Determinación salvaje

2163 Words
Determinación salvaje La confesión de Lionel —«Tú eres mi presente, Emilia. Y te amo como no he amado a otra mujer en mi vida»— no fue un bálsamo. Fue un terremoto para ella. Uno que sacudió los cimientos mismos que Emilia apenas había comenzado a reconstruir, dejándola suspendida en un vértigo de euforia y pánico absoluto. Sentada sobre sus piernas, con el calor de su cuerpo envolviéndola y el eco de su beso aún vibrando en sus labios, se sintió a la vez en el lugar más seguro del mundo y al borde del abismo más peligroso en un mismo instante. El miedo, frío y familiar, le atenazó la garganta. Era el miedo a la caída, a descubrir que las alas que él le ofrecía eran de cera, destinadas a derretirse bajo el sol abrasador de la realidad. Su pasado le susurró con una voz sibilante: los hombres como él, los hombres de poder y fortunas, no aman así. No tan rápido. No a alguien como tú. Lionel debió sentir el sutil temblor que la recorrió, el cambio infinitesimal en su postura. La estudió con una intensidad que la desnudaba, y la arrogancia del CEO fue reemplazada por una vulnerabilidad que la desarmó aún más. No retiró sus palabras. Simplemente esperó, dándole el espacio para respirar dentro de la tormenta que él mismo había desatado. —Tengo miedo, Lionel —susurró ella con la voz rota. Su confesión fue un alivio y una carga a la vez. Era la verdad más honesta que podía ofrecerle a cambio de la suya. —Lo sé —respondió él, su voz grave como una caricia—. Créeme Emilia, yo también. El sentimiento de tener algo que perder, algo real… es lo más aterrador que he sentido desde que desperté en un hospital sin poder mover las piernas. Sus manos, que aún la rodeaban, la apretaron con una suavidad tranquilizadora. No era la posesividad de un amante, sino el anclaje de un compañero de trinchera. —No tienes que decir nada, Emilia. No te pido que sientas lo mismo ni que me hagas promesas... — Acabamos de entrar en una guerra y yo te he arrastrado a ella. Sería injusto pedirte algo más. Solo te pido una cosa. Sus ojos grises, serios y profundos, buscaron los suyos. —Que me creas. Cree en lo que te he dicho, aunque te asuste. Cree en mí, incluso cuando dudes de todo lo demás. Emilia tragó saliva, el nudo en su garganta se aflojó un poco. No le estaba pidiendo amor, le estaba pidiendo fe. Y la fe, a diferencia del amor que había conocido, no se sentía como un salto al vacío, sino como un primer paso sobre un puente que, aunque tembloroso, parecía real. Asintió lentamente, un movimiento casi imperceptible. Una leve sonrisa curvó los labios de Lionel, una sonrisa de puro alivio. —Bien. Con eso me basta para luchar contra cualquier demonio. Incluidos los que tienen el apellido de mi esposa. Con renuencia, la ayudó a levantarse de su regazo y volver a la silla frente a él. El aire entre ellos seguía cargado de electricidad, pero la urgencia había sido reemplazada por una nueva intimidad, un pacto silencioso. El mundo exterior volvió a filtrarse en la habitación como una realidad expectante. —Volvamos a esto —dijo él, señalando la carpeta azul con un gesto de su barbilla, aunque sus ojos no se apartaban de ella. Por un segundo más sus ojos buscaban los de Emilia con anhelo. — Necesito distraerme de las ganas que tengo de volver a besarte hasta que olvidemos nuestros propios nombres. Un rubor coloreó las mejillas de Emilia, pero esta vez, una pequeña y genuina sonrisa acompañó su sonrojo. Se inclinó sobre la mesa, el aroma a sándalo y café de Lionel llenaba sus sentidos, actuando como un extraño catalizador para su mente. —Consultores del Caribe, S.A. —dijo ella, su voz sonó firme. Buscando desviar la atención de Lionel hacía la carpeta azul. — La dirección fiscal está en Panamá, lo cual no es sorprendente. Pero los pagos son mensuales, casi como un salario. — No son pagos por un servicio específico, son una retribución constante. —Exacto —asintió Lionel, su mente de estratega tomó el control—. Santiago no es estúpido. No usaría fondos de la empresa para pagar un