La línea delgada de lo prohibido

1391 Words
Capítulo 5 La línea delgada de lo prohibido El sol atravesaba los ventanales de la habitación de Lionel con la tibieza de una esperanza, con la timidez de un sueño. Afuera, el jardín cantaba su concierto primaveral, los pájaros habían vuelto al jardín, quizá por las semillas que regaba por el suelo Emilia, o por las flores que sabrían alegres en el invernadero. Dentro de la casa Márquez, el silencio tenía otro ritmo, el de los pensamientos que no se decían, el de los anhelos que apenas se atrevían a asomar entre el temor y la vergüenza. Entre la culpa y el deseo de volver a vivir, a sentir, a descubrir que todavía tenía corazón. Lionel observaba a Emilia desde el rincón donde solía leer. Sus ojos ya no estaban en la página del libro, se habían perdido en la figura que se movía con suavidad entre la biblioteca y la mesa, clasificando documentos médicos, doblando mantas, cuidando los pequeños detalles con la misma delicadeza con la que una flor se abre al amanecer. Antes la veía solo como a una enfermera. Hoy, no estaba tan seguro de eso. Contemplaba con atención cada gesto de su rostro. Cada una de sus facciones, y todas le parecían delicadas y hermosas. Suaves, como el tacto de sus manos al acomodarle la almohada detrás de su cabeza. Se había acostumbrado a su presencia, a su voz, incluso a su perfume discreto. Se había acostumbrado a mirarla sin darse cuenta de cuanto lo hacía y sin preocuparse de ser discreto, solo lo hacía, perdiéndose en ella. Las insinuaciones malintencionadas de su cuñada Claudia ahora no le parecían un insulto. Ella tenía razón. Él no veía a Emilia solo como su tolerante y paciente enfermera, sino como algo más. La miraba como un rayo de luz en medio de su oscuridad. Algo nuevo crecía en su pecho, algo se encendía en él cada vez que sus miradas se cruzaban y duraban un segundo más de lo necesario. Era un fuego que lo incomodaba y, al mismo tiempo, le devolvía la vida, inyectándole un calor a sus venas qué no había sentido en muchísimo tiempo. Eso llevaba a Lionel a pensar: — Si no estuviera lisiado… tal vez… Ella, en cambio, mantenía la distancia justa, profesional, segura. O eso creía. Porque había notado en los ojos de Lionel una intensidad que la sacudía por dentro. Lionel era un hombre adulto, con una mirada triste que la conmovía, y a la vez…le gustaban esos ojos que la miraban como si la pidieran. Y aunque en su mente se esforzaba por mantener la compostura, su corazón la traicionaba con latidos erráticos cada vez que él pronunciaba su nombre con esa voz grave, gastada de dolor, pero aún fuerte y poderosa. Lo suficiente como para hacerla ver al hombre detrás de esa silla de ruedas. Al hombre que debió ser y que en alguna parte de su ser, todavía era. —¿Quiere que prepare su té de la tarde, señor Márquez? —preguntó Emilia —Lionel —corrigió él, sin levantar la vista del libro que apenas sostenía—. Llamame Lionel… por favor. Emilia vaciló un momento. El vapor del agua caliente en la tetera se elevó entre ellos como un velo invisible. —Está bien… Lionel —repitió, bajando la mirada, sintiéndose apenada. No era el primer paciente que le pedía llamarlo por su nombre de pila, pero con él era diferente. El sonido de su nombre en la voz de Emilia tuvo el poder de un relámpago. Su corazón dio un salto en su pecho. Una emoción que no esperaba sentir. Lionel dejó el libro sobre sus piernas y se masajeó las sienes. —¿Está bien? —preguntó Emilia, acercándose preocupada con la taza del té. —Sí. Solo me siento un poco cansado. Anoche… dormí mal. Ella dejó la taza sobre la mesa pequeña y alargó la mano para ajustar la almohada detrás de él. Sus dedos rozaron sin querer los suyos por un instante. Solo fue un segundo. Pero suficiente para que una corriente eléctrica los atravesara. Ambos se detuvieron. Sus miradas se