XIII

2622 Words
DOCE DÍAS DESAPARECIDA. Una hora después, que siento como si una aguja se enterrara lento en mi pecho, salen mis tres hijos. Noto en sus caras una sombra inexplicable y deja en evidencia la confusión. Yo estoy aterrada, pero respiro y me levanto lo más lento que puedo. Eduardo es el primero en acercarse a nosotros. Él sujeta mis codos. Su mirada enrojecida me indica que se siente herido. —¿Sí está? —pregunta nerviosa Eleonor. Eduardo niega con un leve movimiento de cabeza. Cierro fuerte los ojos. Lo último que quiero es saber que mi hija pasa un infierno así. —No, Abi no está. —Está a nada de quebrarse—. Pero, mamá, ¡hay hasta niñas! ¡Tan pequeñas! Mujeres perdidas a las que seguro las siguen buscando y que tal vez nunca van a rescatar. —Lo sé, hijo, lo sé —lo consuelo porque él es en extremo sensible. Es casi seguro que por lo que vio tenga pesadillas por días o hasta meses. Ya no es mi niño al que puedo alejarle los terrores, pero puedo darle mi hombro por si lo necesita. Aunque lo entiendo, hasta la persona más dura se quebraría. Mis tres amores me abrazan porque necesitan a su madre y yo los abrazo también. Luis y mis primas nos observan conmovidos. No me importa que los desconocidos que rondan la oficina nos juzguen. Esa unión me reconforta tanto como a ellos, o quizá más, y decido que ya ha sido suficiente. ¡Debemos tomar acciones más drásticas! Los noticieros ponen su atención en chismes de la farándula o solo en los casos que generan ruido. Ruido quieren, ruido tendrán. ¡Porque doce días ya han sido demasiados! Leonardo sale del cubículo cinco minutos después junto con otro de sus compañeros. Lleva una carpeta amarilla en las manos. Se ve preocupado y ya reconozco su movimiento de cabeza medio inclinada cuando debe decir algo difícil. Se acerca a nosotros y Luis se pone a mi lado. —Me dice mi ayudante que tiene información nueva. —¿Qué es? —lo cuestiona apresurado mi esposo—. ¡Dígala ya! —Le encargué que revisara las rutinas de Abigaíl, y luego de varios repasos confirmó una actividad sospechosa. —¿Actividad? Sea directo, por favor —continúa Luis—. Ella no iba a clases extras, solo salía con sus amigas o su novio, y de allí a la casa. —Él me dijo que comprobó que su hija frecuentaba un día a la semana, o a veces dos, una colonia… digámosle, poco segura, y se relacionaba con unos jóvenes callejeros que son conocidos por consumir drogas. —¡Su ayudante se equivoca! —intervengo molesta con la voz un poco más alta y siento que Alma aprieta mi brazo—. Ella jamás haría esas cosas y menos sin permiso. ¿Está insinuando que se drogaba con esos… jóvenes? Leonardo alza la mano frente a nosotros para que le prestemos atención. —Tengo el nombre de la calle y las características de los adolescentes con los que se juntaba. —Agita la carpeta—. Voy a ir a buscarlos ahora mismo para interrogarlos. Con el nuevo hallazgo hay tantas teorías formándose en mi cabeza que la muevo de lado a lado para liberarme de ellas. Me asustan porque es como si no conociera a mi hija. —¿Quiero ir? —me apresuro a decirle porque de ninguna manera me lo voy a perder. Necesito saber si lo que yo considero una injuria es real. —Esta vez es mejor que vaya solo —responde serio el detective—. Es una zona peligrosa. —Creo que no me entendió. No le estoy preguntando si puedo ir. Sé que él está en desacuerdo, pero no me debate y solo asiente. —Traeré a Bertha. El detective se retira y en cuanto volteo a ver a Luis me percato de que se ve muy pálido y su pierna derecha tambalea. —Rita, estoy un poco mareado. José Luis se le acerca para sostenerlo. Le ayuda a sentarse sobre el sillón donde antes estuvimos esperando y procede a revisarlo. —Debemos llevarte al hospital para ver si es necesario que te internen —comenta mi hijo. Si el considera que es necesario ir a uno, es porque de verdad lo ve mal. —Ni loco me quedo en un hospital. —Trata de levantarse, pero no puede—. Es por todas las emociones de estos días. Estaré bien, ya verás. José Luis se para frente a mí. Se ve preocupado y molesto al mismo tiempo. —Comprendo perfecto que esta horrible situación exige tiempo, esfuerzo y que es desgastante. Me duele en el alma que mi hermana no esté. Pero ¿creen que no me he dado cuenta que apenas duermen y comen? Si lo que quieren es matarse lento, van por buen camino. —Lleva a tu padre al médico —le ordeno sin más—. Los alcanzaré allá. No tardo. —Pero, mamá… —interviene Pablo. —Dije que no tardo. —Sé que Luis requiere atención médica, pero él estará acompañado de nuestros hijos. ¡Yo debo hacer esto!