CATORCE DÍAS DESAPARECIDA
Desperté agitada. He tenido una terrible pesadilla de la que me urgía salir. En ella volví a ver aquel cuerpo de la morgue, pero en lugar de la hija de esa pobre mujer que la reconoció, era el rostro de Abigaíl el que tenía enfrente, ya necrosado y sin su brillo, ese hermoso resplandor de su lozana piel morena, tan único para mí.
Se me ha quitado el sueño. Son apenas las cinco de la mañana. Elijo tomar un café para despejar la mente. En estas circunstancias ya no es posible volver a conciliar el sueño, ni quiero.
La casa a solas eriza mi piel. Los demás duermen mientras yo me mantengo sentada en la silla del desayunador. Pienso en la forma de reunir a más madres que tengan la urgente necesidad de que nos vean, de que los demás noten nuestra desesperación, nuestro miedo, nuestro dolor.
Sin la ayuda de Leonardo será más difícil. Él tiene la información, pero no cuenta con el permiso para dármela. Meterlo en problemas no es opción. Ya se me ocurrirá algo, aunque debe ser a la brevedad.
Hoy se cumplen catorce terribles días desde que Abigaíl se fue. Los investigadores dicen que “se esfumó”. No encuentran pistas más allá de una bolsa y el retrato hablado de un hombre que en mi vida he visto. ¿Qué relación tiene ese sujeto con la desaparición de mi hija? Desde que vi el dibujo no lo puedo sacar de mi mente. Lo imagino haciéndole daño a mi pequeña, haciéndola llorar, hiriéndola. Y sufro, sufro tanto que siento cómo la presión en mi cuerpo aumenta y me hace marear. Por eso Luis luce así de afectado. Seguro su imaginación no para, porque él sigue empeñado en creer que nuestra hija murió. Supongo que repite en la cabeza los que él cree que fueron sus últimos minutos. Y tal vez sí, mi hija sí murió. Quizá esa sería la mejor noticia si la comparamos con la posibilidad de que esté siendo ultrajada día y noche por uno o varios desconocidos que solo la ven como un objeto… ¡Basta! ¡Que esos pensamientos se vayan, por favor!
Durante la infancia de Abigaíl traté de que no llorara tanto. Me rompía el corazón verle los ojitos enrojecidos y la carita contraída. La cargaba en brazos hasta que se calmaba. Fue mi último bebé, mi dulce y delicada niñita. Ahora resulta que hasta el mismo novio que creí buena persona la hacía derramar de esas lágrimas que tanto evité que soltara. Santiago nos debe una buena explicación al respecto.
Apenas dan las siete y el teléfono de la casa suena. Es el detective Medina. Dice que ha estado llamándome al celular, pero no lo tengo cerca.
Está a media hora de camino de mi casa. Va a recogerme solo a mí. Dice que quiere enseñarme una cosa. Que no diera detalles me estremece. Su seriedad me confunde tanto. No sé si está guardando una mala o una buena noticia.
Respiro hondo. Es necesario relajarme.
Me preparo sin hacer ruido.
Es domingo y Luis duerme profundo con las pastillas que nuestro hijo le dio.
Roberto se levanta antes de que me marche, pero solo le aviso que debo ir con el detective a un mandado.
Salgo de la casa antes de que Leonardo llegue para evitar más cuestionamientos. Una de mis vecinas, doña Cleo, salió a barrer su banqueta. Solo me saluda cortés y sigue con su escoba. Su mirada de reojo me avisa que está al pendiente de lo hago.
Sigo sin creer que ninguna de estas mujeres chismosas que nos rodean haya visto nada el día en que mi hija desapareció. A estas alturas ya desconfío de cualquiera. Incluso esa inocente señora de más de sesenta años pudo ser cómplice de algún desgraciado…
El detective demora unos cinco o seis minutos más en llegar. Luce apurado. Enseguida se baja para hablarme:
—Señora Valdés, tengo algo que mostrarle. —Abre la puerta del copiloto—. ¿Vamos?
Mi corazón brincotea por la expectativa.
Durante el trayecto, el detective no añade más y eso empeora mis nervios.
Conozco el rumbo por el que vamos. Él se dirige a las oficinas de la agencia donde trabaja.
