DOS MESES DESAPARECIDA.
La esperanza que mantengo se esfuma cuando Leonardo me comunica que, a pesar de los métodos utilizados, el hombre detenido sigue sin confesar ninguno de sus crímenes.
Estamos en mi casa solo él y yo. Pablo asistió a un partido de fútbol y Luis fue a recoger unos análisis que el médico le mandó a hacer. Me preocupa que cada vez está más delgado. De por sí siempre lo ha sido, pero ahora luce peor.
—Muchos de ellos prefieren ser encerrados por pruebas antes que confesar —dice el detective—. Saben que, si lo hacen, están firmando su sentencia de muerte. Los miembros del crimen organizado son rencorosos con los soplones. Si le contara cómo los han encontrado en las cárceles…
Le ofrezco refresco de cola a Leonardo. Es un día caluroso. Las lluvias están demorando en soltarse. Por mi zona, en otros años, por esas fechas ya caían intensas.
Leonardo sostiene su vaso mientras mira fijo hacia un vitral rectangular que tenemos en la pared del costado. Su expresión es seria, como de costumbre.
—Detective, ¿puedo hacerle una pregunta?
Él asiente. Aparta la vista del vitral y se centra en mí.
Noto que sus ojeras se marcan más que de costumbre.
—Adelante, dígame.
Respiro lento antes de comenzar a hablar:
—¿Por qué escogió este trabajo? Digo, ¿qué motivo lo llevó a decidir tener un oficio tan difícil y peligroso?
Enseguida me convenzo de que fui demasiado lejos.
Leonardo frunce el ceño. Parece preocupado, o quizá incómodo.
—Hace muchos años, cuando yo era niño, mi madre fue asesinada tras tres días de secuestro. Encontraron su cuerpo envuelto en una cobija, tirado en un despeñadero.
Siento un nudo en el estómago al escuchar tan dolorosa confesión.
—Nunca se supo quién fue —continúa él. Poco a poco va bajando la cabeza—, tampoco es que mi padre se preocupara por hallar al culpable. Nosotros no éramos de escasos recursos, pero tampoco adinerados. Cualquiera pensaría que familias así no llaman la atención de los delincuentes. —Por un fugaz instante, sus ojos brillan—. Mi madre solo fue al mercado a comprar, de ahí se la llevaron. Ella no le hacía daño a nadie, se dedicaba a su casa y ya. Perderla fue un golpe duro para todos. Mi padre se volvió alcohólico. Nunca nos descuidó ni dejó de mantenernos, pero nos golpeaba cada vez que se pasaba de tragos. Logré entenderlo después de años. A pesar de que me alejé de él, ya lo perdoné. Era su forma de lidiar con el dolor. —Suelta un suspiro y se sonroja—. Jamás compartí esto con mis clientes, pero ya que lo pregunta, ese suceso moldeó mi vida y es la razón por la que quise ser detective.
Estoy tan conmovida. Ahora confirmo que él también carga una pesada cruz. Por eso nos comprende.
—Lo siento mucho. Imagino lo terrible que debió ser para usted.
Leonardo asiente mientras observa su vaso de refresco.
—Que mi madre muriera dejó un vacío enorme en mi vida. Pero a medida que crecía, me fui convenciendo de que necesitaba justicia, no solo para mi familia, sino para todas las personas que experimentan tragedias similares. Así, llegué a la agencia Miller y Asociados. Ellos me recibieron a pesar de no tener experiencia. —En su voz se percibe la emoción de rememorar sus inicios—. Mi madre no volverá, pero al menos puedo ayudar a otros para que no sufran lo mismo.
Me tomo un momento para procesar la revelación de Leonardo, lo que me cuenta es estremecedora.
—Admiro su fuerza y determinación —digo sin más.
El detective me dedica una pequeña sonrisa.
—Gracias, señora Valdés. Le soy sincero, estoy preocupado por no tener más información de Abigaíl, pero ni por error voy a dejar de buscarla. Eso se lo prometo. —Coloca una mano sobre el pecho.
Sé que él cumplirá. Lo sé porque lo veo en su mirada.
La conexión que el detective y yo hemos formado es más profunda de lo esperado. Compartimos una comprensión mutua de lo que significan la pérdida y las ansias de obtener justicia.
La plática me convence de que, con su apoyo, lograremos dar con la tan esperada pista que nos guíe hacia la verdad.
