TRECE DÍAS DESAPARECIDA.
Apenas reconozco unos tenues rayos de sol, me visto sin hacer tanto ruido y salgo del cuarto para buscar una de las cartulinas que uso para las clases. Escojo una anaranjada fosforescente. Sobre el comedor, con un marcador n***o, empiezo a escribirle:
“Exijo a las autoridades que se acelere la búsqueda de mi hija Estela Abigaíl González Valdés, desaparecida desde el 21 de mayo”.
Esta necesidad dentro de mí me mueve. ¡No más poner mis esperanzas en otros ni esperar más a que las autoridades reaccionen! Se trata de mi hija, sangre de mi sangre, y tengo que darlo todo por ella, aunque me cueste la vida.
Escribo a prisa una nota donde aviso a mi familia lo que haré.
Luego salgo sin más.
Tomo el metro que me lleva a mi destino. Me siento llena de energía. Una cosa que debo aprender es a manejar el coche. Tengo que dejar de ser tan dependiente. Lo apunto en mi lista mental.
Cuando por fin llego, no presto atención a nadie, solo enfoco la vista a mi objetivo.
Soy una mujer sola y desesperada frente a la Secretaría de Gobernación. Una mujer desesperada, decepcionada, furiosa. No lo pienso más y extiendo la cartulina. Debo buscar la forma de atraer la atención de los que se dicen nuestros protectores, la que hasta ahora me han negado.
Uno que otro mirón lee rápido lo que sostengo firme. Noto algunas expresiones de lástima, varias mofas contenidas, pero otras caras, tal vez solo de un par, me dicen “sigue así”. Esas son las que tomo en cuenta, con las que me quedo y me arman de valor.
Una cosa que odiaba de verdad, eran las huelgas. Las consideraba molestas porque entorpecen el tráfico y la vida diaria de quienes ignoramos lo que los quejosos quieren, pero por primera vez comprendo el porqué son tan necesarias.
Quizá suena risible: una huelga de una sola persona; una mujer adulta con una simple cartulina.
¡No me importa!
Pretendo montarme aquí el tiempo que sea necesario con tal de conseguir que las autoridades se pongan a trabajar en la búsqueda de Abigail.
Pasa una hora, luego dos, tres, ¡y nada! Ningún funcionario sale a ver qué necesito.
Durante ese tiempo ignoro señalamientos de gente que no tiene idea del dolor que cargo. Ninguno de los empleados de la Secretaría que entran y salen se detiene a preguntarme nada. En realidad, no veo que les interese brindarme soluciones.
A mediodía, en medio del sol y el hambre que ya se hace presente, se me acerca una señora de unos cincuenta años. Es de piel clara, lleva un vestido de flores amarillas y moradas y carga una bolsa con un estampado similar. Su perfume es tan intenso que llega hasta donde estoy.
—Señora —se dirige directo a mí—, yo tengo a una sobrina desaparecida desde hace cinco meses.
—¿Cuántos años tiene? —le sigo la conversación.
Es increíble enterarme de que los que sufrimos en silencio la misma pena somos más de lo que parece.
—Catorce. Salió a la tienda a comprar leche y ya no regresó. Es como una hija para mí.
Me percato de que quiere llorar, pero lo resiste.
—Ojalá nos escucharan —prosigue—. Yo la crie porque a sus padres les gustó la parranda en lugar de hacerse responsables. Lo único que quiero es que regrese. Hemos pagado mucho para que la busquen, pero nada, no aparece. —Gira a ver hacia la entrada de la Secretaría y después suelta un respiro sonoro—. Aquí nunca nos hicieron caso, espero que a usted sí.
—Si le interesa unirse, es bienvenida.
La mirada de la mujer primero me dice que la he desconcertado, pero luego entra en una fase de comprensión profunda. Asiente despacio, me toca el brazo y se retira.
Los minutos siguen pasando. Las tripas comienzan a llamarme, pero ¡no pretendo moverme!
—Mira a esa doña ridícula —dice en voz alta un jovencito. Luce como los mismos que pintaron el grafiti de mi hija, pero este sí es agresivo porque manotea contra mí.
Siento un extraño nervio al sentirlo próximo.
Otra muchacha que va a su lado lo secunda, sin dejar de mirarme:
—De seguro la morrita se fue de cusca y ella aquí haciendo sus dramas.