encontraron en medio de ese roce accidental. La habitación entera pareció contener el aliento. Como si deseara grabar ese momento en la eternidad de esa mirada. —Perdón —susurró Emilia, apartando la mano de inmediato. —No te disculpes —respondió él, en voz baja. Lionel no sabía cómo explicarlo, pero ese simple contacto había despertado un fuego en él que dormía hacía mucho. Que creyó muerto. No era solo el deseo físico ante la joven belleza de Emilia —, sino una necesidad profunda: la de ser visto como hombre, comprendido en su alma, tocado sin lástima. —¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo él de pronto. Emilia asintió, sin atreverse a sentarse a su lado. Se quedó de pie, aferrada a su fuerza de voluntad. —¿Alguna vez… te has sentido atraída por alguien a quien no deberías mirar así? Emilia tragó saliva. No esperaba esa pregunta. Pero en lugar de evadirla, respiró hondo y respondió: —Sí. Y fue un error que me costó muy caro. Lionel la observó, interesado. Intrigado por su respuesta. Emilia parecía muy tensa. Su voz tembló levemente, aunque intentaba mantener el control. —No soy curioso por naturaleza —añadió él—, pero… ¿puedo saber qué pasó? Ella dudó. Luego, se sentó frente a él, por primera vez sin la distancia formal de enfermera - paciente —Hace tres años, cuidaba a un paciente. El hijo de un político importante. Estaba muy enfermo.. Vulnerable. Él se encariño mucho conmigo… Y … Yo también confundí las cosas. Las cosas no terminaron bien…Por él me quitaron el permiso de ejercer por seis meses. Y eso me enseñó que nunca debía cruzar ciertos límites. Lionel escuchó sin interrumpir. Cada palabra que ella decía era una confesión envuelta en cautela, en dolor, en arrepentimiento y cicatrices. Y él, que también era un hombre hecho de cicatrices, la entendió. —Quisiste salvar a ese hombre y no pudiste —dijo Lionel suavemente—. Tú no estás aquí para salvarme, Emilia. No debes cargar ese peso sobre tus hombros… Esa es mi decisión. Emilia lo miró, sorprendida por la honestidad que brotó no solo de su boca, sino de su alma. — Confía en lo que sientes Emilia… —No sé si podré volver a confiar en lo que siento —confesó ella. —Yo tampoco —susurró él—. Y te entiendo perfectamente. Sin embargo, seguimos viviendo. Aunque sea entre ruinas, estamos vivos. El silencio que se instaló entre ellos era distinto. No era incómodo. Era denso, tibio… como si algo dulce flotara en el aire, cómplice de una mirada. —Traje romero fresco del jardín —dijo Emilia, poniéndose de pie. Necesitaba romper esa tensión antes de que la envolviera por completo. Lo que Lionel le estaba haciendo sentir era algo que no podía permitorse. — Dicen que el romero purifica el aire y la memoria… —Entonces déjalo aquí. A ver si me ayuda a dejar de pensar en cómo sería… si tú me miraras como hombre, y no cómo tu paciente. Ella se quedó inmóvil. Paralizada. No dijo nada ante esa confesión sorpresiva de Lionel. Ella sólo lo miró… y por un segundo, hizo algo más. Lo miró como hombre. Aunque eso no fuera ético para ella. Lo hizo. Lionel la sintió. A la mujer en la mirada de Emilia. En la forma en que ella parpadeó, en cómo apretó los labios sin saber qué decir. Y aunque no hubo un beso, ni una caricia, ni una confesión de amor en los labios de Emilia, el mundo que los rodeaba cambió un poco para ambos en ese momento. Fue como si se sembrara una semilla en el alma, un deseo en el corazón y el temor de un futuro prohibido, una línea invisible los separaba y Emilia entendía el peso del error. Cuando Emilia salió al jardín, el corazón le latía como si hubiera corrido kilómetros. Y Lionel, solo en su silla de ruedas, cerró los ojos y pensó en el aroma del romero, en el roce de su piel… y en todo lo que aún podría florecer entre ellos si se atrevía a volver a sentir.
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