Punto de vista HELENA
La presencia de Isadora en la recepción del buffet fue un puñetazo seco al estómago. Vestía de blanco inmaculado, con sus guantes de encaje y ese aire de nobleza rancia que parecía resistirse al paso del tiempo. No necesitaba anunciarse. Su sola presencia abría puertas.
—Necesitamos hablar —dijo sin rodeos, como si no hubieran pasado años de distancia emocional entre ambas.
Helena no respondió de inmediato. Podría haberla mandado al demonio. Podría haber dicho que estaba ocupada. Pero la verdad es que… había cosas que necesitaba entender. Y otras que necesitaba cerrar.
—Mi despacho. Cinco minutos —replicó al fin, con la mandíbula tensa.
Isadora entró como si aún fuera su casa. No pidió permiso. No lo había hecho nunca. Se sentó con elegancia, cruzando las piernas con un movimiento estudiado.
—No vengo por tu padre —dijo, dejando la cartera sobre la mesa sin mirarla—. Vengo por ti.
—Ya no es necesario —contestó Helena, sin sentarse—. En este lugar soy la abogada. No la hija.
—Lo sé. Por eso te hablo desde el lado humano. No desde el apellido.
Helena se apoyó en el respaldo de la silla, sin llegar a ocuparla. No pensaba darle ni un centímetro de ventaja emocional.
—¿Y qué parte de lo humano te hace venir a hablarme del hombre del que estoy tramitando el divorcio?
Isadora entornó los ojos. No esperaba esa estocada tan pronto.
—No vengo como madre de Iván. Ni como exsuegra. Vengo como mujer que cometió un error.
—¿Y ahora vas a confesarte?
—Te separé de Iván —dijo, con esa voz fría que aún pretendía sonar compasiva—. Pensé que lo hacía por tu bien. Pero también lo hice por egoísmo.
Helena se mantuvo en silencio. No le regalaría el alivio de una interrupción.
—Lo amabas —añadió Isadora, bajando por primera vez la mirada—. Y eso me aterraba. Porque lo amabas más de lo que alguna vez me necesitaste a mí.
La frase le golpeó como una bofetada de seda.
—Yo no soy tu enemiga, Helena. Pero lo fui. Lo sé. Y no quiero morir siendo la mujer que destruyó lo único que tú elegiste con el corazón.
Helena apretó los dientes. Sabía que no debía dejarse afectar. Pero dolía. Y mucho.
—Iván no está libre. Y aunque lo estuviera, no se habla del amor como si fuera un contrato pendiente de firma.
—Está por firmarlo. El divorcio está casi finalizado.
—¿Y qué esperas? ¿Que celebre eso? ¿Que me tire en sus brazos como una adolescente?
Isadora se levantó con lentitud. La mirada altiva seguía intacta, pero algo en su postura era… vulnerable.
—Solo quiero que no cierres la puerta al amor por culpa del orgullo. Si no por Iván… por ti.
Justo entonces, la puerta quedó entreabierta. Un paso que no sonó, una presencia que no quiso interrumpir… pero escuchó. Gaspar.
Punto de vista de GASPAR
Había ido hasta allí para entregarle un documento importante. Eso se decía a sí mismo. Pero la verdad era otra: quería verla. Solo verla.
Y entonces escuchó.
—…lo amaba de verdad, aunque tú no lo vieras. Y aún no sé si lo dejé ir… o si me dejé ir yo —dijo la voz de Helena.
Gaspar se congeló. Su corazón hizo ese ruido sordo que no se oye… pero se siente.
No escuchó más. Ni lo necesitaba. Para él, lo dicho era suficiente.
Se dio la vuelta. Su sombra se alejó igual que había llegado: sin ruido. Sin explicación. Sin cierre.
Punto de vista HELENA
Helena la miró con una mezcla de cansancio y claridad.
—No quiero volver a esa vida —dijo al fin, sin elevar la voz—. No importa si ahora ves el error. Yo lo viví. Lo sangré. Y estoy reconstruyendo lo que quedó.
Isadora se levantó, despacio, como quien calcula cada paso en un tablero de guerra.
—Solo prométeme algo —dijo, dándose la vuelta justo antes de salir—. Que si vuelves a amar… no te niegues por miedo a volver a perderlo.
Helena enarcó una ceja, sin suavizar su expresión.
—La culpa de aquella historia no fue solo tuya —respondió—. Ni tampoco solo mía. Iván jugó a ser salvador cuando apenas sabía sostenerse, y yo fui tan ingenua como para creer que eso era amor. Los dos fuimos parte del engaño. Pero yo… ya no juego a esas cosas.
Isadora sonrió. No con ternura, sino con esa mueca de quien cree saber más que todos los presentes.
—¿Tú crees que sabes todo lo que pasó, Helena? —susurró con voz casi maternal—. Pero el pasado tiene más capas de las que puedes imaginar. Y a veces… las peores traiciones no vienen de quien esperas.
Helena mantuvo la mirada. No tembló.
—Gracias por venir —dijo, abriendo la puerta con gesto impecable—. Me ha servido para confirmar que algunas serpientes… no mudan de piel.
Isadora salió sin una palabra más. Pero la sonrisa que se llevó era la de alguien que acababa de colocar su mejor pieza.
Y Helena, al cerrar la puerta, supo que aquello no había sido una visita… sino una advertencia.
Punto de vista LAUTARO
El ascensor se abrió con ese zumbido mecánico que tanto odiaba. En los buffets de élite todo sonaba caro, menos el ascensor. Lautaro avanzó por el pasillo con paso firme, ignorando los saludos de cortesía que le lanzaban al pasar.
