El sonido silencioso de una Decepción
Las semanas se convirtieron en un mes, y con cada amanecer, dos realidades opuestas florecían dentro de la mansión Márquez.
La primera era la recuperación de Lionel, un espectáculo de voluntad y tenacidad que se manifestaba en pasos cada vez más firmes.
La fisioterapia que antes era un ejercicio de resistencia y dolor, se había transformado en una demostración de poder.
El bastón de cuatro puntas había sido reemplazado por uno elegante de madera de ébano con empuñadura de plata, un accesorio que manejaba más como un cetro que como una muleta.
Hoy había logrado su hazaña más impresionante hasta la fecha: caminar desde su estudio en el ala oeste hasta la biblioteca en el ala este, un recorrido que lo dejó sin aliento y bañado en sudor, pero con una sonrisa que partía su rostro en dos.
Emilia lo había seguido a cada paso, con las manos suspendidas en el aire, listas para sostenerlo, aunque nunca tuvo que hacerlo.
—¿Qué te parece, mi enfermera milagrosa? —dijo Lionel, su voz retumbando con orgullo en la silenciosa biblioteca.
Se apoyó en el respaldo de un pesado sillón de cuero, pero su postura era erguida, desafiante—. A este ritmo, correré el próximo maratón de la ciudad.
Emilia forzó una sonrisa que se sintió frágil, como una fina capa de hielo sobre aguas profundas y turbulentas. —Es increíble, Lionel. Tu fuerza de voluntad… es asombrosa.
—Nuestra fuerza de voluntad —la corrigió él, extendiendo una mano para atraerla hacia sí. La tomó por la cintura y la sentó en su regazo, sin mostrar signo de debilidad.
El gesto, que antes habría sido imposible, ahora era natural, posesivo—. Esto es obra tuya tanto como mía. Eres mi ancla, mi inspiración.
Él la besó, un beso profundo y lleno de la confianza que había recuperado. Emilia se entregó a él, buscando hallar en sus labios un refugio que ya no encontraba.
Pero mientras él la besaba, una de sus manos descansó sobre el vientre de ella, un gesto casual e inconsciente de su parte, que para Emilia fue como una descarga eléctrica.
Ese era un territorio que ella sentía sagrado y a la vez profanado por el secreto que albergaba.
La segunda realidad, la suya, era un asunto mucho más silencioso y clandestino. Su cuerpo, antes un instrumento de precisión bajo su control, se había convertido en un traidor.
Las náuseas matutinas eran ahora un ritual ineludible, obligándola a levantarse antes que nadie en la casa para sus citas con el frío mármol del baño.
Sus pechos estaban más llenos, sensibles al más mínimo roce. Y aunque su cintura apenas había cambiado, ella sentía un nuevo centro de gravedad, un peso sutil y persistente que le recordaba a cada instante el latido que crecía en su interior.
Se había vuelto una experta en el arte del disimulo. Blusas holgadas, excusas de migrañas repentinas, un cansancio que atribuía al "agotador" proceso de rehabilitación de Lionel.
Pero cada mentira era una pequeña piedra añadida a la carga que ya sentía sobre sus hombros.
—Cuando todo esto termine —murmuró Lionel contra su cuello, interrumpiendo sus pensamientos—, nos iremos de aquí.
— Compraremos una casa en la costa, lejos de todo este mármol frío y los fantasmas de esta familia. Un lugar solo para nosotros dos.
—Podrás tener el jardín que siempre has querido. Yo escribiré mis memorias y tú… tú podrás ser simplemente feliz. Tú y yo, Emilia. Contra el mundo.
Tú y yo.
Aquellas palabras resonaron en el silencio de su mente, excluyendo a la tercera vida que formaba parte intrínseca de su ser.
Lionel hablaba de un futuro idílico, un lienzo en blanco donde solo había espacio para dos figuras. No había cunas en sus planes, ni risas de niños, ni el desorden feliz de una familia.