Suelto el aire cuando veo que ambos continúan caminando, riéndose a carcajadas.
Por un instante contemplo el moverme de lugar, pero enseguida esa idea desaparece. Abigail vale más que cualquier insulto o peligro.
Mi cuerpo sigue tenso por un rato. Estoy acostumbrada a tratar con jovencitos rebeldes, pero este par sí que me perturbó.
De pronto, una mano aprisiona mi hombro.
Cierro los ojos. Siento ganas de chillar o gritar, pero eso acabaría con mi postura de mujer fuerte frente a todos los que van pasando o están pendientes desde las cerradas ventanas de la Secretaría.
—¿Mamá? —dicen detrás.
Esa voz termina con todo mi temor.
—¡Roberto! —Giro para abrazarlo. Sí, es mi querido hijo—. ¿Cuándo llegaste?
A Roberto, desde que era niño, la gente lo consideró como el “feíto” se mis hijos, pero de “buen corazón”. Tal vez por eso se volvió tan serio, incluso algunos lo tacharon de malencarado después de la adolescencia. Los que pasa es que no le gusta convivir con tantas personas y prefiere estar en su cuarto, metido en su computadora. Desde que eligió su carrera no paró de estudiar y prepararse. Siempre está buscando diplomados para actualizarse. Eso lo hace feliz. Lo apoyamos financiándoselos, hasta que empezó a ganar su propio dinero. Tiene una novia, creo que es china o japonesa, no sé bien, pero tiene los ojos pequeños y habla gracioso el español. Solo la hemos visto una vez, cuando la trajo a México para presentárnosla. Llevan poco más de un año.
Recuerdo que Abi se puso celosa de ella. Mi hija es bastante celosa con todos sus hermanos, pero más con Roberto. Él le permite ser su confidente, le cuenta sus secretos e incluso le pide consejos. Cosas que no hace con cualquiera. La factura del teléfono llegaba cara por sus constantes llamadas de larga distancia. Ahora deseo volver a ver todos esos minutos en el siguiente recibo. No quiero que nada cambie.
—Hace dos horas —me responde. Tiene el rostro desencajado y los ojos un poco rojos, pero Roberto no permite jamás que lo veamos llorar—. Te traje una torta y una Coca Cola.
Extiende una bolsa de papel, pero dudo en recibirla.
Mi hijo resopla, aunque no es por molestia.
—Yo te agarro la cartulina —se ofrece.
Se la entrego y él la sostiene igual que yo.
En realidad, sí tengo mucha hambre. No me puedo negar a una torta de pechuga empanizada y bastante aguacate. Incluso la Coca me sabe a gloria con tanto calor.
—¿Te dijo tu papá? —lo cuestiono.
Supuse que Luis iría a buscarme desde temprano.
—Sí. En casa están muy preocupados, pero José Luis les aconsejó que te dieran espacio. —Roberto muestra una media sonrisa—. Me les escapé. —Deja de mirarme directo, hasta le cambia el semblante—. Creo que deberías volver a casa. Se hace tarde.
Primero niego con la cabeza.
—De aquí no me voy a mover —soy inflexible con la respuesta.
Mi hijo no añade más y espera paciente a que termine de comer para devolverme la cartulina.
—Ahora vuelvo —me dice de inmediato.
—¿Te vas a la casa?
—No. Voy a comprar una casa de campaña —responde serio—. Será una noche larga para los dos.
Su iniciativa me conmueve, pero que mis hijos sean partícipes de esto no era la idea. Aun así, soy incapaz de decirle que no deseo su compañía.
Mi hijo se va a pasos acelerados.
Me quedo otra vez sola. Las piernas de nuevo me piden sentarme sobre el suelo y así lo hago.
Transcurre quizá una media hora, poco más. La jornada laboral de los empleados está a punto de terminar. Veo a los primeros retirarse. Van con sus trajes, sus maletines y sus miradas perdidas. Una vez más no soy tomada en cuenta. Para ellos soy menos que una paloma buscando alimento.
Desde lejos reconozco a mi derecha el traje azul oscuro, la gorra del mismo tono con la franja blanca y las botas negras.
El policía camina directo hacia donde me encuentro. Es un hombre robusto, alto, muy moreno, quizá requemado, y lleva una expresión parecida a las de las bestias a punto de atacar. Se detiene demasiado cerca. Invade mi espacio personal y eso me intimida.