Comienzo a dejar libre mis peores miedos.
—No logré olvidar lo que me pidió —dice por fin.
Estamos a punto de llegar.
—¿Lo de las otras madres? —necesito confirmar.
Leonardo asiente.
Sigue manejando hacia la agencia, pero en la esquina da vuelta. Detiene el coche y me observa.
—Mi contrato no me permite dar datos privados de los clientes, usted entiende. —A pesar de sus palabras, noto una media sonrisa—, pero siempre hay opciones.
De pronto, clava su mirada hacia el frente.
Giro la cabeza ¡y lo veo! Hay un espectacular justo ahí. Es grande, tanto como la pared de una casa. Debió costarle una cantidad importante.
—Esta calle es paso obligado para ir a las oficinas. —Su sonrisa se extiende—. Estoy de acuerdo en eso de que la unión hace la fuerza. —Suspira complacido—. Nuestros clientes lo verán, se lo garantizo.
Leo de nuevo el espectacular. Dice en letras grandes: “Si tienes a un ser querido desaparecido, contáctame”. Así, sin más detalles. Debajo tiene añadido un número de teléfono que desconozco.
—¿Y ese número? —se lo cuestiono.
El detective rebusca en la guantera. De ahí saca un teléfono celular y me lo extiende.
—Es viejo, pero funciona. Es mejor que no de su número personal. —Apunta hacia el pesado aparato—. Cuando suene, sabrá para qué.
¡Lo comprendo todo a la primera! Leonardo encontró la forma de darme lo que pedí sin salir perjudicado. No soy capaz de detenerme y lo abrazo. Siento que el contacto físico le incomoda, pero es lo bastante educado como para no rechazarme.
—Le agradezco, detective —digo con la garganta tan apretada que apenas salen las palabras.
—Espero que se contacten muchas personas.
—Sé que lo harán —lloriqueo—. Tengo fe. Quiero la ficha de búsqueda de Abigaíl en todos los periódicos, en los noticieros, en la radio, y también quiero que salga a la luz el dibujo de ese desgraciado —refiriéndome al retrato hablado que las compañeras de Abi ayudaron a hacer—. Si tiene a mi hija, lo voy a encontrar.
Por un breve instante, me percato de que Leonardo vacila, aunque opta por quedarse callado. Tengo la corazonada de que él tiene claro que en catorce días no ha conseguido nada que sea lo bastante útil como para darnos una pista importante, aunque los investigadores que mandaron de la fiscalía están mucho peor. En el fondo, sospecho que se siente demasiado frustrado.
El detective me regresa a la casa y se retira a sus labores. No importa que sea fin de semana, él no deja de trabajar.
Me quedo en la entrada con el teléfono celular en las manos. Este no pienso soltarlo, porque va a sonar, sé que sí.
El lunes a medio día Eleonor llega a la casa. No está sola. Edmundo entra detrás de ella.
Mis hijos salieron a repartir carteles y Luis todavía no regresa del trabajo. Solo estamos en casa Natalia y yo; ella se encuentra en el piso de arriba.
Lo último que supe de Edmundo fue que viajó a Toluca por su trabajo. En cuanto lo veo sospecho que me mintió. Conozco a mi hermano, lo siento preocupado, incluso puedo asegurar que asustado, pero eso él jamás lo diría en voz alta.
—¿Y ahora tú por qué vienes así? —lo cuestiono enseguida. La cara contraída que carga me preocupa.
Eleonor mueve los ojos de un lado a otro. Seguro ella sabe lo que Edmundo tiene.
—Hermana —me dice, después de acercarse a mí—, ayer un compa y yo fuimos a ver al noviecito ese. —Se truena los dedos y frunce los labios—. Le dimos su “calentadita”. —Resopla fuerte y su rostro cambia por uno burlón—. El mocoso estúpido ni siquiera metió las manos.
Por un instante no le creo. ¡¿Cómo es posible que dos adultos hayan golpeado a un menor?! Además, es un muchachito más bajo que mi hermano y de complexión mediana. Nada podría hacer contra ellos, aunque quisiera.
Me aproximo a Edmundo. Estoy furiosa y le doy un empujoncito.