Faltan solo diez días para el cumpleaños de mi niña. Es el veinticuatro de agosto. En esa fecha ella debería estar aquí, en su casa, rodeada de abrazos y felicitaciones. En lugar de eso, todos tendremos un vacío profundo en el corazón.
Abigaíl, mi preciosa hija, sigo sin aceptar que sigo sin saber dónde está después de dos meses.
Lo que debería ser una celebración de mayoría de edad se convertirá en un día que no quiero que llegue.
Cada espacio de la casa parece susurrar su ausencia. A veces incluso me llega el suave aroma de su perfume. Es indudable que su esencia flota por los rincones.
De pronto, la luz de mi habitación parpadea, como si también se encontrara luchando contra la oscuridad que con cada día se apodera de mi alma.
Recuerdo que ella planeaba cómo hacer su pastel de cumpleaños. Lo quería relleno de fresa con betún rosado. Ojalá yo despertara y, al salir a la cocina, la encontrara peleándose con el horno que a veces falla.
Tengo el teléfono a mi lado. Lo acomodo para confirmar que no está descolgado. Aún espero que suene con la noticia que tanto anhelo. Todavía es posible que recibamos un milagro antes de sus dieciocho años.
Despacio cierro los ojos. Quiero traer de vuelta su risa, su abrazo sincero, sus besitos en la mejilla que me daba antes de irse a cualquier lado.
Deseo poder seguir llenando los álbumes de fotos y que no me falte ninguno. Ellos son testigos silentes de nuestros momentos felices, de los festejos de mis hijos que tanto me encanta organizar, en especial los de mi única hija.
La tristeza me embarga peor conforme voy marcando el calendario.
Mis primas intentan animarme de vez en cuando, vienen a hacerme compañía, me dan palabras de aliento, pero nada sirve. Mi alma quedó rota desde ese veintiuno de mayo, solo mantengo vivo el anhelo de abrazar a mi hija, de sentir su presencia y escuchar su voz. Me pregunto si eso podrá volver a pasar.
En este preciso instante, antes de dormir, se me ocurre una idea que tal vez dé frutos.
¡Espero que sí!
Al día siguiente las otras mamás y yo nos reunimos para seguir buscando algo que sirva en los distintos casos. Me encargué de recordárselo a todas. Ahora somos siete mujeres y Edmundo, él seguido nos acompaña. Se nos han integrado: Paloma, Rocío y Alba.
Por recomendación de mi hermano, nos citamos en su departamento, para dejar que Luis descanse. A veces hacemos demasiado ruido con nuestras charlas.
Hay ratos en los que decaemos, nos desespera el no tener un camino claro a seguir. Hoy no será así.
El departamento de Edmundo es pequeño, cuenta con solo dos habitaciones, una sala-comedor, una cocina pequeña y un baño. Se sitúa en el segundo piso. Agradezco no tener que subir tantas escaleras.
Él tuvo la cortesía de hacer espacio y llevó sillas por si hacía falta.
Aguardo hasta que no faltan ninguna. Se siente bien que sean tan comprometidas.
—¿Qué tienes, Rita? —me pregunta Susana luego de acomodarnos en la salita gris de mi hermano.
Es mi turno de tomar la palabra:
—Anoche tuve una idea. Cuando fuimos a buscar a mi hija en los archivos de las víctimas de trata, los detectives tenían un álbum. Algunas ya deben conocerlo. —Callo un instante solo para ver sus rostros. Veo que a la mayoría les cambia la expresión por una triste—. Usaremos el mismo método. —Me levanto y quedo en medio de todas—. Les propongo que les tomemos fotografías a las personas que se encuentran en situación de calle. Las imprimiremos y haremos un catálogo que mostraremos a todo aquel que tiene un desaparecido. Esa gente sin hogar tal vez cuenta con familia que los está buscando.
Hay un breve silencio en cuanto termino.
Edmundo solo nos mira un poco alejado. Se acerca solo cuando quiere dar su opinión.
—Esa es una… —intenta decir Nancy, pero se silencia. Luce vacilante.
—Idea buenísima —la interrumpe Susana—. ¡Hagámoslo! Tengo varias cámaras en mi casa. Compraré los rollos y mañana salimos a tomarlas.
Que Susana esté animada es gratificante.
Margarita asiente:
—Le diré a mis familiares de otros estados que hagan lo mismo y me manden el rollo.
—Yo también —dice Catalina.