soborno evidente… — Esto es más sutil. Una consultora fantasma. Le paga a alguien a través de ella, creando una capa de separación. La pregunta es, ¿a quién? —Las notas dicen «Según conversación con…» y ahí se corta. La escritura es de Santiago, la reconozco de otros documentos. Pero no termina la frase. Es como si temiera dejar constancia del nombre. —Porque el nombre es la clave de todo —murmuró Lionel, su mirada perdida en los papeles. — Y las fechas… Esta coincide con el viaje que mi esposa hizo a Panamá. —Y esta otra —añadió Emilia, señalando una transferencia—, es de tres días antes de tu accidente. Un pago más grande de lo habitual. Como una bonificación. O un pago por un trabajo bien hecho. Un silencio gélido cayó sobre ellos. La implicación era monstruosa. Y pensar en ello helaba la sangre. —Creen que estoy acabado —dijo Lionel, con una frialdad que congelaba el aire. — Creen que soy un león sin dientes, encerrado en esta jaula de metal y cuero. Pero se olvidan de que un león, incluso herido, sigue teniendo garras. Y cerebro. Emilia lo observó, y el miedo que sentía por su propio corazón se transformó en un temor protector hacia él. En una admiración latente. El juego era más sucio y peligroso de lo que ella había imaginado. Claudia intentaba destruirlo emocionalmente, sembrando veneno en su presente. Santiago, por su parte, había intentado destruirlo físicamente para robarle el futuro. Eran dos frentes de una misma guerra, y ella y Lionel estaban en el centro ahora. Señalados por ellos con el objetivo. —Necesitamos saber quién está detrás de esa consultora —dijo Emilia, con una firme determinación. — Saber quién es el beneficiario final. Con eso, tendrás el arma que necesitas. —Y tú la encontrarás, Emilia —afirmó Lionel, no como una orden, sino como una declaración de confianza absoluta. Esa fe inquebrantable en ella era un peso y un honor. La hacía querer ser digna de ella. Pasaron otra hora analizando cada detalle, cada fecha, cada nota marginal. La conexión entre ellos era fluida, sus mentes trabajaban en sincronía. Era una danza intelectual que resultaba tan íntima como el beso que habían compartido. Cuando finalmente Lionel se retiró a su habitación para descansar un poco después del almuerzo, se sentía agotado y extrañamente vivo a la vez. Emilia volvió a su habitación y cerró la puerta, con un suspiro de alivio se apoyó en ella, cerrando los ojos. La confesión de Lionel resonaba en su interior con una fuerza brutal. Te amo. Las dos palabras más anheladas y temidas de su vida. El hombre que le había roto el corazón años atrás le había susurrado las mismas palabras, pero las suyas habían sido ligeras, fáciles, vacías y traicioneras. Las de Lionel estaban forjadas en dolor, en arrepentimiento, en una honestidad brutal. Eran pesadas, reales, tan potentes e intensas como el beso que le había dado. ¿Podría confiar en esto? ¿En él? La Emilia de antes habría hecho las maletas. Pero la mujer que era ahora, la que había visto el alma desnuda de un hombre complejo y atormentado, no podía huir y dejarlo solo. Huir de Lionel se sentía como huir de la única oportunidad real de felicidad que había tenido en toda su vida. Quedarse, sin embargo, significaba caminar por un campo de minas emocionales y literalmente peligrosas. Un paso en falso y todo podría volar por los aires, hiriéndola a ella, hiriéndolo a él. Y la idea de causarle más dolor a Lionel era, sorprendentemente, más aterradora que la de sufrir ella misma. El silencio reinaba en la mansión. La oscuridad en la habitación de Lionel era casi total, rota solo por la luz de una lámpara. Pero Lionel no dormía. La adrenalina de la investigación, la confesión de amor a Emilia y la oleada de sentimientos que ella había despertado en él lo mantenían en un estado de alerta febril. Con movimientos sigilosos y practicados salió de su cama, luego maniobró su silla de ruedas hasta una esquina apartada, oculta por una gran esquina. Allí, en el suelo, descansaban dos objetos que nadie más en esa casa sabía que existían: dos