Capitulo 2

1526 Words
En la sala de espera, la tensión era palpable. Jason caminaba de un lado a otro, Elizabeth dormía apoyada en la pared. April miraba el celular, repasando mensajes sin leer, mientras Evan la abrazaba por la cintura, en silencio. —Van muchas horas —dijo Jason finalmente, rompiendo el silencio—. Esto no puede ser normal. —Ben no ha mandado nada desde hace rato —respondió April, preocupada—. Y Felicia no quería que la vieran sufrir, pero... esto ya es demasiado. —Ella es fuerte —dijo Evan con voz firme—. Y Ben la conoce mejor que nadie. Si hay peligro real, nos lo diría. ¿Verdad? En ese momento, se abrió la puerta de acceso y entró una mujer muy sensual de cabellos dorados y enormes ojos verdes, vestida con un conjunto blanco elegante. Tras ella, un hombre alto, de sonrisa tranquila y ojos curiosos. Era Ginna, socia de Ben y Jason, y su nuevo novio, Gerald. —¡Ginna! —exclamó April, abrazándola enseguida. —Perdón por llegar tarde. Salimos del evento y vine en cuanto me enteré. —Luego miró alrededor—. ¿Ninguna novedad? —Están intentando evitar una cesárea —explicó Jason—. Felicia lleva más de dieciséis horas y la presión está alta. Gerald saludó cordialmente. Se presentó con una voz serena y un acento leve que parecía británico. —Un gusto. Ginna me ha hablado de todos ustedes. Espero que no les moleste que la haya acompañado. —Al contrario —respondió Evan con una sonrisa—. Bienvenido al club de los que esperamos mientras las verdaderas heroínas lo dan todo allá adentro. Todos rieron levemente, pero la preocupación volvió a colarse en el aire como una niebla invisible. ** Mientras tanto, en la habitación, Ben sentía que el mundo comenzaba a agrietarse. Felicia estaba pálida, los músculos de su rostro tensos, la mirada fija en el techo. Cada contracción la dejaba al borde del colapso, y aunque el equipo médico mantenía la calma, él sabía leer entre líneas. No lo decía, pero estaba asustado. Y eso era lo que más lo consumía: no poder hacer nada. Ser testigo. Estar a su lado, sí… pero impotente. —Siento que me muero —susurró ella, tan bajito que casi no se oyó—. No sé si voy a poder. Ben tragó saliva. Quería gritar. Quería sacarla de allí, llevársela lejos de ese dolor, de esa angustia. Quería prometerle que todo estaría bien. Pero no podía. No con honestidad. Así que mintió. —Claro que puedes. Lo estás haciendo. Ya falta muy poco. Estoy aquí. Siempre voy a estar aquí. Y ella, agotada hasta los huesos, simplemente asintió. Mientras empujaban la camilla hacia la sala de parto. Felicia apenas podía mantener los ojos abiertos. Estaba pálida, sudando, su cuerpo estremecido por cada nueva contracción que la sacudía como una tormenta interna. —Vamos, Felicia, ya casi, amore... ya casi —susurraba Ben, corriendo junto a ella, la voz ahogada entre el miedo y la esperanza. La doctora Collins daba instrucciones rápidas al equipo. Había sangre. Más de la que querían ver. Pero la cabeza de la bebé ya asomaba, y el margen para intervenir quirúrgicamente se había evaporado. Felicia apretó la mandíbula con una fuerza sobrehumana mientras otra contracción la arqueaba de dolor. Las luces del quirófano la cegaban. El corazón le latía con furia, y el mundo era solo ruido, presión, y la necesidad urgente de terminar... de parir. —¡Está coronando! —anunció una de las enfermeras—. ¡Vamos, mamá, un poco más! Ben corrió a tomar su mano. Solo la soltó unos segundos mientras se colocaba la bata quirúrgica. Volvió a aferrarse a ella y no la soltó ni un instante. Sus ojos estaban bañados en lágrimas contenidas. Quería ser fuerte. Por ella. Por las dos. —Estoy contigo, amor. Estoy aquí. ¡Ya viene! —dijo, con la voz cargada de emoción y temor. —Me quema... me quema... —gimió Felicia, la voz rota—. ¡Ben... ya no lo soporto! —Resiste, mi vida. Ya casi... ya casi... La doctora Collins se posicionó. El equipo estaba en máxima alerta. Había sangrado, presión alta y riesgo. Pero también había vida abriéndose paso. —Puja una vez más —ordenó la doctora, con la mano ya sobre la cabecita—. Muy bien, mamá, estás haciendo un gran trabajo —dijo con voz firme—. Respira hondo... en la siguiente contracción, Emma estará contigo. Felicia