—. A ustedes ya les tocó, ahora es mi turno. Váyanse ya. Mis hijos, Natalia y Luis salen de las oficinas. —Rita, vamos a ir a nuestras casas —me dice apenada Alma, y Eleonor la acompaña—. ¿Quieres que llame a Edmundo para avisarle que los alcance? —No. Edmundo salió a Toluca por su trabajo y regresa en la noche. Ustedes vayan. Seguro las extrañan mucho. Mis primas se van. Me quedo sola. A los dos minutos Leonardo regresa y, para mi sorpresa, viene solo. Imaginé que traería consigo a una compañera. Tal vez no está disponible. Juntos nos vamos en su carro. Durante el trayecto reviso la carpeta del detective donde tiene fotografías de los hombres con los que supuestamente mi hija se veía. Mientras nos acercamos a nuestro destino me doy cuenta de que la escuela de Abi queda cerca. Cuando nos estacionamos hago cuentas y me percato de que aproximadamente en solo diez minutos a pie se puede llegar. —¿Su compañera estaba ocupada? —le pregunto solo por hacerle plática. —¿Quién? ¿Bertha? —Leonardo es un hombre muy serio, quizá por su trabajo o porque así es su temperamento, pero por primera vez lo veo sonreír—. ¡No, no! —Se quita el cinturón de seguridad y mueve un poco su saco gris. Sin levantarla, me muestra una pistola—. Ella es Bertha. Mi belleza semiautomática de acero. He visto pistolas antes, pero nunca una tan cerca. Trago saliva y hago un esfuerzo para que él no se dé cuenta de que siento miedo. —¿Por qué trajo… eso? —Tengo permiso, no se preocupe. —La tapa de nuevo y eso me tranquiliza—. Entenderá que por mi trabajo la debo tener. Además, solo la saco a pasear cuando toca. —Me mira directo—. Y esta vez toca. Ambos nos bajamos. Es increíble cómo la ciudad de México puede cambiar tanto de calle en calle; está, por ejemplo, carece de cuidado. El asfalto está partido en algunas partes, apesta a gasolina y detecto varias casas abandonadas. Las personas con las que nos topamos nos miran con recelo. Sé que debo tener cuidado. Recorremos solo media cuadra cuando en un lote baldío damos con un grupo de jóvenes que charlan, se ríen y gritan como locos. Como ya vi antes las fotografías, sé que son ellos. ¡Me marea el solo pensar que mi hija se relaciona con gente así! Leonardo se adelanta un poco. Camina confiado y trato de imitarlo, aunque dudo que lo esté haciendo bien. Cuando nos acercamos confirmo que son seis jóvenes de entre quince y dieciocho años. Todos usan pantalones que parece que no son de sus tallas, y sus enormes camisetas bien podrían ser vestidos. —Buenas tardes, muchachos —les dice Leonardo. Ellos nos ignoran. Es como si nadie les hubiera hablado y me entran las ganas de reprenderlos por la descortesía. El detective avanza dos pasos, pero enseguida uno de ellos, el que se ve más joven, se le acerca con la cara alzada. —Si es policía, de una vez le digo que no estamos haciendo nada ilegal. —No soy policía —responde tranquilo. Del bolsillo de su saco saca una de las fotografías que le dimos de Abi—. Estoy investigando una desaparición. —Se la acerca—. ¿La has visto? Cuatro de ellos solo nos miran. Están juntos y sus rostros me generan desconfianza por la manera en la que nos contemplan. El quinto se mantiene entretenido con un aerosol de color verde que usa para manchar la pared de alguien. El más corpulento se nos une y le arrebata a Leonardo la fotografía que sostiene. Luego regresa a su círculo, le da una palmada en la espalda al del aerosol, le susurra algo inaudible y le entrega la imagen. El muchacho suelta la pintura, se levanta y camina despacio hasta nosotros. Es delgado y su espalda encorvada me desagrada porque lo hace apropósito. —¿Qué quiere? —pregunta con tono agresivo. Los tatuajes de sus brazos llaman mi atención. Son tantos que ni siquiera soy capaz de contarlos. —¿La conoces? —El detective señala la foto entre sus dedos—. Y no trates de mentirme. El joven la observa. Por una fracción de segundo su expresión endurecida se descompone. Logro verlo porque tengo los ojos fijos en su cara. —La conozco —confirma sin vacilar. ¡Ni siquiera puedo creerlo! ¿Por qué Abi trataría con gente así? ¡Miente o se ha confundido! —¿Estás muy seguro? Vela bien. ¿De dónde la conoces? —Es Estela. —Frunce los labios—. ¿Ya me cree? Sí, sí la conoce, y es peor de lo que pensé porque Abi solo le da ese nombre a gente de confianza. —Ella no se juntaría con indigentes —le digo al detective, pero mi voz es lo bastante alta como para que todos me escuchen. —¡Sh, sh, sh! Señora, cuide sus palabras, no somos indigentes —se apresura a decirme