—¡¿Te volviste loco?! —grito. Sus acciones, en lugar de ayudar, están siendo perjudiciales.
Él no me devuelve la agresión, por el contrario, se hace para atrás.
—Cálmate. —Levanta ambas manos a la altura del pecho—. No lo mandamos al hospital ni nada. No te hagas historias. —Ni siquiera luce arrepentido. Incluso reconozco una ligera sonrisa—. Además, valió la pena.
Su última frase hace que mis pensamientos vayan en otra dirección.
—¿Por qué? —le pregunto apresurada—, ¿qué te dijo?
Edmundo hace una seña para que vayamos a la sala. Ahí nos sentamos los tres.
Quiero que hable, ¡y que lo haga ya! Suspiro para guardar la calma.
—¿Qué te dijo? —vuelvo a preguntar.
Mi hermano suspira. Su lentitud está desquiciándome.
—Reconoció que él y Abigaíl peleaban mucho y dos veces hubo golpes por parte de ambos. —Hace una pausa en la que se queda pensativo—. Se escuda en que ella era la agresiva.
Mis dientes crujen. Santiago resultó ser todavía peor de lo que pensé. Con cada cosa que dice o hace, me convence más de que es un joven sin escrúpulos.
De golpe, me levanto del sillón y comienzo a dar pasitos en medio de la sala.
—¡Desgraciado mentiroso!
Eleonor se para también, busca tranquilizarme, sin éxito.
Mi hermano sigue sentado y continúa hablando:
—También jura que no tiene nada que ver con su desaparición. —El tono de su voz cambia por uno más grave—, pero confesó que hay un hombre que trataba de llamar la atención de mi sobrina.
No comprendo del todo. Las verdades a medias siguen saliendo y mi concentración empieza a fallar.
—¿Es un compañero?, ¿un conocido? —lo cuestiono aturdida.
—No. Dice que es un hombre mayor. Calcula que más de treinta. —Él concentra su mirada en mí—. A lo mejor se trata de un acosador que se cansó de ser rechazado.
—¿Por qué no contó eso cuando lo interrogaron? —pregunto como si mi hermano tuviera todas las respuestas—. Es muy posible que sea el mismo hombre que las muchachas aseguraron que las seguía.
Edmundo por fin se levanta y se queda parado a nuestro lado.
—Su padre le prohibió dar más detalles porque podría traerle… problemas.
Con esa frase y esa pausa mi corazón acelera el ritmo.
—¿Por qué le traería problemas? —pierdo el aliento casi al terminar.
La forma en la que él nos observa es reveladora.
—Es que piensa que el hombre ese es de cuidado. Tú me entiendes. —Se encoje de hombros, pero luego retoma su recta postura—. Rita, esto ya es más grande de lo que pensamos. Si ese sujeto que el novio asegura que acosaba a tu hija cuenta con las facilidades, puede que la tenga secuestrada en alguna casa o local…
Por supuesto que lo entiendo, lo entiendo todo, solo que no quiero hacerlo.
—¡Cállate! —le grito. Mis lágrimas salen rodando. Los peores miedos de una madre siguen y son terribles de soportar.
A mi derecha reconozco la voz.
—Suegra, avise a la policía. —Natalia escuchó lo que Edmundo me contó. Está afectada, lo sé por sus ojos enrojecidos.
Mi nuera es tan sensible ante el dolor ajeno que nos terminamos abrazando.
El consuelo mutuo siempre es un alivio, aunque sea momentáneo.
Cuando nos soltamos, tomo una decisión.
—Voy a llamar al detective. —Levanto la bocina del teléfono. Después de marcar, señalo con el dedo a mi hermano—. Y tú, no vuelvas a golpear a adolescentes.
Él no parece de acuerdo.
—Conseguí lo que ninguno de esos pendejos ha conseguido… —Apunta hacia la bocina del teléfono que sostengo cerca de la oreja.
Todavía no responden la llamada. Cosa rara en Leonardo.
—Dije que nada de cosas ilegales, Edmundo —lo sigo regañando con voz susurrante—. Es la segunda vez que te lo pido. Esta vez te lo exijo. —Cubro la bocina con la mano por si el detective atiende. No quiero que escuche esa parte—. No somos criminales. Al menos yo no.
