Ben se había acostumbrado a la rutina con Emma: los días comenzaban con gritos felices desde la cuna, dibujos en las paredes, desayunos a medias y carreras por la casa buscando zapatos. La niña, con apenas dos años, tenía una energía imparable y un carácter que desafiaba incluso su paciencia. Pero él no se quejaba. Le había prometido a Felicia que sería el mejor padre posible, y cada día, aunque agotador, era también un paso más hacia cumplirlo. Lo difícil era por las noches. Cuando Emma dormía profundamente y el silencio llenaba la casa, los recuerdos volvían. Felicia, su risa, sus planes truncos. Gina. Su error. Su cobardía. El daño irreversible. Ben pensaba que eventualmente el tiempo curaría todo, pero la herida seguía abierta. A veces miraba a Emma y se preguntaba si ella también not