Cada plan que él tejía con tanto entusiasmo la apuñalaba suavemente, recordándole que el hijo que llevaba en el vientre era un asterisco, una complicación no prevista en la ecuación de su amor.
Una tristeza profunda y amarga la invadió, tan conocida que le provocó un escalofrío. La sonrisa en su rostro se desvaneció, reemplazada por una sombra de dolor que no pudo ocultar a tiempo.
Lionel se apartó ligeramente para mirarla a los ojos. Su euforia se atenuó al ver su expresión. —¿Qué ocurre? Tu mirada se ha ido a mil kilómetros de aquí.
—Nada, es solo… es todo tan abrumador —mintió a medias—. Verte caminar así, pensar en el futuro… Es mucho que asimilar.
Pero no era eso. Era el eco de otra voz, de otras promesas hechas en circunstancias inquietantemente similares. El recuerdo, que había mantenido a raya con todas sus fuerzas, la golpeó con la violencia de una ola.
Tenía veintitrés años, recién salida de la escuela de enfermería, llena de un idealismo que aún no había sido erosionado por la realidad.
Su paciente era Javier, un joven de diecisiete años que había quedado en silla de ruedas tras un accidente de coche.
El tutor legal del muchacho era su tío, Ricardo, un arquitecto de renombre, cuarenta y tantos años, viudo, con una sonrisa encantadora y una tristeza en los ojos que a Emilia le pareció irresistiblemente atractiva.
Al igual que en la mansión Márquez, el ambiente era de riqueza y tensión. Ricardo estaba consumido por la recuperación de su sobrino y la gestión del vasto patrimonio que el joven heredaría. Emilia, con su calma y competencia, se convirtió en un pilar en esa casa caótica.
La relación con Ricardo floreció en secreto, en susurros nocturnos después de que Javier se durmiera, en miradas robadas sobre la mesa del comedor. Él le hablaba de la presión, de la soledad, de cómo ella era la única luz en su vida.
—Cuando Javier vuelva a caminar, cuando todo este lío legal se asiente, nos iremos de aquí —le había dicho una noche, mientras estaban sentados en la terraza, mirando las luces de la ciudad.
Sus palabras eran un eco casi perfecto de las de Lionel—. Te llevaré a Italia. Siempre he querido mostrarle a alguien la Toscana. Solo tú y yo, lejos de todo esto.
Tú y yo.
La misma frase. La misma exclusión tácita.
Emilia, joven e ingenua, se había aferrado a esa promesa. Le había creído. No se había atrevido a preguntar sobre un "nosotros" más allá de los viajes y las escapadas románticas.
No se atrevió a mencionar la palabra "hogar" o "familia", temiendo parecer una arribista, la misma etiqueta que ahora temía que Claudia le pusiera.
Se conformó con las migajas de un futuro a dos, asumiendo que el resto vendría después.
Se equivocaba.
El día que Javier, con la ayuda de dos prótesis de última generación, dio sus primeros pasos sin ayuda, fue un día de celebración.
Y fue también el principio del fin. Ricardo, liberado de la carga más pesada, empezó a distanciarse. Sus visitas nocturnas se hicieron menos frecuentes, sus llamadas más cortas.
La conversación final fue educada, clínica y devastadora. Tuvo lugar en la misma terraza donde había hecho sus promesas.
—Emilia, lo que has hecho por Javier… nunca podré pagártelo —comenzó, sin mirarla a los ojos—. Has sido una profesional excepcional.
—Ricardo, ¿qué pasa? —preguntó ella, con un nudo de hielo formándose en su estómago.
—Javier ya está bien. Mi papel como tutor a tiempo completo ha terminado. Voy a volver a mi vida —dijo él, finalmente—. Mi firma, mis proyectos…
—¿Y nosotros? ¿Qué pasa con Italia? ¿Con "tú y yo"? —su voz temblaba.
Ricardo suspiró, un sonido de cansancio, no de tristeza. —Emilia, fuiste exactamente lo que necesitaba para superar el momento más difícil de mi vida. Eres una mujer maravillosa.