obedeció al pie de la letra. Y entonces, de pronto, un llanto. Agudo. Inconfundible. El primer aliento de la bebé rasgó el aire como una promesa cumplida. Un grito que anunció al mundo que Emma había llegado. —¡Es una niña hermosa! —dijo el pediatra, emocionado—. Llora fuerte. Es buena señal. Ben soltó un grito entre risa y llanto. Se inclinó sobre Felicia, que apenas podía mover la cabeza. —¡Lo lograste, amor! ¡Nuestra hija... nuestra Emma está aquí! Ella apenas sonrió, exhausta, sin lágrimas ya, solo aliento entrecortado. El pediatra cortó el cordón, limpió apenas a la bebé y la colocó sobre el pecho sudoroso y tembloroso de su madre. Felicia la miró como si no creyera que fuera real. Con una mano temblorosa, le acarició la pequeña espalda aún manchada de sangre. Y la bebé, como si sintiera el alma de su madre, dejó de llorar. El silencio que siguió fue sagrado. Ben se acercó, con las manos temblando, y levantó a la niña con cuidado. Aún estaba desnuda, cálida, frágil. Tenía el cabello oscuro, húmedo, y el rostro arrugado. Pero para él era perfecta. Irreal. Un milagro vivo. —Mira, Felicia... mírala. Es nuestra hija. Es... perfecta —dijo él, mirándolas a ambas con ojos de adoración. Felicia sonrió débilmente, apenas un susurro de paz. —Es perfecta, Ben... —murmuró, con los ojos clavados en la niña—. Lo hicimos muy bien. Ben la acercó a ella, y Felicia, débil como estaba, alzó la cabeza para besar la frente de su hija. Luego él se inclinó para besarla a ella en los labios. Un beso salado, desesperado, eterno. Entonces Felicia cerró los ojos. — Este, es el día más feliz de toda mi vida — dijo casi sin aliento — Prométeme... que vas a cuidarla. Que vas a amarla mucho... —susurró, y su voz se deshizo antes de terminar la frase. Y no hubo más. De repente, su cuerpo se arqueó. Su brazo cayó sin fuerza. Su piel palideció en segundos. El monitor comenzó a emitir un pitido rápido. —¡Está convulsionando! —gritó el anestesiólogo—. ¡Código rojo! ¡Está sangrando más! El monitor se volvió loco. El personal comenzó a correr dentro del quirófano. Se oyeron gritos. Órdenes. Equipos activados. Ben quedó paralizado por un segundo. Su corazón dejó de latir con ella. —¡Ayuda! ¡Ayúdenla! —gritó, entregando a la bebé al pediatra con manos temblorosas—. ¡Hagan algo, por favor! Intentó acercarse a Felicia, pero una enfermera y un médico lo detuvieron. —¡Señor, salga de aquí! ¡Nos está estorbando! —¡No! ¡Déjenme quedarme! ¡No la dejen sola! Pero ya lo estaban empujando hacia la salida. El monitor chillaba con un pitido agudo, constante. La línea se volvió recta. El sonido más temido. —¡¡Código azul!! —gritó alguien—. ¡¡Preparen desfibrilador!! Ben apenas alcanzó a ver el cuerpo de Felicia sacudido por los espasmos y luego inmóvil, cubierto por las manos frenéticas de los médicos. El sonido del monitor era una puñalada sin fin. —¡No, no, no! ¡Felicia! ¡¡FELICIAAAA!! Evan y Jason lo interceptaron justo cuando el personal médico cerraba las puertas del quirófano. Lo sujetaron con fuerza mientras Ben se debatía como un animal herido. —¡Déjenme entrar! ¡Es mi esposa! ¡Está muriendo! ¡NOOOO! —Ben, no puedes entrar —dijo Evan, ahogando su propia angustia—. ¡Confía en ellos! —¡Ella me pidió que la cuidara! ¡¡ME LO PIDIOOO!! Se desplomó en brazos de sus amigos, gritando, llorando, temblando. La bebé seguía llorando. Su llanto era como un eco lejano del caos. Jason miró a través de la puerta de cristal. No podía ver nada, pero su alma sentía cada segundo como un golpe. Elizabeth, temblorosa, se acercó con April. La sala de espera había quedado en absoluto silencio. Ni Ginna ni Gerald sabían qué decir. Nadie. Evan tomó a Ben de los hombros. —Tienes que resistir. Por Emma. Por Felicia. No la sueltes. No ahora. —No sé si puedo... —musitó Ben, con la voz rota. —Sí puedes. Porque ella te eligió. Porque tú la salvaste. Porque esa niña te necesita vivo. Dentro del quirófano, el monitor seguía emitiendo el pitido agudo. Una línea recta. —Felicia… no me dejes. No después de todo. No así… —sollozaba Ben con desesperación. Pero en ese momento, parecía que nadie estaba escuchando sus súplicas.
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