—Yo igual —confirma Paloma.
Pronto las siete conversan sobre a quiénes les pedirán que tomen más fotografías.
Edmundo me hace una seña de aprobación con su dedo. Por la forma en la que me contempla, comprendo lo que busca transmitirme.
Hablar con nuestras hermanas es complicado. No tenemos una relación. A decir verdad, no recuerdo haber tenido una relación sana con ellas jamás.
Al final, decido que es hora de guardarme el orgullo.
—Tengo hermanos en el extranjero —añado—. Les pediré que ayuden. Hay que expandirnos lo más que se pueda.
Me alegra saber que mi propuesta fue recibida mejor de lo que imaginé. Nos queda hacer las cosas bien. Confío en que será de utilidad.
Una de las más recientes integrantes del grupo es Paloma. Ella tiene cincuenta y ocho años. Perdió a su hijo de veintidós cuando salió a trabajar a la pisca de jitomate. No regresó ni volvió a saber de él. Eso pasó hace diez años. Desde entonces sigue buscándolo. Ella es a la que más decaída noto a pesar del tiempo transcurrido. Quizá su edad la acentúa o la soledad que parece padecer en su hogar le afecta demasiado. Espero que estás reuniones le sirvan para aligerar el peso que carga.
En cuanto llego a la casa, levanto el teléfono y marco el número que Edmundo me dio hace tiempo. Con nervios, aguardo a que respondan.
Al otro lado de la línea, la voz inconfundible de mi hermana Carla pronuncia un breve saludo en inglés. Es una suerte que ella sea quien atienda.
—Hola, Carla, ¿cómo estás?
Un incómodo silencio por poco y me lleva a colgar.
—¿Rita? —pregunta. Suena impresionada—. ¿Rita, eres tú?
Sí que es raro escucharla. Esto parece irreal.
—Soy yo, hermana.
Ella suelta un resoplido sonoro.
—¿Cómo estás? ¡Dios! Tiene años que no hablamos. ¡No sabes cuánto te extraño!
Se atreve a preguntarme cómo estoy. Si bien que sé que Edmundo tiene mejor comunicación que yo con ellas y les cuenta cosas que no le corresponde.
—Todo marcha, ya sabes, mal.
—Ed nos contó. —Suspira—. Intenté llamar, pero… —Enseguida se silencia.
—Comprendo. No te preocupes. Lo importante es que ya nos comunicamos.
La voz de mi hermana se suaviza. Raro en ella que siempre fue una persona considerada “dura”:
—Rezo a diario por mi sobrina.
—Te lo agradezco.
—¿Necesitabas algo? Dime, con confianza.
Sospecho que ella cree que voy a pedirle dinero prestado. La gente cree que los que se van al norte se hinchan de dólares y tienen la capacidad de repartirlos a diestra y siniestra. La realidad, para desencanto de muchos, es otra.
—De hecho, sí quiero pedirte un favor.
—Lo que sea y esté en mis manos, lo tendrás.
Me cuesta continuar. ¡Basta de ser orgullosa! Tengo que tragarme el rencor por no haberme llamado ni siquiera en momentos tan espantosos.
Con cuidado, le explico lo que quiero.
Mi hermana accede enseguida a tomar las fotografías.
Le pido que sea cuidadosa. La ley en el país vecino es más dura con los inmigrantes latinoamericanos.
Nos despedimos con buenos deseos. A decir verdad, se siente bien volver a comunicarte con la familia alejada por decisión propia.
Las demás madres y yo procedemos a hacer lo que nos toca.
Algunos indigentes nos insultan cuando se dan cuenta de que están siendo fotografiados, otros hacen poses graciosas, unos más están tan drogados que no se percatan de nada… Hay hombres y mujeres de todas las edades. Los que más duelen son los niños. A ellos nadie los protege. Son ellos contra el mundo hostil que los ignora para no incomodar.
Después de dos arduos días de caminar por horas, juntamos triunfantes los rollos fotográficos de las distintas cámaras usadas.
Compro un álbum grande forrado de ne.gro. Ahí metemos las primeras ochenta imágenes que imprimimos.
Para mi sorpresa, un paquete llega a mi casa al octavo día de haber llamado a mi hermana. Dentro encuentro cuatro rollos llenos de retratos de gente sin hogar.
Susana, Nancy y la recién integrada Paloma me acompañan a imprimirlos. Por alguna razón, a todas nos urge llenar el álbum.
