XXII

2345 Words
SEIS MESES DESAPARECIDA. Ojeo despacio los álbumes que contienen las cientos de fotografías que poco a poco añadimos. Ha sido un arduo trabajo que todavía continúa. Tantos rostros, tanta tristeza, abandono, desolación. A pesar de eso, anhelo tanto que mi hija salga allí. En algunas fotos de mujeres me detengo a analizarlas, con sus caras sucias y sus cabellos hechos una maraña. Ninguna es ella. Después de este tiempo me he convencido de que las cosas que me dijo Santiago son meras injurias. Quizá mi hija sí escribió esa nota, pero, en realidad, no significa nada. No puedo creer que Abigaíl sigue allá fuera, en quien sabe qué lugar, quien sabe qué dolores sufre, si come bien, si tiene ropa que vestir… Alma y Eleonor van y vienen de mi casa a las suyas. Hay días en los que se quedan a pasar la noche con nosotros. Ayudan a limpiar, a lavar ropa y a cocinar. Casi ya no cocino como solía hacerlo. Creo que hasta la sazón perdí. Eduardo y Roberto también vienen. Roberto viaja seguido y Eduardo aprovecha algunos fines de semana. Los dos continúan buscando a su hermana. Siguen empeñados en visitar hospitales, desde las pequeñas clínicas hasta los de alta especialidad. José Luis, en la distancia, nos busca espacios en los periódicos y radios. El tratante detenido está dispuesto a guardar silencio. Supe por palabras de Leonardo que ya hasta lo torturaron, ¡y nada! Ni una sola confesión o pista útil. Estoy en desacuerdo con las prácticas ilegales. Se supone que la justicia no debe de jugar el mismo juego que los criminales. De todos modos, sus esfuerzos no funcionan, ni siquiera la carta que le hice llegar le removió la piedra que tiene por corazón. Edmundo nos propuso a las madres y a mí hace un par de meses que buscáramos en los terrenos baldíos. Así como buscaron los detectives cuando recibí aquella terrible llamada. Tardamos en convencernos, incluso lo discutimos varias veces. Paloma se retiró del grupo, pero nos ayudó a encontrar a dos madres más. Bueno, una es abuelita, se llama Dolores, ella busca a su nieto. En un accidente donde fallecieron su hija y su yerno el cuerpo del jovencito no fue entregado. Ella tiene fe en que sigue vivo y tal vez perdido por allí. La otra es Ana Laura, perdió a su hija en una fiesta. ¡Sí, en una fiesta infantil! Apenas tiene siete años. Se confió en que nada le pasaría. La niña no apareció. Lleva dos meses desaparecida. Luego de luchar contra nuestros miedos, Susana es la primera en convencerse de que la idea de Edmundo es buena. Basta de engañarnos. Debemos ser conscientes de que también buscamos cuerpos. Es terrible, pero real. El caso de la señora Rocío es con el que más me identifico. Su hijo Toño tiene dieciocho años. Dice que le pidió permiso para ir a la discoteca con sus amigos. Ella no quería dárselo, pero su esposo le aconsejó que confiaran en él. Lo consideran un muchachito centrado y responsable. Salió a las nueve de la noche. Eso pasó hace dos meses. Dice que en la fiscalía le dijeron que seguro le gustó la parranda y por eso decidió no regresar a casa. Rocío lo sigue buscando por su cuenta, como hacemos Luis y yo. Solo tiene unas cuantas pistas y algunas teorías. Los empleados de la discoteca dicen que lo vieron entrar y convivir un rato. Sus amigos se emborracharon tanto que tienen problemas para recordar más detalles de esa noche, aunque aseguran que Toño se fue a su casa sobrio. Rocío es quien accede a que busquemos a su hijo por las zonas cercanas a la discoteca y su casa. Con ayuda del mapa y una exploración en automóvil, marcamos terrenos baldíos y espacios boscosos. Vive cerca de un parque donde los niños salen a jugar y los adultos hacen ejercicio. Primero revisamos el terreno abandonado más próximo a la discoteca. Llevamos picos y palas, las que tenemos en casa. Me aseguro de llevar bastante agua, cubrebocas y una gorra. Ni Luis ni Pablo saben qué me encuentro haciendo. Tratarían de convencerme de no hacerlo si se enteran. Al único que si le conté fue a Roberto. En esta ocasión Edmundo nos ayuda también. ¡Mi querido hermano! Ni siquiera conoce al desaparecido, pero aquí lo tenemos como compañero fiel. Los impactos de la pala no me duelen ya. Mi corazón late firme y es más fuerte. Las otras madres y yo estamos coordinadas, conectadas por un