el joven delgado y su dedo me señala. Se nota que lo ofendí en serio—. Todos tenemos casa y familia. No se haga cuentitos en la cabeza. —¿Mantenía una relación contigo o con alguno de tus amigos? Me dan ganas de gritarle a Leonardo por preguntarle eso. ¡¿Cómo se atreve?! —¡Qué chistoso el don! —Suelta una ruidosa carcajada y sus amigos lo secundan—. No, mi buen, Estela nada más nos traía postres a vender. Nos gustan sus panquecitos y mi madre ama los de limón. Solo ella los hace a su gusto. —¿Cómo la conocieron? —prosigue Leonardo. No sé cómo logra estar tan en calma cuando estos drogadictos solo se mofan, pero ya comprendo por qué trajo a Bertha. —La primera vez que le compramos fue en una feria. Su escuela vendió postres. Le pregunté si podía traernos, y lo demás, imagíneselo. —¿Cuándo fue la última vez que la vieron? —Hace un mes, cuando el noviecito ese la encontró —en su voz siento que empieza a nacer la furia. Sus amigos sueltan maldiciones después de que lo dice—. El muy cabrón la venía espiando, se la llevó a jalones y la subió a un taxi. Si no me detienen mis compas, yo sí le partía su madre por pasado de lanza con mi amiga. —De un momento a otro, me voltea a ver a mí—. Es su madre, ¿verdad? Debería preocuparse más por ese pendejo que por nosotros. Yo me quedo muda porque no logro procesar a tiempo lo que ha salido de su boca. Leonardo saca otra fotografía. Es indudable que viene preparado. En ella está mi hija en una fiesta, acompañada de Santiago. —¿El novio es este? El muchacho se inclina a ver la imagen y casi puedo asegurar que sus ojos brillan de coraje. —Ese mero. Pero nada más me lo encuentro y voy a hacer que muerda el piso —susurra para sí y sus dientes crujen—. ¿Algo más? Porque nos queremos ir a vagar. —Con sus dedos dibuja comillas en el aire. —Por ahora sí, pero en una hora va a venir otro compañero para recopilar sus datos y el testimonio detallado de lo que me has dicho. ¿Están dispuestos a cooperar? —Lo que sea por la Estela, ¿verdad, camaradas? —Gira la cabeza hacia sus amigos. Todos dicen “sí” al unísono y yo me estremezco. —¿Puedo dejarles carteles? —les pregunto y de mi bolsa sacó varios de ellos. El mismo joven delgado da un paso hacia mí que me sorprende. Mi corazón se acelera y Leonardo lleva su mano directo a su pistola por encima de la ropa. —Venga, doña, sígame. Tiene que ver una cosa. —Pero… —intento darle un argumento de por qué no acompañarlo, pero él me interrumpe. Está nublándose y eso le da un aspecto más sombrío a la calle. Mis piernas solo quieren moverse hacia el carro porque me domina la desconfianza. —Ni se preocupe, no les vamos a hacer nada. Nosotros no estamos armados. —Con los ojos apunta hacia la cadera de Leonardo—. A dos cuadras adelante hay una avenida, allí vamos. El joven corpulento les hace una seña a los demás y estos se adelantan. No quiero seguirlos, pero tal vez se trate de alguna pista que nos sirva. El detective va a mi lado y no dice ni una sola palabra. Caminamos detrás de ellos y las dos cuadras parecen estirarse. Leonardo va pendiente de los lados y su mano va pegada a Bertha. Cuando por fin llegamos a la esquina, ellos dan vuelta. Nosotros vamos atrás, y cuando también damos vuelta ¡lo veo! Llevo una mano a mi boca y mis ojos se llenan de lágrimas. Es inevitable que salgan rodando por mis mejillas a montones. Al ver al detective, me doy cuenta de que tiene los ojos vidriosos. Han hecho un grafiti en una barda visible a la transitada avenida, pero no cualquier grafiti, se trata de la carita de mi Abi. Está ahí, tan bella con su dulce sonrisa, tan frágil. Sí que la conocían porque quien la dibujó capturó su verdadera esencia. A un lado del dibujo está escrito “se busca” junto con su nombre y mi número de teléfono que seguro consiguieron de alguno de los carteles que hemos pegado. —Gracias —apenas sale de mi garganta porque los sentimientos se arremolinaron ahí y me queman. Todos sonríen con amargura. Ellos de verdad la apreciaban y me culpo por haberlos juzgado mal. —Cuando regrese, dígale que tiene pedidos pendientes —me dice el joven delgado. Afirmo con la cabeza. Soy incapaz de hablar. Una vez que nos subimos al coche de Leonardo, le llamo a José Luis para saber dónde están. Él me informa que su padre está bien, solo se le bajó la presión y ya están en la casa. Paso las siguientes horas con un remolino terrible en mi estómago. La búsqueda continúa, pero decido que es hora de hacer ese ruido que va a despertar a la bestia.
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