Leonardo responde hasta la segunda llamada.
Me tomo mi tiempo para contarle lo mismo que mi hermano me contó. Por sus breves comentarios, sé que el detective no desaprueba del todo los “métodos” usados para conseguir información.
Quizá debería dejarme llevar por esos andares, pero no. Como lo aseguré en voz alta, no soy una criminal. ¡No lo soy! Y tampoco quiero que mi hermano lo sea en su afán de ayudarnos. Somos personas de bien, así nos criaron y así es como quiero seguir siendo. Eso es inapelable.
Leonardo cuelga con la promesa de indagar más sobre el hombre y también sobre el estado de salud de Santiago.
En cuanto Luis y mis hijos llegan a la casa, les cuento lo sucedido. En cada uno reconozco un sentimiento diferente, pero todos coincidimos en que Abigaíl jamás sería una persona agresiva. Eso no puede ser más que una vil mentira para manchar su nombre. La pregunta es ¿por qué?
Al que noto más ausente es a Luis. Podría asegurar que incluso indiferente.
Decido esperar a la privacidad de nuestra habitación para confrontarlo.
Cierro la puerta cuando la noche llega.
Luis se empieza a cambiar la ropa.
Me detengo frente a él y ahí aprovecho para hablarle directo. No planeo darle vueltas a la gran interrogante que me lastima.
—Tengo que saber, Luis, necesito que me digas, ¿por qué ya enterraste a nuestra hija? —Apenas empiezo, la voz se me quiebra, pero prosigo de esa manera—: ¿Por qué en tu corazón ya hasta le guardas luto? —Extiendo el brazo para tocarle el pecho. Veo que mi esposo se ha quedado quieto y sus ojos apagados me observan fijos—. ¿Tan desesperanzado estás? Tu comportamiento me rompe. —Me echo a llorar, pero esta vez es un llanto de rabia, incluso encajo el dedo en el pecho de Luis—. Tú tienes que ser el fuerte, el que me levante y me diga que aleje los malos pensamientos, que me obligue a que siga creyendo que Abigaíl volverá a la casa y seguiremos siendo la misma familia de siempre. —Comienzo a gritarle. No me importa que los demás oigan—. ¡¿Por qué no haces lo que te toca? ¿Por qué parece que me abandonaste en la búsqueda de nuestra hija?! —Toda la potencia de mi voz se pierde en ese punto—: No voy a poder sola, no sin ti.
Luis me sostiene para que no me deje caer al suelo.
Lo necesito y mucho más de lo que él supone.
—No sé cómo explicarte —me dice—, ni cómo hacer para que me creas. —Estamos tan cerca que contemplo el brillo de sus ojos—. Estela se fue.
Que lo diga una vez más es desgarrador.
Los labios me tiemblan, pero los abro:
—Si es así, sí de verdad ella murió, por lo menos busquemos su cuerpo. ¿Ni eso quieres?, ¿tener su tumba para ir a visitarla al menos así?
Mi esposo intenta evadirme, pero lo obligo a que me mire.
—Perdóname, Rita. Trato, te lo juro. Voy a esforzarme más.
Es ahí, en ese privado momento, donde me doy cuenta de cuánto le duele la desaparición de Abigaíl. Las lágrimas salen una tras otras, son gruesas y veloces. Su dolor es tan profundo que tal vez, es más grande que el mío, solo que él no sabe expresarlo de una manera libre.
Acaricio despacio su mejilla. Verlo vulnerable me afecta demasiado.
—No me había dado cuenta de cuánto te pareces a Abigaíl cuando lloras —le digo porque es la verdad.
Son tan parecidos hasta en eso.
Sus brazos me rodean y yo lo estrecho fuerte.
Solo allí comprendo que debí también estar para él y no solo esperar que él estuviera para mí.
Suelto un respiro de alivio.
Es el sonido de un timbrado el que nos hace separarnos.
De inmediato, cada uno busca su teléfono, pero ninguno tiene llamada entrante. Voy rápido hacia mi mesita de noche y lo veo. El teléfono que el detective me dio es el que suena. Suena con la esperanza de otra madre que sufre la misma situación que yo.