mismo fin. Luego de tres horas, terminamos agotadas. Abrimos la tierra todo lo que pudimos. No descubrimos más que botellas, latas y varios juguetes viejos. Al día siguiente, Rocío pide ansiosa que vayamos al parque que está a quinientos metros de distancia de su casa. Nos cuenta que por la noche soñó que caminaba sin rumbo por ahí. Accedemos a explorarlo. Lo habíamos dejado para el final por su extensión, así que toca prepararnos. Sé que no acabaremos en un solo día y significa un gran esfuerzo. ¡No importa! ¡Lo vale, sí que lo vale! La gente que transita nos observa curiosa. Uno que otro pregunta qué hacemos. A ninguno les decimos lo que en realidad queremos encontrar. Los niños que juegan creen que buscamos tesoros. Sí que los buscamos, nuestros tesoros más preciados. Hace frío. Estamos en pleno noviembre. La tenue luz del sol pasa entre las hojas de los árboles. Todas caminamos despacio con la vista fija en el suelo. Cada paso que damos cruje implacable. No hay pistas que seguir. Esta vez no existe una llamada anónima que nos regale una ubicación. Se trata de unas cuantas mujeres inexpertas contra la inmensidad de la tierra. La poca información recopilada durante la búsqueda oficial del joven no sirve. Así como no sirve la de Abigaíl. A medida que avanzamos, nos vamos alejando de los juegos y las bancas. Por el rumbo que vamos entra menos luz. Las risas de los niños ya no se oyen claras, ahora imperan los sonidos de los grillos y los cantos de las aves. Huele bastante a pino. En otra circunstancia sería una visita placentera. De pronto, Ana Laura señala un espacio donde hay bastante maleza encimada, ramas con espinas e incluso un tronco seco y pesado. Nancy, por ser de las más jóvenes y atléticas, se atreve a meterse y rebusca un rato. Noto que se hace algunos cortes en los brazos, pero persiste, hasta que un objeto llama su atención. Le cuesta trabajo desenterrarlo. Luego de unos minutos, lo consigue. Se trata de una chamarra. Nancy la levanta lo más alto posible, dispuesta a lanzarla. Me acerco para ser quien la atrape. Tiene tierra seca cubriéndola. La sacudo lo mejor posible. Es de cuero color café. Giro a ver a Rocío para mostrársela extendida. Ella se tapa la boca en cuanto la inspecciona. Se nota que trata de ahogar el inconfundible alarido. ¡Es tan único! Esa forma en la que el dolor desgarra la garganta no se puede replicar si no se sufre la misma pena. Por la manera en la que abre los ojos y parece que el alma se le desprende, no hay necesidad de que lo diga. Contengo la respiración. Rocío sostiene la chamarra en sus temblorosas manos. Sus ojos se llenan de lágrimas al mismo tiempo que asiente. Le tirita toda la mandíbula. Es incapaz de articular. El silencio que nos rodea llega abrupto. Hasta la naturaleza guarda respeto ante el duelo. Rocío aprieta la chamarra contra su pecho. —Es de mi hijo —dice sollozando, mientras da un lento recorrido con la vista—. Cuando era niño lo traía a jugar aquí. Mi Toñito, le gustaba mucho venir. Soy incapaz de mantenerme firme y la acompaño a llorar. Su sufrimiento parece el mío. Este puede ser mi mismo destino. Las demás rodean a nuestra compañera. Saben que necesita soporte. Es indispensable. A mi derecha oigo el pico haciendo su trabajo. Admiro la determinación de Nancy para abrirse paso. Catalina se queda a acompañar a Rocío. ¡Es hora de trabajar! Media hora más tarde, Margarita es quien ubica un zapato en el hueco que hacemos. —Ahí está el pie —dice Nancy con el dedo índice apuntando. Suda a pesar del frío. Aun así y por voluntad propia, no se detuvo hasta encontrarlo. Voy directo a abrazar a Rocío. El zapato también es de su hijo. No hay duda de que ese es el cuerpo de Toñito. Enseguida llamo a Elías. Es urgente que manden al SEMEFO. Leonardo me aconsejó tiempo atrás que no desenterráramos por completo ningún ca.dáver para no contaminar tanto la escena del crimen. Como es de esperarse, Rocío no para de llorar. La dejamos que se desahogue, le hará bien. Llora y maldice al culpable. Quiere justicia, la clama. Por extraño que suene, luego de eso, me percato de que luce liberada. Ella ha hallado a su hijo, no como imaginaba, pero al menos tendrá paz al saber dónde descansa. La familia de Rocío no es católica. Su esposo y ella nos avisan que no harán ninguna