Jimmy tenía muy buenas noticias. Había logrado encontrar al trabajador al que supuestamente Figueroa había pegado, en un poblado escondido entre los cerros. -No quiere hablar conmigo, solo lo hará contigo-, me informó mi asistente desde su móvil.
-¿Por qué conmigo, si no me conoce?-, le subrayé.
-Parece que está enterado de todo-, dijo Jimmy.
Arrugué mi naricita. -Que raro-, dije y de todas maneras acepté ir.
Siempre he sido desconfiada, desde niña. Recelosa a todo y esto del caso de Figueroa me tenía demasiado intrigada. Habían cosas que no encajaban, acusaciones de inventos, intereses creados y ahora debía ir a buscar a un sujeto en la cima de los cerros. Eso me hacía dudar mucho.
Yolanda acomodó varias botellas de agua en la camioneta, casi una decena de paquetes de galletas de soda, me hizo, además muchos sánguches y hasta me puso tres juegos de ropa interior.
-Voy hablar con un sujeto, no irme a la cama con él-, eché a reír.
Pero Yoli era terca. -Nada mejor que estar cómoda-, me subrayó. Entonces le agregué dos jeans, dos camisetas, una blusa, dos pares de zapatillas y mi cajita de maquillaje. Sonreí. -Ahora sí estoy lista-, me divertí.
El viaje fue largo y monótono, interminable. Y mientras más subía por los Andes, más borracha me sentía, me dolía la cabeza, sentía mil tambores repicando en medio de mis sesos y muchas náuseas.
Todo eran cerros empinados, lomas escarpadas, pintadas de verde, un cielo límpido con muchas nubes de algodón y un frío colosal. Me quedé sin CD porque ya los había puesto todos. Seguí manejando incluso de noche, cuando el frío era más atroz. La calefacción me ayudaba poco en la helada que alcanzaba, incluso, menos de cero grados.
Me detuve a cargar gasolina en un pueblito pequeño, acogedor, de pocas casas y muchos chiquillos jugando fútbol, pateando una pelota desinflada. el empleado estuvo muy solícito.
-Estamos en la peor helada de todos los tiempos-, me advirtió mientras cargaba de combustible la camioneta. Yo pateaba las llantas cerciorándome si estaban bien infladas, revisándolas con cautela.
-¿Es de Lima, señorita?-, persistió tratando de hacerme la conversación. Yo me había puesto una gorra de lana, chalina y tenía guantes. También me calcé botas hasta las rodillas.
-Sí, voy arriba de Jauja-, le dije echando vaho de mi boca.
-¿Qué hay allá que va tanta gente?-, se extrañó el hombre.
-¿Uh?-, me sorprendí.
-Ya van tres camionetas, cuatro con la suya, que se detienen, cargan combustible y dicen que van allá-, me relató.
Uno de ellos debía ser la que alquiló Jimmy y que lo dejó en ese poblado desde donde me llamó, ¿las otra dos? me rasqué el pelo incrédula.
- ¿Qué buscan allá?-, pregunté.
-A un sujeto que no conozco-, terminó de llenar el tanque.
Pasé la lengua por mis labios.
-¿Cómo eran esos tipos?- , me interesé.
-Feos, daban miedo-, exclamó riéndose, pasando mi tarjeta. Yo puse la boquita de pescado. -Gracias, amigo-, dije y me marché rauda.
Llamé a Jimmy. -Están buscando a ese sujeto-, le advertí.
-¡Pucha!-, exclamó preocupado.
Aceleré más y subiendo por un camino de trocha, dando muchos tumbos, serpenteando rocas enormes, culebreándome en un largo camino que no parecía tener final, recostada casi sobre los cerros enormes, rocosos, erguidos igual a gigantes enormes, al fin llegué a Santa Felicia, el poblado.
Era pequeño, de unas cuantas casuchas de palo e ichu, maderones y tablas. Estaba desierto y al filo veía a algunas personas arreando vacas y carneros. Me detuve en medio de la hilera de covachas, abrí la puerta y toqué el claxon.