— Pero yo no estoy hecho para empezar de nuevo. No busco una familia, ni un hogar. Creí que lo entendías.
La palabra "familia" la golpeó como una bofetada. Él la había usado como una negación, como la razón por la que ella no encajaba en su futuro.
Ella había sido una solución temporal, un bálsamo para una herida, y una vez que la herida cicatrizó, el bálsamo se volvió innecesario.
La humillación fue tan profunda que la dejó sin palabras. Se había sentido usada, desechable. Una herramienta conveniente.
—Emilia. —La voz de Lionel la trajo de vuelta al presente. Él seguía mirándola con preocupación—. De verdad, ¿qué te sucede? Si es por Claudia…
—No, no es Claudia —respondió ella, apartando la mirada. Se levantó de su regazo, creando una distancia física que reflejaba la brecha emocional que se abría entre ellos—. Solo estoy cansada, Lionel. Ha sido un día largo.
Su tono era más frío de lo que pretendía. El dolor del recuerdo se había filtrado en su voz. Lionel frunció el ceño, confundido y un poco herido por su repentina retirada.
—Claro. Lo entiendo —dijo él, aunque era evidente que no entendía nada—. Hanks me ha enviado nueva información sobre Santiago. Otro movimiento financiero sospechoso. Estamos cada vez más cerca de exponerlo. Todo se está alineando. Pronto seremos libres.
Hablaba de libertad, pero Emilia se sentía más atrapada que nunca. Atrapada entre su amor por él y el terror a que Lionel fuera una repetición de su pasado.
Atrapada por un secreto que le impedía preguntar lo que necesitaba saber: ¿Hay espacio para tres en tu futuro? ¿O soy yo, una vez más, la mujer conveniente para la crisis, destinada a ser descartada cuando la normalidad regrese?
No podía soportar la idea de que Lionel, el hombre por el que había arriesgado su carrera y su reputación, la viera de la misma manera que Ricardo.
El amor que sentía por Lionel era infinitamente más profundo, más real, lo que hacía que la posibilidad de una decepción similar fuera insoportable.
Este no era un juego de seducción; era su vida entera. Y la vida de su hijo.
—Eso es una gran noticia, Lionel —dijo, caminando hacia la puerta de la biblioteca—. Me alegro mucho. Deberías descansar un poco. No te excedas.
—Espera —la llamó él—. ¿No te quedarás esta noche?
Emilia se detuvo con la mano en el pomo de la puerta, sin volverse. Cada fibra de su ser anhelaba dormir en sus brazos, pero el recuerdo de Ricardo y la inseguridad que había sembrado en ella eran un veneno fresco en sus venas.
—Creo que es mejor que duerma en mi habitación. Necesito… necesito descansar —susurró.
El silencio que siguió fue pesado, cargado de la confusión de Lionel y la angustia de ella. Finalmente, él habló, su voz más suave.
—Está bien. Como quieras, mi amor. Descansa.
Ella salió de la biblioteca sin decir una palabra más, caminando por los pasillos silenciosos de la mansión.
Se sentía como un fantasma, invisible en los planes del hombre que amaba. La alegría por la recuperación de Lionel se había agriado, convertida en miedo.
Porque su creciente fortaleza física solo significaba que el final de la crisis se acercaba, y con él, el momento de la verdad.
Llegó a su cuarto y cerró la puerta, apoyándose contra la madera. Se miró en el espejo de cuerpo entero.
La blusa holgada no podía ocultar del todo la nueva curva de su existencia. Puso una mano protectora sobre su abdomen. No era solo su corazón el que corría el riesgo de romperse esta vez.
Era el futuro de un niño inocente el que estaba en juego.
La decepción con Ricardo la había herido. Una decepción con Lionel la destruiría.
Y no estaba dispuesta a que su hijo naciera en las cenizas de su corazón roto. El latido silencioso en su interior ya no era solo un secreto; era una responsabilidad. Y esa responsabilidad le exigía una certeza que temía no encontrar.