ceremonia de despedida para Toño. Respeto su decisión, aunque no la comparto. Aun así, la acompaño hasta que le entregan las cenizas. Sé que a ambos les duele en lo más profundo, son unos padres que se quedan sin uno de sus hijos, pero es todavía peor vivir el día a día con la incertidumbre. Es complicado describir lo que se siente que nuestro grupo funcione. Tenía mis dudas sobre si daría resultados. Que estemos dando hasta con cuerpos solo indica el ineficiente trabajo de la fiscalía. Ni siquiera pudieron dar con un cuerpo enterrado en un parque público. Así de poco les importan los desaparecidos. Nosotras vamos a seguir, eso ya no se discute. Leonardo viene a la casa un cinco de diciembre pasadas las cuatro de la tarde. Las fechas decembrinas se volvieron tan deprimentes para mí. Abigaíl es quien me ayudaba a decorar la casa. Le gusta sacar las cajas con los adornos. Ella y Luis tienen mucha más paciencia que yo a la hora de desenredar luces de navidad[CS1] . Solo espero que, donde quiera que se encuentre, no esté padeciendo el intenso frío. En casa estamos Pablo, Roberto, Luis y yo. —Hoy por la mañana recibí un aviso de uno de mis informantes —comienza Leonardo—. Por favor, siéntense. El detective tiene una cara que me desarma. Parece angustiado o enojado, no sé bien, pero no me gusta. Nos acomodamos en la sala. Luis se sienta a mi lado. Mis hijos en el sillón de al lado, y Leonardo en el sillón solitario. —Díganos, sin darle vueltas, detective —le pregunto seria—. ¿Mi hija está viva o muerta? Pablo gira a verme de inmediato. Se ve consternado, quizá por lo directa que soy. ¿Para qué esperar más las malas noticias que seguro vienen? Leonardo niega con la cabeza. —Lo siento, señora Valdés, todavía no lo sabemos. —Entonces, ¿qué aviso le dieron? —interviene Luis. Leonardo respira profundo, se remueve en el sillón, y luego se inclina hacia nosotros. —La madre de la señorita Jazmín llamó ayer al número de emergencias. Le dijo al hombre que la atendió que su hija estaba gritando y rompiendo cosas en su casa, que incluso la golpeó cuando trató de detenerla. Se podían escuchar sus gritos por el teléfono. —¿Jazmín? —pregunto en voz baja. ¡Esto ya no tiene sentido! Comienzo a sentir la cabeza caliente. —Sí —vuelve a confirmar el detective—. La internaron en un centro psiquiátrico. Tuvo un colapso nervioso. Lo que más nos llama la atención es que sus padres pidieron la asesoría de un abogado. —¿Por qué? —lo cuestiona Roberto. Leonardo se encoje de hombros y se toca la cabeza. —Eso lo sabría si no hubiera pedido que las dejara de seguir… —dice sin mirar a nadie. Sé que se refiere a mí. Mi esposo lo comprende al contemplarme. —¿Qué hiciste, Rita? —esa pregunta sale con auténtica incredulidad. —Es que yo… Luis se pone de pie. Da media vuelta. Sus manos se cierran en dos puños apretados. Lo conozco demasiado bien, está enfurecido. —¡¿Qué chingados hiciste?! —grita, viéndome. —Papá, cálmate. —Pablo persigue a Luis—. El médico dijo que… —Me vale madre lo que el médico dijo. ¡No me diga nadie que me calme! —Se me acerca con su dedo acusador—. Explícame por qué le pediste tal cosa al detective. ¡¿Por qué eres tan metiche?! —Las venas de su frente se marcan cada vez más—. ¡Tú no eres detective! ¡Deja de creerte una! Me levanto también. Que se atreva a gritarme en frente de los demás me llena de rabia. Al menos yo estoy haciendo algo más que dedicarme a rondar la casa cual espectro en pena. —¡Se trata de mi hija! —respondo con la misma intensidad. —¡Por eso! Porque se trata de mi hija. —Golpea su puño sobre el pecho varias veces—. ¡Entorpeciste la investigación! ¡La arruinaste! ¡¿No entiendes?! Te culparé a ti y solo a ti si… —De pronto, suelta un quejido y se silencia. La palidez llega a su rostro con una velocidad preocupante. —Señor González, ¿está bien? —le pregunta Leonardo al mismo tiempo que se levanta. —¿Papá? —dice Roberto. Suena asustado. —¡Luis! —lo nombro, esperando que reaccione—. ¡Luis, no! Sus ojos se ponen en blanco. Es tan aterrador presenciar cómo se le mueven los párpados tan rápido. Enseguida intento mantenerlo de pie, pero mi mano se resbala en su brazo. Por suerte, el detective alcanza a sostenerlo, antes de que su cabeza golpee contra el suelo.
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