondo llenando el espacio. —Necesito que me digas qué está pasando —pidió Gaspar, sin rodeos. Helena se giró hacia él. —Isadora volvió. Iván no se fue nunca. Y yo estoy en medio. Gaspar apretó el volante. —No dejaré que te hagan daño. —Entonces no me escondas nada —dijo ella, mirándolo de frente—. Y no esperes a que te lo pida. Gaspar asintió. —Te juro que no lo haré. Punto de vista LAUTARO —¿Estás segura de esto? —preguntó mientras cortaba un trozo de carne en su plato. Helena jugaba con su copa de vino. —No. Pero quiero respuestas. —Y si las respuestas duelen… —Ya me duelen las preguntas. Lautaro dejó el cubierto. Se inclinó hacia ella. —Tenés más aliados que la última vez que estuviste en el ojo del huracán. Pero eso también hace que haya más enemigos. Helena no respondió. No podía. Solo bebió un trago y desvió la mirada. —Lo peor de la guerra —añadió él— es cuando no sabés si tu enemigo te quiere… o te extraña. Ella suspiró. Justo cuando el camarero apareció y colocó dos nuevas copas en la mesa. —De parte de la señora Isadora —anunció. Helena se giró. A unos metros, su madre los observaba desde una mesa, con Iván a su lado. Sonreían. Pero no era cortesía. Era amenaza.
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