La noche anterior, Gina no había dormido. Esperó a Gerald hasta que el reloj marcó las cinco de la mañana. En algún punto se quedó sentada en la sala, abrazada a sus piernas, con los ojos abiertos, secos, preguntándose si lo que estaba viviendo era real. Cuando se levantó para ir a la oficina, escuchó la puerta abrirse. Gerald entró con el cabello revuelto, la ropa desordenada y ojeras profundas. Se quitó el abrigo sin mirarla, como si nada pasara. —¡Gerald! —dijo ella en voz baja, pero firme. Él la miró como si su presencia lo incomodara. —¿Dónde estuviste? —No empieces, Gina. —Solo quiero saber si estás bien. Me preocupaste. No respondiste mensajes, no llegaste... ¿Estuviste con alguien? Gerald soltó una risa amarga. —Claro, porque eso es lo que te interesa, ¿no? Saber si te está