El centro de impresión tiene las máquinas dentro de un cuartito con paredes de cristal. Todo queda a la vista del público.
Frente a nosotras comienzan a desfilar las fotografías que mandó mi hermana. Por la posición en la que salen, logramos observarlas todas.
Las inspeccionamos en silencio, una a una. Sé que cada una las revisa con el anhelo expuesto.
De pronto, escucho que una de mis compañeras ahoga un gritito.
Giro veloz para saber de quién vino.
Susana y Nancy hacen lo mismo.
Las tres dirigimos la vista hacia la señora Paloma. Ella tiene el rostro desencajado, los ojos bien abiertos y su dedo índice suspendido. Apunta directo hacia las máquinas.
—Ese… —Se le atoran las palabras un instante—. ¡Ese es mi hijo!
Las tres liberamos un respiro de sorpresa.
—¿Estás segura? —le pregunta Susana.
—Esperemos a que nos la den y que revise bien. —La sostengo del hombro—. Es mejor que no te ilusiones.
Se trata de una mujer que está cerca de los sesenta años. Su salud puede verse perjudicada si el sujeto de la foto resulta no ser su hijo.
La joven que nos atiende nos entrega el sobre unos minutos más tarde.
Susana le muestra a Paloma las imágenes que todavía huelen a recién impresas. No pasan ni diez de ellas cuando Paloma pide parar en una.
Susana se la extiende.
Así, la mujer admira la fotografía por un rato. Sus ojos brillan más conforme pasan los segundos, incluso noto que sus labios pintados de rosado tiritan.
—¡Sí! ¡Sí es! ¡Es mi hijo! —Las lágrimas resbalan por sus mejillas—. ¡Es mi hijo! Estoy segura.
Nancy se cuelga de mi brazo, sonriente.
—¡Rita, lo lograste!
Entre las cuatro surge una conmoción que llama la atención de los demás clientes del lugar. Estamos tan felices, tan impactadas, tan agradecidas que no nos importa ser discretas.
Mañana es el cumpleaños de mi hija.
Después de todo, el milagro sí se dio, no como lo pedí, pero ha llegado. Con él mi esperanza se fortalece.
Me apresuro a llegar a casa, allá tengo la agenda con el teléfono de mi hermana. Lo primero que hago es llamarla. Le describo a detalle al hombre de la foto. Como la mayoría de las personas sin hogar, el hombre lleva ropa desgastada y ennegrecida, la cara sucia y el cabello hecho marañas. Me impresiona que Paloma lo haya reconocido si está así de maltratado.
Mi hermana recuerda al sujeto. Tomó la fotografía afuera de una tienda departamental.
Le suplico que vaya a buscarlo lo más rápido posible. Tengo fe en que seguirá por esos rumbos.
Horas más tarde Carla regresa la llamada. Logró dar de nuevo con el indigente y me cuenta que se acercó a él con la intención de darle unas monedas e investigar dónde vive. Él le dijo que a veces come en un comedor comunitario a unas pocas calles de la tienda.
Por recomendación de Leonardo, elegimos pedir ayuda a las autoridades para que sea posible su regreso al país.
Los trámites no demoran tanto como supuse. A los del norte no les gusta ni tantito tener indocumentados, mucho menos indocumentados indigentes.
El hombre llega a México a finales de septiembre.
Los gringos lo bañaron y le cortaron la barba y el cabello. Luce muy distinto al de la imagen.
Paloma lo vuelve a reconocer a lo lejos.
¡Vaya la habilidad que tiene!
Entre llantos y abrazos, la ansiada reunión ocurre en el aeropuerto.
Han venido más familiares de Paloma. Se forma un gran círculo entre ambos. Por supuesto que nosotras no pensábamos faltar. Incluso Edmundo y Leonardo asistieron.
Diez años tuvo que esperar esa madre para reencontrarse con su hijo.
Me convenzo de que tengo la posibilidad de ser bendecida con lo mismo.
—¿Y ahora qué haremos? —pregunta Margarita, cuando salimos del aeropuerto.
Miro hacia al cielo, todavía conmovida. Le agradezco a Dios por hacer hoy este milagro y le pido que vengan muchos más.
—A seguir trabajando —digo convencida.
Para nosotras no hay días libres. Para una madre que tiene a su hijo desaparecido no hay día de descanso. Nosotras somos madres que buscan, somos madres buscadoras.