De repente, a los lados de las calles, avanzaron dos camionetas, cerrándome el camino. Tragué saliva asustada.
Salieron unos sujetos enormes, embozados en ponchos, chalinas y chullos. Parecían ogros, mirándome fijamente. Se quedaron recostados en sus vehículos sin quitarme la mirada.
Cerré la puerta, guardé las llaves y fui caminando, meneando las caderas, desafiándolos, hacia una tienda que estaba abierta. Los tipos seguían mirándome. Metí la nariz, luego la cabecita y busqué apurada a Jimmy, no estaba. Cuando me volví estaban los tipos detrás mío.
-¿Buscas a alguien?-, dijo uno tosco.
-No te importa-, chirrié los dientes.
-Ven con nosotros-, me jaló el brazo uno. Mis pelos se erizaron. Temblé de miedo y traté de resistirme.
-Mejor dejen a la dama-, musitó alguien.
Los hombres se volvieron furiosos, arrugando sus caras. Era Jimmy.
-¿Y si no queremos?-, lo desafiaron a Jimmy. Yo aproveché para esconderme detrás de unas cortinas.
-Entonces, no respondo-, sonrió Jimmy. Giraba un revólver entre sus manos.
Los tipos, lentamente, sin despegarle la mirada a Jimmy se fueron subiendo a las camionetas y se quedaron allí,
Le dije, entonces, a Jimmy, que mejor era irnos. -Pero el señor nos espera-, me reclamó.
-También están esos señores esperándonos-, sonreí refiriéndome a esos sujetos que no dejaban de mirarnos. Apuramos el paso y justo reventó un balazo.
-¡Nos disparan, Deborah!-, se aterró Jimmy.
-¿Y qué querías? ¿flores?-, volví a bromear. Nos metimos a la camioneta y arranqué a toda marcha, zigzagueando al vehículo que intentó cerrarnos el paso. Jimmy se alzó para identificar las placas, pero no las tenían.
-¿Es gente de la minera?-, se tumbó mi asistente otra vez en su asiento.
-O son gente que no le gusta mi cara-, reí.
-Descarta la última posibilidad porque eres muy hermosa-, se contagió Jimmy.
Aceleré culebreándome en los terrales con los tipos persiguiéndonos, también, a toda marcha. Las curvas se volvieron una agonía, pues podría derrapar y hasta quedé con una rueda en el aire, esquivando los encrespados. Los tipos esos nos siguieron también desafiando las rocas y los escarpados con temeridad y audacia.
Casi me estrello con un camión y por poco arrollo a un burro. -¡¡¡Nos vamos a matar!!!-, gritaba asustado Jimmy, aferrándose con las uñas en el cuero del asiento. Yo seguía firme con mis manos sujetas al timón, sin despegar la mirada de la pista, pisando el acelerador y mirando en el retrovisor a los fulanos acercándose peligrosamente a mi camioneta.
¡Pum! nos chocaron.
-¡¡¡Nos van a sacar del camino!!!.-, volvió a aterrarse Jimmy. Yo me mantuve serena, esquivando las curvas y al final pude agarrar el camino a la carretera central. El gasolinero miró asombrado y boquiabierto mi paso raudo y la persecución implacable de los otros dos vehículos. Pasaron zumbando frente a sus narices.
El frío había congelado las pistas y patinaba. Las ruedas empezaron a hacer eses, yendo y viniendo a cualquier lado.
-Es nuestra oportunidad-, le dije a Jimmy.
-¡¡¡¿Qué vas hacer?!!!-, siguió gritando él.
-Frenar-, reí.
Eso fue lo que hice. Me paré en medio de la pista y las camionetas que conducían los sujetos esos, tuvieron que bifurcarse, patinando en el hielo y se estrellaron aparatosamente, uno en un cerro y el otro en un robusto árbol, quedando, los dos, destartalados, convertidos en pura chatarra.
-Wow-, exclamó Jimmy. Abrí coqueta mi boca, lo miré divertida, moví mis hombros toda yo, puse reserva, y nos fuimos, tranquilamente, de regreso a Lima aunque sin poder ver al sujeto que nos convocó.