Fue entonces cuando la vio.
Isadora Montblanc.
Salía del despacho de Helena como quien abandona un campo de batalla sin mirar atrás. Sin heridas visibles, pero con el veneno aún en los labios.
Lautaro entrecerró los ojos, esperando que ella lo reconociera. No lo hizo. O, peor aún, lo ignoró con intención. Perfecto. Todo en orden.
Avanzó hacia la puerta aún entreabierta y la empujó con suavidad.
Helena estaba de espaldas, con una mano apoyada en el escritorio y la otra cerrada en un puño.
La conocía.
No estaba bien.
—¿Está todo en orden? —preguntó, con voz baja, pero firme. No era una pregunta vacía. Estaba evaluando el terreno, midiendo si había que contener, destruir o simplemente escuchar.
Helena levantó la vista hacia él. Tenía los ojos secos, pero la tormenta seguía latiendo detrás de ellos.
—Nada está en orden. Pero tampoco está perdido.
Lautaro avanzó un paso más. Sus ojos pasearon por el despacho. No había desorden visible. Pero algo se había roto. Se notaba en la forma en que ella evitaba respirar hondo.
—¿Te dijo algo nuevo? —preguntó, sin quitarle los ojos de encima.
Helena se cruzó de brazos. El gesto era más un escudo que una postura.
—Me dijo que se arrepiente.
Lautaro soltó una pequeña exhalación, seca como su sentido del humor.
—¿Y vos le creés?
Ella dudó. Solo un segundo. Pero para Lautaro fue suficiente.
—No. Pero quiero hacerlo.
Ahí estaba. La g****a.
La parte de Helena que aún anhelaba una madre.
—Querés creer que debajo de esa máscara hay algo humano —dijo él, con una mezcla de ternura y escepticismo—. Pero Helena… el arrepentimiento sin verdad es solo estrategia.
Ella bajó la mirada. No porque se sintiera débil, sino porque por dentro estaba haciendo cálculos emocionales. Como si pudiera equilibrar la culpa con el pasado.
—Lo sé —dijo al fin.
—No lo sabés. Pero estás aprendiendo —respondió él, apoyándose en el borde del escritorio—. El problema es que cada lección duele más que la anterior.
Hubo un silencio.
De esos densos. Reales.
—¿Querés que me quede? —preguntó.
Helena negó con la cabeza. Pero después se corrigió.
—No. Pero no te vayas muy lejos.
Lautaro asintió. Comenzó a alejarse. Pero justo en el umbral, se giró con una media sonrisa.
—Y si el CEO de los trajes caros empieza a jugar a ser salvador sin tu permiso, me hacés una seña.
Helena lo miró, alzando una ceja.
—¿Para qué?
—Para bajarlo del pedestal antes de que se caiga solo. Y para recordarte que, si alguien va a sostenerte, que sea porque vos lo elegís, no porque te lo impongan los fantasmas de tu pasado.
Dicho eso, desapareció por el pasillo.
Y aunque no lo dijo en voz alta, sabía que Gaspar había estado cerca.
Y que no había escuchado todo.
Pero sí lo suficiente para encender la mecha de un malentendido que iba a explotar… muy pronto.
Punto de vista GASPAR
No dolía.
Eso se repetía mientras bajaba por las escaleras del buffet, con la corbata desajustada y los puños cerrados como si pudieran contener algo más que sangre. No dolía. No dolía. No dolía.
Mentira.
“Lo amaba. Y mucho.”
Las palabras de Helena seguían repitiéndose en su cabeza como un eco maldito. Cada vez que intentaba ignorarlas, volvían más fuerte. Más claras. Más crueles.
Se detuvo en el segundo peldaño del portal. La calle bullía con el tráfico de la tarde, pero para él todo estaba en silencio. En su pecho, solo retumbaba ese nombre que no quería pronunciar.
Iván.
Había visto fotos. Informes. Leído cosas. Pero una cosa era sospechar... y otra era escuchar cómo el amor aún le brillaba en los labios cuando hablaba de otro.
No era un niño. Sabía que la gente tenía pasado.
Lo que no sabía era cómo convivir con el hecho de que tal vez él nunca sería más que un consuelo elegante para alguien que aún sangraba por dentro.
Se apoyó en la barandilla de hierro frío. Tenía las palmas sudadas. La mandíbula tensa. Y en el pecho… un silencio devastador.
¿Qué estoy haciendo?
¿Qué estoy esperando?
¿Creer que un beso y una cena pueden competir con un amor de esos que rompen familias?
Lo peor no era imaginarla en los brazos de otro.
Lo peor era imaginarla feliz en los brazos de otro.
Gaspar bajó la cabeza.
Nadie lo había preparado para esto.
Para sentir tanto y no saber si era suficiente.
Para querer quedarse... y al mismo tiempo salir corriendo.
Sacó el móvil. Leyó el mensaje de Helena otra vez:
“¿Se te había olvidado nuestra cita? ”
Qué ironía. Qué puñetera ironía.
El mismo día que lo invitaba a acercarse, él descubría cuánto le dolía no tenerla del todo.
No respondió.
Guardó el móvil en el bolsillo interior de su americana, y tragó saliva como si así pudiera bajar la rabia.
No estaba listo para verla.
Pero tampoco podía alejarse.
Así era amar a Helena.
Una guerra donde el peor enemigo era rendirse.