ortesis metálicas a medida para las piernas, complejas y pesadas. Las miró. Eran su tortura y su esperanza. Con un gruñido de esfuerzo, se inclinó y se las ajustó. El clic metálico de las abrazaderas al cerrarse sobre sus muslos y pantorrillas fue el único sonido en la quietud de su cuarto. Se aferró a dos barras paralelas que había mandado instalar en secreto en la pared, ocultas tras un panel de madera. Inhaló profundamente. Era el momento de la verdad. Usando la fuerza de sus brazos y su torso, se impulsó hacia arriba, fuera de la silla. Por un instante glorioso y aterrador, estuvo de pie, sostenido por el metal y su propia temblorosa voluntad. Un sudor frío le perló la frente. Sus piernas, encerradas en las ortesis, temblaban violentamente, como si fueran de un extraño. Los músculos atrofiados protestaban, enviando señales de pánico a su cerebro. Y entonces llegó el dolor. No era un dolor sordo, sino una agonía aguda, como cuchillos de fuego clavándose desde sus caderas hasta los tobillos. Eran los nervios, despertando perezosamente, gritando en protesta por el peso y el esfuerzo. Su visión se nubló por un segundo. Se mordió el labio inferior con tanta fuerza que sintió el sabor metálico de la sangre. «Vulnerable. Como ahora», había dicho Claudia. Esas palabras resonaban en su mente como un recordatorio de su impotencia, pero esta vez, en lugar de beber el veneno, fue combustible para su determinación. — No soy vulnerable – dijo, con los dientes apretados. Su mente se llenó con la imagen del rostro de Emilia. La forma en que sus ojos se habían llenado de un miedo que él comprendía tan bien. Entendió su susurro al decirle: «Tengo miedo, Lionel». La forma en que, a pesar de su miedo, ella se había quedado en sus piernas y con sus brazos rodeando su cuello. La forma en que su inteligencia brillaba al analizar los documentos. Él iba a luchar por sí mismo, y también, para poder estar con ella. Con un rugido ahogado que fue más esfuerzo que sonido, obligó a su pierna derecha a dar un minúsculo paso hacia adelante. El dolor se intensificó hasta convertirse en náuseas. Sus brazos, que soportaban casi todo su peso en las barras, temblaban al límite de su resistencia. — Quiero volver a ser el hombre que era – se dijo a sí mismo, su diálogo interno era una letanía contra el dolor. — Seré el mismo hombre. No por el poder. No por la empresa. Por mí… Y por ella. Se imaginó a sí mismo, no en la silla, sino de pie frente a Emilia. A su altura. Tomándola en sus brazos sin la barrera del metal y las ruedas. Bailando con ella, aunque fuera torpemente, con la música sonando al fondo solo para ellos dos. La imagen era tan poderosa, tan vívida, que le dio la fuerza para dar otro paso, esta vez con la izquierda. — El caos de mi vida, va a terminarse. —La traición de Santiago, la obsesión de Claudia, la guerra por algo que nunca pasará – murmurando dándose ánimos. Su dolor intenso, se desvanecía ante el esfuerzo singular y hercúleo que hacía. Todo se reducía a eso: A un hombre luchando en secreto contra su propio cuerpo roto. Impulsado por un amor que lo había tomado por sorpresa y que ahora se había convertido en su brújula, su norte y su única razón para levantarse de su castigo. Después de lo que pareció una eternidad, pero que apenas fueron diez agónicos minutos, sus fuerzas lo abandonaron. Se dejó caer hacia atrás, controlando la caída para aterrizar de nuevo en el asiento de la silla de ruedas con un golpe sordo. Jadeaba, empapado en sudor, con cada fibra de su ser gritando de dolor y agotamiento. Pero en su rostro, a la luz de la lámpara, no había derrota. Había una determinación salvaje, casi maníaca. Miró sus piernas inertes, que ahora palpitaban con un dolor fantasmal que era, para él, la más dulce de las promesas. —Tú eres mi presente, Emilia – dijo, cerrando los ojos mientras el dolor comenzaba a remitir, dejando tras de sí un profundo agotamiento. — Y juro por mi vida que me pondré de pie para ofrecerte un futuro junto a mí.
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