Capítulo 4

1119 Words
La lluvia caía con una suavidad cruel. Como si el cielo también supiera que no había palabras suficientes para ese adiós. Felicia yacía en un ataúd blanco, cubierto de lirios y gardenias. La iglesia estaba silenciosa, colmada por un aire espeso, pesado, como si todos contuvieran la respiración. La música suave del órgano flotaba como un susurro lejano, incapaz de consolar a nadie. Ben estaba de pie, con Emma en brazos, justo al frente del altar. No dejaba de mirar el féretro. No se movía, no hablaba. Solo sostenía a su hija, envuelta en una mantita rosa, con un amor tan inmenso como el vacío que sentía. No había pronunciado un solo discurso. No quiso que nadie leyera palabras preparadas. Lo único que pidió fue silencio. Porque el silencio, pensaba, era lo más sincero que se podía ofrecer cuando el mundo se derrumbaba. Emma, como si entendiera, no lloraba. Dormía sobre su pecho, respirando suave, inmune al desastre que acababa de marcar su historia desde el primer día. Ginna lo miraba desde la segunda fila. Estaba entre Elizabeth y Jason, pero su atención no se apartaba de Ben. No lo había visto llorar desde aquella noche en el hospital, cuando lo encontraron arrodillado al lado del cuerpo de Felicia, con la bebé dormida en sus brazos y la mirada perdida. Desde entonces, solo quedaba una sombra. Un hombre consumido por el dolor, caminando como si llevara un c*****r dentro. —No puedo con esto —susurró Ginna, rompiendo por fin el silencio contenido entre ella y Elizabeth—. Verlo así me está matando. Elizabeth la miró con ojos húmedos. —Yo tampoco puedo —respondió en voz baja—. Pero sé que a él le duele más de lo que podemos imaginar. Ginna bajó la mirada, sus dedos retorciendo un pañuelo entre las manos. Hacía apenas unas semanas, Felicia estaba en su vida. Con su energía desbordante, sus carcajadas espontáneas, su capacidad para abrazar sin preguntar. Habían compartido tardes de compras, charlas interminables sobre maternidad, sobre los hombres, sobre los sueños. Felicia había sido más que la esposa de su amigo. Había sido su amiga también. Una de esas raras personas que se ganaban el cariño sin esfuerzo. —No es justo —dijo Ginna, con un hilo de voz—. Ellos se amaban como pocas parejas que haya visto. Ella hablaba de Ben como si fuera la mejor cosa que le había pasado. Y él... Dios, él no ha dejado de mirar ese ataúd desde que llegó. Elizabeth posó una mano suave sobre la suya. —Sé que fue especial para ti —dijo—. Ustedes eran cercanas. —Cuando Jason se fue al extranjero por lo tuyo, Ben y yo compartimos más de lo que imaginamos —confesó Ginna, tragando saliva—. Trabajamos juntos semanas enteras, turnos eternos. Nos acompañábamos sin decir mucho. Felicia decía que confiaba en mí, que le daba paz saber que estaba cerca de él… Hizo una pausa. —Ahora quisiera poder hacer más. Quisiera acercarme y decirle que no está solo. Que puede contar conmigo. Pero no sé si me va a dejar. Elizabeth la observó en silencio, y durante un segundo, entendió más de lo que Ginna decía. El cariño, el aprecio profundo… y algo más. Un sentimiento aún tímido, aún encerrado bajo llave. —Él sabe que te quiere cerca —dijo, con la suavidad que solo da la experiencia del dolor—. Solo… no sabe cómo pedirlo. Ginna asintió despacio, con los ojos rojos, mientras Ben alzaba la vista por primera vez en minutos. Sus miradas se cruzaron. Él no dijo nada. Solo hizo un leve gesto con la cabeza. Pero para Ginna, eso fue todo. Ben se sentó al fin, sin soltar a Emma, cuando el sacerdote dio paso a las palabras de despedida. Fue Jason quien se levantó, la voz quebrada por la emoción, para hablar en nombre de todos. Unas palabras simples, llenas de verdad. Sobre el amor incondicional de Felicia, su alegría, su forma de tocar vidas sin siquiera intentarlo. Pero Ben no escuchaba. No podía. Cada palabra le sonaba lejana. Como si se hablara de otra mujer, en otro mundo. En su mente solo resonaban los recuerdos: Felicia riendo mientras cocinaba, Felicia cantando con torpeza en la ducha, Felicia besándolo con desesperación cuando creían que no podrían tener hijos. Felicia muriendo. Apretó a Emma contra su pecho, desesperado por anclarse a algo, por no dejarse hundir. Se aferró a su calor, a su olor a recién nacida, como un náufrago a su última tabla de salvación. "Te fallé", pensó por enésima vez. "Pero no voy a fallarte a ti." Cuando el ataúd comenzó a descender en el cementerio, bajo la lluvia fina, un nudo se le atragantó en la garganta. Quiso gritar. Quiso saltar y detenerlo. Pero no lo hizo. Solo cerró los ojos y se inclinó, presionando a Emma contra su pecho como si al hacerlo pudiera protegerla de todo, incluso de esa pérdida. Una vez más, las lágrimas no salieron. El dolor era tan grande, tan crudo, que ni siquiera podía llorar. Al final, cuando todos comenzaron a alejarse, cuando los amigos y familiares se marchaban uno a uno con abrazos y miradas tristes, Ginna se acercó. Estaba empapada. El cabello suelto, los ojos enrojecidos, pero su presencia era cálida, firme. —Ben… —dijo, suavemente. Él no respondió. Solo bajó la mirada hacia Emma y la besó en la cabeza. —¿Puedo acompañarte un momento? —preguntó, sin invadir. Ben asintió, sin fuerza para negarse. Ginna se sentó a su lado en la banca de madera frente a la tumba aún abierta. No habló de inmediato. Solo miró el hoyo en la tierra, las flores arrugadas, el barro. —No sé si sirve de algo decirlo, pero… la quise mucho —dijo, con voz rota—. Fue una amiga para mí. Me duele haberla perdido. Ben cerró los ojos. Por un momento, parecía a punto de quebrarse. —Todo esto fue por mi culpa —murmuró al fin, con la voz seca—. Yo insistí. Yo quería esta familia. Y ahora… —No —interrumpió Ginna, con firmeza—. No hables así. Ustedes se amaban. Y Felicia… ella te amó con cada fibra. No dudo que habría vuelto a elegirte una y otra vez, incluso con este final. Él se giró hacia ella, los ojos llenos de una tormenta muda. —Pero no está. Y no sé cómo seguir. Ginna no respondió. Solo extendió una mano y la colocó sobre la suya. Y durante un instante, en medio de la lluvia, del luto, del caos, él no se sintió tan solo.
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