—Señora —me dice con voz grave—, le voy a pedir que se retire.
Me empeño en levantarme sin trastabillar. No retrocedo, a pesar de que el cuerpo del hombre está tan pegado al mío.
—No —le respondo de inmediato.
Sé que él no se lo esperaba por la forma en que sus gruesas cejas se mueven hacia arriba y su boca se frunce. Enseguida echa el cuello hacia adelante.
—Hágalo por las buenas —prosigue sin bajar la intensidad.
Al policía no le interesa que otros vean lo que hace o la forma en la que se dirige a una mujer inofensiva.
—Ya le dije que no —ni yo bajo la guardia—. No estoy cometiendo ningún delito.
El policía sonríe, aunque sé que está furioso porque sus dientes rechinan.
—Su desmadrito está haciendo enojar a los jefes.
—Eso a mí qué me importa —suelto sin pensarlo—. Que se enojen lo que quieran. Tengo derecho a manifestarme.
Con esa frase termino con la poca paciencia del hombre. De pronto, su regordeta mano aprieta de forma brusca mi brazo.
—Si en veinte minutos no se larga, la voy a sacar por las malas. —Su otra mano va a dar al arma que lleva colgando de su cintura. Después procede a quitarme de un tirón la cartulina y la rompe en pedazos—. Está advertida.
Los trozos de mi petición quedan tirados sobre mis zapatos.
El hombre da media vuelta con un último vistazo amenazante.
Me duele el pecho y comienzo a escuchar un molesto pitido.
La bandera tricolor que ese sujeto lleva bordada en el hombro izquierdo es mera hipocresía. Ahora sé que él y sus compañeros solo sirven a quien mueva los hilos, aunque se cometan injusticias con sus procederes.
Es indiscutible que debo irme. Toca hacerlo por esta vez. No tengo manera de defenderme. Sin Roberto no lo haré, así que rezo porque vuelva antes de los mentados veinte minutos.
Pasan por mi cabeza tantas ideas. Me siento terriblemente decepcionada, pero también con el fuego interior quemándome hasta la punta de los pies.
Cinco minutos más tarde elijo una de esas ideas, la imagen que tengo es muy clara.
Saco el teléfono para hacer una llamada.
Me contesta al primer timbrado.
—Detective —le digo—, necesito pedirle un favor.
—Sigue en su huelga? —Leonardo sabe dónde me encuentro.
Seguro Luis se lo informó.
Miro a mi alrededor. El policía no se encuentra por allí, pero una extraña sensación me embarga. Mis piernas ruegan por moverse.
—Sí —la voz me sale temblorosa.
—Estoy cerca. Voy para allá.
Por suerte en ese lapso ubico a Roberto acercándose. Eso me ayuda a soltar un buen resoplido.
El detective llega demasiado pronto. Sospecho que rondaba por ahí a propósito.
—Dígame, señora Valdés —se apresura a decirme.
Sin mencionarle nada a Roberto sobre mi desafortunado encuentro con el policía, hago que ambos caminen para alejarnos de la entrada de la Secretaría.
Los llevo hasta una jardinera con un árbol amplio. Allí me siento y observo directo a Leonardo.
—Detective, por su trabajo, usted conoce a muchas otras madres que buscan a sus hijos. Me gustaría que me diera sus contactos.
Él vacila. Se nota avergonzado.
—Por cuestiones de privacidad, no tengo permitido hacerlo. Estaría violando el contrato de servicio.
Debí considerar ese detalle. Él se pondría en riesgo en su trabajo si lo hace.
—Oh, ya veo. —Trueno la boca y bajo el rostro hacia la tierra que cubre las raíces del árbol.
—¿Cuál es su fin? —escucho decir interesado al detective.
Logro reconocer la posibilidad de obtener los datos.
Levanto la cara. La herida de lo sucedido un rato antes se retuerce en mi interior, pero las manos me dejan de temblar, el corazón recupera su ritmo y el miedo pasa a ser energía para seguir luchando.
—Unir fuerzas —respondo firme.
¡Sea como sea está decidido! Nunca más saldré huyendo como lo hice hoy. Encontrar a otras madres, tías, abuelas, hermanas, será de gran ayuda para hacernos escuchar, y para eso necesito todas las gargantas que claman por sus desaparecidos.